Yo soy la morocha / de mirar
ardiente, / la que en su alma siente / el fuego del amor. / Soy la que al
criollito / más noble y valiente / ama con ardor. (Enrique Saborido y Ángel
Villoldo)
La imagen mítica de la china enamorada del gaucho, que se
sacrifica por él, que tolera sus maltratos y abandono, era figura corriente en
la música popular y los dramones radiotelefónicos de mediados del siglo XX en
Argentina, como hasta pocos años antes lo había sido de los folletines que
incluidos en los periódicos y las representaciones teatrales de los circos.
Hombre y mujer se correspondían de acuerdo a la mentalidad ingenua de la época,
no por ello equitativa, porque la mujer era entendida como una de las
pertenencias del hombre, a la par que su cuchillo, su caballo y su montura, sin
sentirse ofendida por ello ni esperar mejor trato.
La mujer se había entregado con decisión, con ganas de ser
atrapada, al hombre que se había tomado el trabajo de fijarse en ella, y al
hacerlo se comprometía a seguirlo en las circunstancias buenas (poco probables)
y en las malas (demasiado frecuentes) que definían la vida en pareja. Quizás hubiera bastado una mirada ardiente,
como plantea la milonga, un par de frases intercambiadas durante un baile, para
que el contrato pasional entre ambos se sellara.
Una correspondencia tan perfecta como esa, no era de esperar
que existiera en la realidad. Los hombres y mujeres que conocí en mi barrio no
se hubieran atrevido a entregarse a la pasión, porque podía desquiciar una
rutina cotidiana bastante precaria, que les importaba conservar, aunque no se
sintieran demasiado satisfechos con ella. Muy de vez en cuando, alguien violaba
esa norma de autocontrol, como Juanita, la joven esposa del viejo tendero del
barrio, que de un día para el otro lo abandonó como todos esperaban; o la huida
repentina de la madre de un amigo mío, víctima de la violencia doméstica; o la
niña de quince años que se apartó sin aviso de los suyos, para irse con un
hombre casado.
Lejos de convertirse en figuras heroicas, desafiantes de las
convenciones sociales, que preferían dejar todo lo aceptado por la comunidad,
para entregarse al disfrute y el infierno de sus pasiones, entraban en el limbo
de lo inimaginable. Tengo la impresión de que ni siquiera se las condenaba,
porque debían provocar no poca envidia en otras mujeres, más contenidas, por
involucrarse en actitudes tan irresponsables, que hacían retroceder a la
mayoría.
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Alfonsina Storni |
Yo soy esa mujer que vive
alerta, / tú el tremendo varón que se despierta / en un torrente que se
ensancha en río. (Alfonsina Storni: Tú, que nunca serás)
Entre hombres y mujeres se entablaba un diálogo improbable,
por la disparidad de fuerzas puestas en juego. La víctima del acoso sexual
podía resistirse al acosador, se esperaba que lo hiciera (con consecuencias tan
cambiantes, que iban desde el pedido de disculpas de aquel que había molestado
sin imaginar siquiera la posibilidad de ser rechazado, hasta la violación y el
femicidio en los que se hacía caso omiso de la resistencia de la víctima). Cuando
el desencuentro de los géneros ocurría al amparo de la sagrada institución del
matrimonio, la negativa al contacto se volvía cada vez más difícil de
justificar, primero porque el hombre se consideraba con derechos adquiridos
sobre el cuerpo de su pareja, luego porque esa convicción era compartida por la
inmensa mayoría de la sociedad, y finalmente porque los argumentos de la mujer
que se resistiera sonaban falaces: su deber era participar, o en todo caso
entregarse dócilmente a la iniciativa de su pareja.
¿Qué le costaba conceder el favor que se le reclamaba, sin
ofrecerle ninguna satisfacción a cambio, por ejemplo algún regalo, una suma
dinero, incluso una palabra amable, una caricia? Había diferencias fáciles de
percibir entre la condición de esposa y la de prostituta, que no implicaban
mayores ventajas para la primera.
Los hombres podían preguntarse: ¿para qué se casaba una
mujer, si no tomaba en cuenta los trámites de la intimidad sexual? ¿Para
obtener una foto que habría de enmarcar y exhibir ante el mundo, como
testimonio de que no debían acercársele otros hombres? ¿Para que alguien ajeno
al ámbito de la familia paterna, se encargara de mantenerla? ¿Para que sus
amigas no la consideren una fracasada? Casarse, aunque no fuera de blanco, ni
en medio de una celebración ostentosa, ni con la pareja soñada, era la meta de
las mujeres, que dejaba un reguero de víctimas silenciosas.
Nunca tuvo novio, pobrecita. /
¿Por qué el amor no fue / a su jardín humilde de muchacha / a reanimar las
flores de sus años? (Agustín Bardi y Enrique Cadícamo: Nunca tuvo novio)
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Tarjeta postal años `30 |
Que la convivencia con un hombre reanimara a la mujer, no
era tan fácil de comprobar en la realidad. Muchas de las mujeres casadas que
conocí en mi barrio, hacían comentarios desfavorables respecto de sus maridos. Una
de mis tías se refería al hombre que la había acompañado toda la vida como “el
infeliz”. Quizás fuera un juego consentido por ambas partes, puesto que los
hombres no hablaban mejor de sus mujeres. El matrimonio era sinónimo de un
prolongado desengaño para ambos géneros. Cuando mi padre añoraba en un diálogo
con sus amigos el abrazo de la M…., la prostituta del barrio, proclamaba un
desencuentro matrimonial que debió ser una fuente de prolongada infelicidad
para él y su esposa.
¿Cómo podían haber sufrido tal desilusión los maridos, tras
haber dedicado varios años al noviazgo y en muchos casos conocer a sus esposas
desde la infancia? Las acusadas de frialdad o sus madres y parientes debieron
estar muy desinformados respecto de las obligaciones básicas del matrimonio,
cuando pretendían eludirlas. ¿Acaso no era más fácil para ellas aceptar el
acoso del marido, sabiendo que si dejaban de oponerse, el mal rato al que se
encontraban expuestas pasaría pronto, aunque sin duda habría de repetirse
periódicamente, aunque ellas no llegaran a disfrutarlo nunca?
Siempre hay una infinidad de cuestionamientos en la vida de
una pareja, que tienen un común denominador: el rechazo de la intimidad sexual,
vista como una circunstancia de alto riesgo para los participantes. No solo
pueden contagiarse enfermedades venéreas: los hombres quedan demasiado
expuestos en esos momentos a la influencia femenina, con resultados tan
lamentables como la pérdida de su buen nombre. Para los amigos y adversarios, si
los hombres oyeran a las mujeres, si atendieran sus opiniones, serían débiles
de carácter, pollerudos (calzonazos en España, mandilones en México).
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Sumisión masculina |
¿No resulta significativo que en Argentina tantos hombres se
refieran a la patrona, a su señora, sugiriendo una subordinación efectiva de
quien suele ser en la práctica una persona que sufre evidentes desventajas en
la relación? En compensación, al denominarlas la bruja o la gorda, se encargan
de establecer distancias, o lo que es igual, confesar conflictos nada triviales. Por algún
motivo, atribuible a la desinformación, incluso al engaño sistemático de la otra parte, ese hombre no habría
logrado armar la pareja ideal.
Que un hombre aceptara entregarse a una mujer, la suya para
colmo, de acuerdo a esa óptica machista, era concederle un poder excesivo a la hembra, que habría de
alentarla a abusar de su ventajosa posición circunstancial y sentar un pésimo
ejemplo en otras parejas.
En forma paralela, las mujeres que se entregaban quedaban
sometidas a la incertidumbre de un embarazo, que de sorprenderlas solteras las
expondría a todo tipo de marginaciones, y si las encontraba casadas, de todos
modos habría de esclavizarlas durante los meses del embarazo, y más allá, durante
años, obligándolas a no pensar en otra cosa que la crianza de su prole.
Para las culturas paternalistas, la indiferencia sexual o la
frigidez de las mujeres era un dato más que conveniente, incluso tranquilizador,
para los hombres que aspiraban a controlar a las mujeres en otros aspectos de
mayor relevancia social (financieros, educativos, cívicos, religiosos). Si
ellas eran tan carentes de iniciativa en la cama, cabía suponer que tampoco les
importaría reclamar sus derechos en asuntos de mayor relevancia, que
tradicionalmente se habían atribuido a los hombres. Una cultura que otorgaba
desiguales oportunidades y obligaciones a los géneros, establecía conflictos
que podían ignorarse en ocasiones, pero no por ello se resuelvían
satisfactoriamente para ambas partes.
Si las mujeres no experimentaban demasiado placer durante la
actividad sexual que se habían comprometido a mantener con sus esposos, si
ponían todo tipo de excusas para postergarla, resultaba probable que tampoco
intentaran ninguna infracción fuera del matrimonio. Esa situación no les
prometía a las mujeres una mejor calidad de vida, pero sin duda aseguraba la
honra de padres, hermanos, esposos e hijos. No estaba mal visto que ellas renunciaran
al disfrute de su cuerpo, siempre y cuando se encontraran dispuestas a concederlo
a su marido.
De todos modos, la cultura patriarcal acostumbraba a las
mujeres a presentarse como un objeto infalible de atracción masculina. Tarde o
temprano los machos llegarían a solicitarlas, porque fueron programados por la
cultura machista para hacerlo; inevitablemente van a competir entre ellos, tal como
hacen los urogallos o los alces dispuestos a demostrar que son dignos de una
hembra que se quedará con el vencedor. Aunque se sientan dueños del mundo,
ellos van a esperar que ellas los acepten como pareja.
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Giovanni Lanfranco: José y la esposa de Potifar |
Aquellos que no reaccionan de acuerdo a ese mecanismo
biológico elemental, se convierten en un desafío que puede volverlos más
atractivos ante los ojos femeninos. ¿Cómo derribar esa contención inesperada de
algunos machos, inaceptable para el orgullo de la mujer? Durante el peronismo,
la religión católica se enseñaba en las escuelas secundarias. Si uno no era
católico, existía la posibilidad de estudiar Moral, en una clase paralela. La
Historia Bíblica era parte del temario y de pronto brindaba la posibilidad de
hacer bromas nada respetuosas en una materia que exigía lo contrario.
El casto José, que rechaza las insinuaciones de la esposa de
Potifar (no por casualidad la nombrábamos Putifar) no era precisamente un héroe
de la mentalidad machista de entonces. El personaje podía tener virtudes
admirables, como su generosidad con los miembros de su familia que lo habían
perjudicado, hasta su capacidad de administrar sabiamente los negocios de su
patrón, pero la castidad no contribuía a que se lo apreciara más. ¿Acaso las
mujeres no lo tientan? ¿Por qué la indiferencia sexual, una virtud tan
apreciada cuando se piensa en las mujeres, pasa a convertirse en evidente objeto
de escarnio cuando se refiere a la conducta de un hombre?
Los hombres incapaces de controlar sus deseos, son vistos en
el peor de los casos, por la mentalidad dominante, como simples víctimas de un
temperamento apasionado, mientras que las mujeres que caen en la misma
categoría, lo más probable es que sean execradas. ¿Cómo se atreven? Tal ha sido la milenaria
tradición dominante en Oriente y Occidente, donde a nadie se le ocurría
entender que la limitación de la experiencia femenina en el disfrute del sexo,
pueda alimentar conflictos que debieran resolverse gracias a incómodos diálogos
de pareja (“¿Lo pasaste bien?”, “¿Qué te ha gustado más?”, “¿Qué no te ha caído
bien?”) o buscando la intermediación de alguna autoridad competente (desde
consejeros espirituales a psicólogos y médicos) encargados de orientar a
quienes lo consultan sobre una materia tan privada.