domingo, 17 de febrero de 2013

¿Natural sometimiento de las mujeres?

Florén Delbene y Libertad Lamarque
En las películas de Libertad Lamarque, desde fines de los años `30 hasta los `80, la protagonista se sacrificaba en distintas etapas de su vida: como joven soltera, como esposa, como madre, como abuela. El tema de la mujer que sufre sin quejarse (incluso cantando, en el caso de Lamarque) víctima del desamor de su pareja primero, del abandono de sus hijos más tarde y hasta de la incomprensión de los nietos en la tercera edad, demuestra la persistencia de una actitud que no tiene equivalentes en los personajes masculinos. Los hombres pueden cumplir una variedad de roles, mientras que a la mujer suele estarle reservado solo uno.
¡Déjame, no quiero que me beses! Por tu culpa estoy sufriendo / la tortura de mis penas… / ¡Déjame, no quiero que me toques! / Me lastiman esas manos, / me lastiman y me queman. / No prolongues más mi desventura. / Si eres hombre bueno así lo harás. (Alfredo Maleaba y Rodolfo Sciammarella: Besos brujos)
En todos los conflictos posibles, la mujer calla, suplica, cede, llora y de ese modo conmueve a quienes contemplan su sometimiento, dando a entender que es la única actitud digna de ser imitada. Yo lo había visto durante mi infancia en mi madre y en menor medida en mis tías. Lo escuchaba en los radioteatros de Hilda Bernard o Rosa Rosen. ¿Qué otra cosa podían hacer las mujeres en su relación con los hombres? ¿Qué reclamaban los hombres de las mujeres? Sometimiento era la situación que no se nombraba, porque después de todo parecía ser algo tan natural que hubiera sido ofensivo recordársela a nadie.
Genoveva de Brabante
Genoveva de Brabante, heroína de un cuento publicado por la Editorial Tor, fue una de mis primeras lecturas. Ella sufría el acoso del Mayordomo, que al ser rechazado la acusaba de infidelidad, mientras Sigifredo, el marido, estaba ausente, luchando contra los moros. En prisión, Genoveva paría un hijo al que llamaba Desdichado. Conducida al bosque por quienes habían sido designados como sus verdugos, ella lograba apiadarlos. Por primera vez, Genoveva se resistía y demostraba su elocuencia, para evitar la muerte de su hijo. Los verdugos entregaban al Mayordomo los ojos de un perro, como prueba de que habían cumplido la tarea. En el bosque, mientras tanto, una cierva protegía a Genoveva, que no salía de una cueva. Cuando Sigifredo regresaba, la daba por muerta. Durante una cacería, hallaba a la mujer y el hijo, como corresponde a un cuento de hadas. La virtud era recompensada, a pesar de que el personaje había sufrido situaciones que hubieran debido destruirla. Tal vez las mujeres tuvieran un Dios aparte, como se decía entonces. O no consideraran que podían enfrentar a los hombres.
¡Arrésteme, sargento, y póngame cadenas! / Si soy un delincuente, que me perdone Dios / yo he sido un criollo güeno, me llamo Alberto Arenas… / Señor, me traicionaban, y los maté a los dos… / Mi china fue malvada, mi amigo era un sotreta / Cuando me fui a otro pago me basureó la infiel. / Las pruebas de la infamia las traigo en la maleta: / las trenzas de mi china y el corazón de él. (Carlos Vicente Geroni Flores y Julio Navarrine: A la luz de un candil)
¿Por qué arrestarlo? Es una formalidad, no sea que las mujeres griten que no hay Justicia. ¿Acaso no se vio obligado a hacer lo que se esperaba de él?
De la madre de uno de mis amigos de infancia, se contaba que había abandonado el hogar, dejando a un chico que no tenía diez años al cuidado del padre. Eso bastaba para condenarla. ¿Qué conflictos desconocidos para sus jueces la habían llevado a tomar esa decisión? Nunca se me ocurrió preguntarlo a quien debía tener conocimiento directo de ello. Nunca escuché ninguna defensa. En el interior de su casa, el hombre gozaba de una impunidad digna de un monarca árabe. En la letra de los tangos, las mujeres (con excepción de las madres) eran todas pérfidas y a veces recibían su merecido, mientras que paralelamente resultaba imposible detectar versos que delataran a los hombres patológicamente celosos, golpeadores o asesinos.
Entregarse a un hombre no ha sido nunca la garantía de que la mujer habrá de recibir el amor y la protección que le prometieron. Cuando el hombre toma posesión de la mujer, de acuerdo a la tradición patriarcal, puede hacer con ella lo que desee, incluyendo destruirla, si se siente defraudado. Esos poderes los ejerce incluso después de muerto, porque la familia exige de la viuda una fidelidad sin objeto. Si la mujer muere, el hombre puede reemplazarla sin preocupaciones y de inmediato. La posibilidad de quedarse sin un hombre, en cambio, solo promete dificultades para la mujer que podría comenzar a considerarse libre de su tutela.
Durante mi infancia tuve, sin embargo, dos imágenes de mujeres fuertes. Doña Justa, a la que llamaban la Brava (a sus espaldas) conducía un sulky tirado por un caballo al que castigaba con un látigo que los hombres del barrio afirmaban que también era usado contra su marido, que permanecía en casa mientras ella hacía las compras en el pueblo y tomaba un vaso de vino tinto con soda para refrescarse. La segunda era doña Paulina, viuda y madre de un hijo, que administraba sus propiedades con una firmeza alarmante para los varones. Ninguno hubiera intentado propasarse, pero tampoco le hablaban de igual a igual, ni sus congéneres la tomaban como ejemplo. Mujeres independientes eran una anomalía de la naturaleza, como los ocupantes exóticos del Zoológico. Podía mirárselas con extrañeza y alivio de mantenerlas a distancia.
La noción moderna de pareja supone cierta igualdad entre sus integrantes. Aunque la Naturaleza establezca roles nítidos para los géneros (la mujer es quien se embaraza y pare, el hombre es quien la embaraza) otros son intercambiables (el hombre o la mujer pueden sostener el hogar, por separado o en forma conjunta, como cuando se trata de lavar los platos o criar los hijos). A pesar de lo anterior, ninguno debería subordinar al otro. La noción de una pareja tan dispar que alguno de los integrantes pase a ser considerado propiedad del otro o carga del otro, sin atisbos de reciprocidad, escandaliza al pensamiento de la modernidad.
Schahriar y Scherezada
En el texto de Las Mil y una Noches, el rey Schariar se entera de que su primera esposa lo ha engañado, a pesar de los recaudos que ha tomado, como mantenerla encerrada en el harem, lejos de los hombres que pudieran quitársela, ordena que la decapiten y a continuación contrae sucesivos matrimonios con vírgenes a las que sus servidores ajustician después de la noche de bodas. Tiene que aparecer Scherezada, para que el monarca se convierta en prisionero virtual de las historias que ella le cuenta por las noches y deja inconclusas al amanecer, con el objeto de salvar su vida.
De no haber sido una eximia narradora y estratega, Scherezada y decenas de jóvenes inocentes hubieran muerto para satisfacer el rencor de Schariar. El único rol que se atribuye a las mujeres, desde las más pérfidas hasta las más inocentes, suele ser para muchas culturas el de reiteradas víctimas de sus parejas masculinas. Que ellas sean inocentes, no cambia demasiado la situación. Más bien facilita el abuso.
En los cuentos de hadas, el poderoso Barba Azul se ha propuesto controlar el comportamiento de las seis esposas que pasaron por su vida, al punto de asesinarlas cuando lo desobedecen, para continuar (sin mayores obstáculos planeados por la sociedad, que no puede ignorar sus crímenes) la decepcionante búsqueda de aquella mujer que se someta a su voluntad, sin oponer ninguna resistencia, como la única forma de salvar la vida.

Según el informe de Amnistía Internacional, durante la Guerra de los Balcanes de fines del siglo XX, en Bosnia-Herzegovina hubo entre veinte mil y cincuenta mil mujeres violadas por los invasores kósovos, mientras que en Kosovo, se calcula que hasta el 50% de las mujeres capaces de reproducir fueron violadas por los invasores serbios. Tragedias como esas marcan de manera perdurable a las naciones. No es que suceda por primera vez. En la actualidad el abuso trasciende el silencio que imponía tradicionalmente la vergüenza, y por lo tanto se denuncia.
¿Cómo imponer los mismos derechos y obligaciones en una pareja que incluye a individuos a quienes la naturaleza y/o la sociedad asignan distintos roles y desiguales cuotas de poder? Los hombres suelen ser designados por el contexto social como cazadores, mientras se define paralelamente a las mujeres como sus presas inevitables. Si un hombre se resiste a acechar y perseguir, tanto como si una mujer se niega a ofrecerse y negarse por turnos, eso afecta a la otra parte, que se desconcierta o reclama por la ruptura de un acuerdo tradicional basado en la disparidad.
Los hombres sospechan de la fidelidad de las mujeres, y no tardan en volverse violentos por ese motivo, aunque no tengan pruebas, mientras que las mujeres sufren el desamor de los hombres, que atribuyen a su propia incapacidad para retenerlos, o a la maldad de otras mujeres decididas a arruinar su relación de pareja.
De un hombre agredido, la sociedad espera (más bien reclama) que no acepte ser exhibido como una víctima pasiva, deshonor de su género, sino que reaccione de inmediato, no solo defendiéndose de la injuria, sino superando a quien lo ofendió, mientras que de una mujer que sufra una situación similar, se aguarda que huya de la amenaza y solicite ayuda (en lo posible, de otros hombres).
Siempre hay lugar para las dudas que afectan de manera desigual a ambos géneros. ¿La víctima femenina fue tan inocente como proclama? ¿El presunto victimario masculino fue tan culpable como se afirma? ¿No se tratará más bien de un pobre hombre, momentáneamente controlado por sus hormonas y la imagen de su género que la sociedad le ha impuesto y él no puede rechazar?