O tempora o mores! Otros tiempos, otras costumbres, otras formas de ver e interpretar el mundo. Al envejecer, uno madura (en el mejor de los casos, porque en otros solo acumula achaques y resentimiento) y al hacerlo va enterrando sucesivas mentalidades que se lo quisiera o no, se fueron desgastando durante el proceso, que desengañaron a quienes las compartían de buena fe, que dejaron ver la insuficiencia de cualquier proyecto de mantenerlas vigentes. Hay que crecer, hay que desembarazarse de lo que nos contenía.
En buena hora me desengañé de lo que antes consideraba fundamental, se dice uno después de hacer el
duelo inevitable, porque todas las perspectivas que alguna vez aceptó se revelan falsas o
insuficientes, y por lo tanto en buena hora pueden ser desechadas y sustituidas por otras, que se evalúan
superiores. Lo más probable es que a pesar del apego que uno pueda sentir por las nuevas visiones del mundo, no tarden en caer en el olvido. Lamentarse de que esto suceda, añorar la
inocencia de quien no madura, no es lo más inteligente que uno puede hacer.
Los Viajes de Gulliver |
Hay un capítulo perturbador de Los Viajes de Gulliver de Jonathan
Swift, que no figuraba en el texto abreviado que publicaba Callejas a mediados
del siglo XX y me tocó leer por primera vez, cuando tenía nueve o diez años. El
libro completo, que descubría a mis veinte años, no es una lectura agradable
para nadie. Swift no debió pensar en que los niños como sus destinatarios. Gulliver
naufraga por cuarta vez, llega a la isla de los Houyhnhnms, donde los caballos
son los amos y los seres humanos (llamados yahoos) se han resignado a ser sus
inmundos servidores. El mundo al que estamos acostumbrados aparece invertido en
la sátira de Swift, y aunque solo sea por ese único motivo, resulta horrible.
Juan Domingo Perón |
Para mí, por entonces, me bastaba con mirar alrededor, para
descubrir evidencias de secretos y complejidades que en el mejor de los casos, algún
día imposible de fijar en el calendario, cuando madurara, esperaba disipar, pero
en el fondo pensaba que todo se encontraba en su lugar, que aparentaba ser
inmutable y ni siquiera la retórica del peronismo sobre lo Nuevo que había
establecido para siempre el régimen, lograba conmover.
Nuestra doctrina es una doctrina
moral, es una doctrina humanista, es una doctrina patriótica. De modo que no
hay inconveniente en irla introduciendo en las escuelas, en los colegios, en la
universidad, en todas partes. Si fuera una doctrina mala, yo sería el primero
en combatirla; pero siendo buena, debemos tratar de introducirla en todos los
lugares, en todos los hombres y todas las mujeres. (Juan Domingo Perón)
Libro de lectura de fines de años ´40 |
Libreta de ahorro |
El ahorro era la base del bienestar futuro de cada uno de
nosotros, desde los pobres a los más afortunados. Portarse bien en este mundo, planteaban
los sermones del cura párroco, era la mejor forma de asegurarse una recompensa
eterna en el otro mundo. Solo era cosa de aprender unas cuantas normas de vida que
llegaban desde lo alto, respetar limitaciones que uno podía no entender por qué
existían, pero no discutir; de poner en práctica las pocas formas correctas de
hacer las cosas, que para eso estaba la infancia, para aceptar el sistema que
habían inventado no sabía cuándo ni con qué propósito los adultos.
¿Por qué los alemanes habían perdido la guerra si eran tan
trabajadores y organizados? ¿Por qué había fundado Israel, un nuevo país, en el
territorio de Palestina? ¿Por qué Berlin
era una ciudad dividida entre cuatro países extranjeros? ¿Por qué los comunistas húngaros tenían
asilado en una embajada al cardenal József Mindszensty? ¿Por qué condenaban a
la silla eléctrica a Ethel y Julius Rosenberg? No era que yo armara preguntas
para molestar. Esas preguntas me habían sido propuestas por la radio, los
diarios, el cine.
Podía preguntar por qué, repetidamente, como me había
acostumbrado a hacer sin que nadie me alentara, me cuentan que desde los cuatro
años, a sabiendas de que aquellos a quienes interrogaba me darían respuestas
que yo no siempre estaría en condiciones de entender. Y cuando no las obtuviera,
sería la señal de que mi pregunta era inadecuada. O mejor aún, que intentara
plantearla de otro modo o en otro momento más oportuno (que podía no llegar
nunca).
Walt Disney: cortometraje de Donald Duck |
No recuerdo en qué momento leí Azabache (Black Beauty), el
folletín de Anne Sewell que hacía llorar a los niños, al detallar el via crucis del caballo protagonista,
desde la alegre infancia al matadero. Probablemente fue a los diez u once años,
porque recuerdo la cubierta amarilla de la edición de Peuser. Por primera vez,
la educación (en este caso, la doma de un animal, me era mostrada como un
proceso que desnudaba las crueles relaciones de poder que se daban en el mundo
y no deparaba necesariamente grandes beneficios para el educando.
Anna Sewell: Black Beauty |
Domar un caballo, significa
enseñarle a llevar puesta montura y brida, llevar sobre el lomo a un hombre,
mujer o niño, ir solo hacia donde el jinete quiere ir, y hacerlo con
tranquilidad. Además, el caballo debe aprender a usar collar, baticola y
retranca, y a quedarse quieto mientras se los ponen. Más tarde se le enseña a
dejar que le sujeten a un carruaje o calesín, de modo que no pueda trotar sin
arrastrarlo, y a avanzar rápido o despacio, según los deseos del conductor.
(Anna Sewell: Azabache)
A los caballos de la charrette
de mi padre, que repartía los pedidos de los clientes de las chacras entre San
Pedro y Santa Lucía, mi tío Miguel les ponía anteojeras, dos postigos de cuero
y remaches que impedían a los animales ver para los costados (obligándolos por
lo tanto a concentrarse en la ruta que indicaban las riendas y eventualmente el
látigo del conductor).
Para mí, ese maltrato de los caballos era lo más normal del
mundo, porque veía salir a mi tío dos veces por semana, los martes para recoger
los pedidos, los jueves para entregar las mercaderías y no me detenía a pensar
en el bienestar de los animales. Ellos estaban ahí para eso. Los alimentábamos
con maíz y alfalfa, le dábamos a lamer una piedra de sal, les repasábamos el
cuero con una rasqueta metálica que los libraba de sanguijuelas y otros bichos
molestos. Por lo tanto, le demostrábamos nuestro afecto, pero si lo
considerábamos necesario, los castigábamos.
Caballos de carga |
A veces, durante las vacaciones escolares, yo acompañaba a
mi tío y abría las tranqueras de las chacras o anotaba los pedidos en las
libretas de cada cliente, tal como después ayudaba en el almacén de Libertad y
Chivilcoy a organizar los pedidos en cajas de madera, para facilitar la entrega.
Probablemente me enseñaron a usar el látigo, que estaba en un soporte del
carruaje, siempre a mano.
Los caballos de tiro no eran tan maltratados como los de
monta, que recibían el estímulo de las espuelas que se clavaban en los ijares,
pero estaban sometidos a una rutina inflexible. Como se sabe, cualquier ser
vivo dotado de cierta inteligencia, cuando recibe demasiada información se distrae,
se confunde. Del caballo de tiro se esperaba tan solo que arrastrara la carga.
Del resto de su conducta (por dónde iba, cuándo se ponía en marcha, cuándo se
detenía) se encargaba el conductor. Si el caballo hubiera sido ciego y sordo,
hubiera dado lo mismo.
Al pensar en mi infancia, descubro las anteojeras que nos
ponían en el seno de la familia, durante las clases de la escuela, en la
iglesia, no por decisión exclusiva de los parientes, las maestras o los
sacerdotes que se dedicaban a formarnos, supongo, sino por un acuerdo
establecido por la moral dominante y las buenas costumbres de una época, por
los planes de estudio del Ministerio de Educación, el Catecismo y los
lineamientos doctrinarios del Vaticano.
Jorge Luis Borges de 21 años |
Demasiada gente para considerarlo una confabulación. Ellos
debían tener la razón, puesto que eran tantos y nos ahorrábamos problemas al
aceptar su discurso (o al menos al memorizarlo y repetirlo como loros, cada vez
que nos fuera requerido demostrar que nos lo habían enseñado, aunque en el
fuero íntimo no les concediéramos ninguna importancia). Oponerse a la opinión
dominante era un heroísmo que nadie nos había ponderado.
Para el argentino (…) todo lo
infrecuente es monstruoso –y como tal, ridículo. El disidente que se deja la
barba en tiempo de los rasurados o que en los barrios del chambergo prefiere
culminar en galera es un milagro y una inverosimilitud y un escándalo para
quienes lo ven. (…) No son malvados –lo cual importaría una indignidad-; son
irrisorios, momentáneos y nadie. (Jorge Luis Borges: Nuestras imposibilidades)
No hay comentarios:
Publicar un comentario