domingo, 3 de abril de 2016

Sobre la indiferencia (real o fingida) al sexo (II)


Crlos Gardel
Simular indiferencia al sexo opuesto, aparentar una negativa pudorosa, incluso indignada, al contacto con el hombre que ha tomado la iniciativa del cortejo, aunque solo sea una herramienta más en el proceso de negociación amorosa, ha llegado a ser una de las técnicas más refinadas que emplearon tradicionalmente las mujeres, en las más opuestas culturas. Una escritora y cortesana francesa del siglo XVII, no dudaba en reconocerlo:

La resistencia de una mujer no es siempre una prueba de su virtud, sino más frecuentemente de su experiencia. (Ninón de Lenclos)

Ellas pueden hacerse valer, negándose a suministrar aquello que se les solicita (y se les arrebata con frecuencia) en una cultura que tiende a marginarlas de las iniciativas de todo tipo. Dado que disponen de pocas cartas, deben aprender a utilizarlas bien, porque carecen de otras.
Baile apache años `30
La indiferencia a los reclamos del sexo era una de las virtudes pregonadas (aunque no necesariamente practicada) por el cristianismo, heredada de los grandes filósofos estoicos de la Antigüedad, tanto para los hombres como para las mujeres. De acuerdo a un mito que circuló hace tiempo, el Papa de Roma habría recomendado a las mujeres alemanas que intentaran moverse durante el coito, aunque no sintieran la necesidad de hacerlo, para evitar el pecado nefando en el que habría incurrido un Emperador de ese origen, que llegó a consumar la relación carnal con su esposa, sin advertir que ella estaba muerta. Necrófilo a pesar suyo, la culpa era de una mujer indiferente a los placeres de la carne.
Una mujer que no opone ningún tipo de resistencia (efectiva o fingida) se devalúa ante los ojos masculinos. Katherina, la mujer irascible de La fierecilla domada de William Shakespeare, manifiesta su mala educación ante el pretendiente que le impone su familia, pero no puede eludir una serie de humillaciones a las que él la somete cuando la convierte en su esposa. Las mujeres que no aceptan la dominación masculina, deben ser domadas sin tomar en cuenta su resistencia, es la moraleja de la comedia, tal como se procede con las yeguas salvajes.
Grupo familiar años `40
Si el proceso de adiestramiento en el ámbito de la sexualidad ocurría, al amparo del matrimonio, todo estaba en orden para la sociedad. Ella y él saldrían ganando con el derrumbe de la resistencia femenina. Si el adiestramiento ocurría fuera del matrimonio, él ganaría un trofeo humano, como los que hicieron la fama del coleccionista Giacomo Casanova en el siglo XVIII, y ella perdería toda respetabilidad, pasaría a ser una mujer usada y devaluada, a quien le resultaba improbable rescatar su dignidad.
Pensar que en condiciones tan desiguales, las mujeres pudieran entregarse confiadas a sus parejas, era aceptar la mitología conformista de la industria cultural de la primera mitad del siglo XX, no tan poderosa como la actual, pero no menos tendenciosa.

Yo quiero un hombre copero / de los del tiempo del jopo / que al truco conteste quiero / y en toda banca va al copo. / Tanto me da que sea un pato / y si mi novio preciso / empeño hasta la camisa / y si eso es poco, el colchón. / Mama, yo quiero un novio / que sea milonguero, guapo y compadrón. (Ramón Collazo y Roberto Fontaina: Mama, yo quiero un novio)

¿Para qué querría una mujer con dos dedos de frente, atarse a un hombre irresponsable? Si fuera un estupendo amante, de todos modos la convertiría a ella en un pálido sustituto de su madre proveedora. La indiferencia femenina, en cambio, por difícil de sostener que resultara a una enamorada, rendía mejores frutos: los hombres eran quienes se preocupaban de atraer a las mujeres.
Responder a la pasión de los hombres, excitarlos mediante gestos y palabras, excitarse durante el intento, no eran las estrategias más utilizadas por las mujeres bien consideradas por la comunidad, y definían en cambio la situación de las prostitutas, a las que cabía admirar por sus dotes amatorias, lo cual equivalía a desearlas y despreciarlas al mismo tiempo. Después de todo, ¿de qué modo inaceptable para un hombre celoso podían haber adquirido esas destrezas? Mejor no averiguarlo.
No plantear ninguna resistencia a los avances masculinos en materia sexual, ni suministrarles ningún estímulo después de que las parejas se constituyen legalmente: tales eran los límites planteados por la opinión dominante a las mujeres. Adiestradas por sus madres o libradas a su propio ingenio, ellas dejaban toda la iniciativa a sus parejas.
Egon Schiele: dibujo
En épocas en que se desestimulaba la instrucción de las mujeres, cuando los hombres querían disfrutar un trato más experto en la cama, debían solicitarlo de las profesionales del sexo, que durante milenios han sido adiestradas en esas prácticas, para simular una excitación convincente, siempre y cuando se les compensara por sus servicios. Las prostitutas podían ser despreciadas socialmente, pero no perdían por eso su atractivo. Todo lo contrario. Recurrir a ellas tenía (tiene) para muchos hombres el incentivo de desafiar los tabúes de la sociedad, liberarse de restricciones que habitualmente se respetan.

Los hombres van de putas para sentirse varones. (Fito Páez)

Postal años `30
Las mujeres públicas, compartidas por innumerables clientes, esas que simulan experimentar con todos el mismo placer, para causar una impresión óptima a quienes exigen ese espectáculo privado que reconforta su ego, unen a los hombres que las frecuentan, a sabiendas de que ninguno será tan desubicado para reclamar exclusividad sobre ninguna ellas. Pertenecen por un rato a cualquiera que pague la tarifa estipulada. Alimentar celos o imaginar duraderos proyectos de vida con ellas, relaciones que las quiten de circulación y las reserven para el disfrute de uno solo, son ideas ridículas que pueden concebirse en un momento de entusiasmo, pero al pensarlo mejor se desechan.
Compartir mujeres de mala vida (no al mismo tiempo) establece una camaradería y una complicidad inevitable entre quienes las frecuentan y sin embargo, en la vida social, en caso de encontrarlas, negarían conocerlas. En los prostíbulos nacieron tradicionalmente negocios, amistades, acuerdos masculinos, alimentados por el reconocimiento y la aceptación de las debilidades de todos los que buscaban allí compañía.
En cuanto a las denostadas (por aburridas) esposas legítimas, bajo ninguna circunstancia se aceptaba que pudieran ser compartidas con otros hombres. ¿Cómo tener alguna certeza sobre la filiación de la prole (antes de los infalibles tests de ADN actuales), si la promiscuidad se toleraba? Uno de los temas recurrentes de las radionovelas era la identidad cuestionada de los hijos.
Cuando el engaño era un hecho y la situación no llegaba a ser ocultada, en los tangos se convertía en causal de crimen. La esposa del amigo es sagrada, se dicen tradicionalmente los hombres, unos a otros. En Argentina no había divorcio, gracias a la intercesión de la jerarquía católica. Aquellos que disponían de dinero, se divorciaban en Uruguay o México. Cuando el segundo gobierno de Perón legalizó el divorcio en 1954, se dijo que la Iglesia había decidido romper su alianza con el régimen y lograr su caída. Cuando alguien se atrevía a violar esta norma de fidelidad conyugal, se lo consideraba una traición imperdonable y estallaba una enemistad mortal entre el infractor y el traicionado.
Para la mentalidad masculina, es inaceptable que las esposas disfruten la pasión ilegítima tanto como la legal, y peor aún que en la práctica revelen haber disfrutado más lo ilegítimo que lo legal. Cualquier posibilidad de comparación entre los dos órdenes resulta odiosa, porque se supone que esas mujeres habían quedado reservadas para los hombres que las desposaron, y si por cualquier motivo no disfrutaban demasiado la legalidad, mejor hubieran hecho en resignarse o considerarlo un justo castigo a sus expectativas, porque nada mejor les estaba reservado.

La mujer es como la sombra: si le huyes, te sigue; si la sigues, te huye. (Nicolás Chamfort)

Sobre la indiferencia (real o fingida) al sexo (I)


Yo soy la morocha / de mirar ardiente, / la que en su alma siente / el fuego del amor. / Soy la que al criollito / más noble y valiente / ama con ardor. (Enrique Saborido y Ángel Villoldo)

La imagen mítica de la china enamorada del gaucho, que se sacrifica por él, que tolera sus maltratos y abandono, era figura corriente en la música popular y los dramones radiotelefónicos de mediados del siglo XX en Argentina, como hasta pocos años antes lo había sido de los folletines que incluidos en los periódicos y las representaciones teatrales de los circos. Hombre y mujer se correspondían de acuerdo a la mentalidad ingenua de la época, no por ello equitativa, porque la mujer era entendida como una de las pertenencias del hombre, a la par que su cuchillo, su caballo y su montura, sin sentirse ofendida por ello ni esperar mejor trato.
La mujer se había entregado con decisión, con ganas de ser atrapada, al hombre que se había tomado el trabajo de fijarse en ella, y al hacerlo se comprometía a seguirlo en las circunstancias buenas (poco probables) y en las malas (demasiado frecuentes) que definían la vida en pareja.  Quizás hubiera bastado una mirada ardiente, como plantea la milonga, un par de frases intercambiadas durante un baile, para que el contrato pasional entre ambos se sellara.
Una correspondencia tan perfecta como esa, no era de esperar que existiera en la realidad. Los hombres y mujeres que conocí en mi barrio no se hubieran atrevido a entregarse a la pasión, porque podía desquiciar una rutina cotidiana bastante precaria, que les importaba conservar, aunque no se sintieran demasiado satisfechos con ella. Muy de vez en cuando, alguien violaba esa norma de autocontrol, como Juanita, la joven esposa del viejo tendero del barrio, que de un día para el otro lo abandonó como todos esperaban; o la huida repentina de la madre de un amigo mío, víctima de la violencia doméstica; o la niña de quince años que se apartó sin aviso de los suyos, para irse con un hombre casado.
Lejos de convertirse en figuras heroicas, desafiantes de las convenciones sociales, que preferían dejar todo lo aceptado por la comunidad, para entregarse al disfrute y el infierno de sus pasiones, entraban en el limbo de lo inimaginable. Tengo la impresión de que ni siquiera se las condenaba, porque debían provocar no poca envidia en otras mujeres, más contenidas, por involucrarse en actitudes tan irresponsables, que hacían retroceder a la mayoría.
Alfonsina Storni

Yo soy esa mujer que vive alerta, / tú el tremendo varón que se despierta / en un torrente que se ensancha en río. (Alfonsina Storni: Tú, que nunca serás)

Entre hombres y mujeres se entablaba un diálogo improbable, por la disparidad de fuerzas puestas en juego. La víctima del acoso sexual podía resistirse al acosador, se esperaba que lo hiciera (con consecuencias tan cambiantes, que iban desde el pedido de disculpas de aquel que había molestado sin imaginar siquiera la posibilidad de ser rechazado, hasta la violación y el femicidio en los que se hacía caso omiso de la resistencia de la víctima). Cuando el desencuentro de los géneros ocurría al amparo de la sagrada institución del matrimonio, la negativa al contacto se volvía cada vez más difícil de justificar, primero porque el hombre se consideraba con derechos adquiridos sobre el cuerpo de su pareja, luego porque esa convicción era compartida por la inmensa mayoría de la sociedad, y finalmente porque los argumentos de la mujer que se resistiera sonaban falaces: su deber era participar, o en todo caso entregarse dócilmente a la iniciativa de su pareja.
¿Qué le costaba conceder el favor que se le reclamaba, sin ofrecerle ninguna satisfacción a cambio, por ejemplo algún regalo, una suma dinero, incluso una palabra amable, una caricia? Había diferencias fáciles de percibir entre la condición de esposa y la de prostituta, que no implicaban mayores ventajas para la primera.
Los hombres podían preguntarse: ¿para qué se casaba una mujer, si no tomaba en cuenta los trámites de la intimidad sexual? ¿Para obtener una foto que habría de enmarcar y exhibir ante el mundo, como testimonio de que no debían acercársele otros hombres? ¿Para que alguien ajeno al ámbito de la familia paterna, se encargara de mantenerla? ¿Para que sus amigas no la consideren una fracasada? Casarse, aunque no fuera de blanco, ni en medio de una celebración ostentosa, ni con la pareja soñada, era la meta de las mujeres, que dejaba un reguero de víctimas silenciosas.

Nunca tuvo novio, pobrecita. / ¿Por qué el amor no fue / a su jardín humilde de muchacha / a reanimar las flores de sus años? (Agustín Bardi y Enrique Cadícamo: Nunca tuvo novio)

Tarjeta postal años `30
Que la convivencia con un hombre reanimara a la mujer, no era tan fácil de comprobar en la realidad. Muchas de las mujeres casadas que conocí en mi barrio, hacían comentarios desfavorables respecto de sus maridos. Una de mis tías se refería al hombre que la había acompañado toda la vida como “el infeliz”. Quizás fuera un juego consentido por ambas partes, puesto que los hombres no hablaban mejor de sus mujeres. El matrimonio era sinónimo de un prolongado desengaño para ambos géneros. Cuando mi padre añoraba en un diálogo con sus amigos el abrazo de la M…., la prostituta del barrio, proclamaba un desencuentro matrimonial que debió ser una fuente de prolongada infelicidad para él y su esposa.
¿Cómo podían haber sufrido tal desilusión los maridos, tras haber dedicado varios años al noviazgo y en muchos casos conocer a sus esposas desde la infancia? Las acusadas de frialdad o sus madres y parientes debieron estar muy desinformados respecto de las obligaciones básicas del matrimonio, cuando pretendían eludirlas. ¿Acaso no era más fácil para ellas aceptar el acoso del marido, sabiendo que si dejaban de oponerse, el mal rato al que se encontraban expuestas pasaría pronto, aunque sin duda habría de repetirse periódicamente, aunque ellas no llegaran a disfrutarlo nunca?
Siempre hay una infinidad de cuestionamientos en la vida de una pareja, que tienen un común denominador: el rechazo de la intimidad sexual, vista como una circunstancia de alto riesgo para los participantes. No solo pueden contagiarse enfermedades venéreas: los hombres quedan demasiado expuestos en esos momentos a la influencia femenina, con resultados tan lamentables como la pérdida de su buen nombre. Para los amigos y adversarios, si los hombres oyeran a las mujeres, si atendieran sus opiniones, serían débiles de carácter, pollerudos (calzonazos en España, mandilones en México).
Sumisión masculina
¿No resulta significativo que en Argentina tantos hombres se refieran a la patrona, a su señora, sugiriendo una subordinación efectiva de quien suele ser en la práctica una persona que sufre evidentes desventajas en la relación? En compensación, al denominarlas la bruja o la gorda, se encargan de establecer distancias, o lo que es igual, confesar conflictos nada triviales. Por algún motivo, atribuible a la desinformación, incluso al engaño sistemático de la otra parte, ese hombre no habría logrado armar la pareja ideal.
Que un hombre aceptara entregarse a una mujer, la suya para colmo, de acuerdo a esa óptica machista, era concederle un poder excesivo a la hembra, que habría de alentarla a abusar de su ventajosa posición circunstancial y sentar un pésimo ejemplo en otras parejas.
En forma paralela, las mujeres que se entregaban quedaban sometidas a la incertidumbre de un embarazo, que de sorprenderlas solteras las expondría a todo tipo de marginaciones, y si las encontraba casadas, de todos modos habría de esclavizarlas durante los meses del embarazo, y más allá, durante años, obligándolas a no pensar en otra cosa que la crianza de su prole.
Para las culturas paternalistas, la indiferencia sexual o la frigidez de las mujeres era un dato más que conveniente, incluso tranquilizador, para los hombres que aspiraban a controlar a las mujeres en otros aspectos de mayor relevancia social (financieros, educativos, cívicos, religiosos). Si ellas eran tan carentes de iniciativa en la cama, cabía suponer que tampoco les importaría reclamar sus derechos en asuntos de mayor relevancia, que tradicionalmente se habían atribuido a los hombres. Una cultura que otorgaba desiguales oportunidades y obligaciones a los géneros, establecía conflictos que podían ignorarse en ocasiones, pero no por ello se resuelvían satisfactoriamente para ambas partes.
Si las mujeres no experimentaban demasiado placer durante la actividad sexual que se habían comprometido a mantener con sus esposos, si ponían todo tipo de excusas para postergarla, resultaba probable que tampoco intentaran ninguna infracción fuera del matrimonio. Esa situación no les prometía a las mujeres una mejor calidad de vida, pero sin duda aseguraba la honra de padres, hermanos, esposos e hijos. No estaba mal visto que ellas renunciaran al disfrute de su cuerpo, siempre y cuando se encontraran dispuestas a concederlo a su marido.
De todos modos, la cultura patriarcal acostumbraba a las mujeres a presentarse como un objeto infalible de atracción masculina. Tarde o temprano los machos llegarían a solicitarlas, porque fueron programados por la cultura machista para hacerlo; inevitablemente van a competir entre ellos, tal como hacen los urogallos o los alces dispuestos a demostrar que son dignos de una hembra que se quedará con el vencedor. Aunque se sientan dueños del mundo, ellos van a esperar que ellas los acepten como pareja.
Giovanni Lanfranco: José y la esposa de Potifar
Aquellos que no reaccionan de acuerdo a ese mecanismo biológico elemental, se convierten en un desafío que puede volverlos más atractivos ante los ojos femeninos. ¿Cómo derribar esa contención inesperada de algunos machos, inaceptable para el orgullo de la mujer? Durante el peronismo, la religión católica se enseñaba en las escuelas secundarias. Si uno no era católico, existía la posibilidad de estudiar Moral, en una clase paralela. La Historia Bíblica era parte del temario y de pronto brindaba la posibilidad de hacer bromas nada respetuosas en una materia que exigía lo contrario.
El casto José, que rechaza las insinuaciones de la esposa de Potifar (no por casualidad la nombrábamos Putifar) no era precisamente un héroe de la mentalidad machista de entonces. El personaje podía tener virtudes admirables, como su generosidad con los miembros de su familia que lo habían perjudicado, hasta su capacidad de administrar sabiamente los negocios de su patrón, pero la castidad no contribuía a que se lo apreciara más. ¿Acaso las mujeres no lo tientan? ¿Por qué la indiferencia sexual, una virtud tan apreciada cuando se piensa en las mujeres, pasa a convertirse en evidente objeto de escarnio cuando se refiere a la conducta de un hombre?
Los hombres incapaces de controlar sus deseos, son vistos en el peor de los casos, por la mentalidad dominante, como simples víctimas de un temperamento apasionado, mientras que las mujeres que caen en la misma categoría, lo más probable es que sean execradas.  ¿Cómo se atreven? Tal ha sido la milenaria tradición dominante en Oriente y Occidente, donde a nadie se le ocurría entender que la limitación de la experiencia femenina en el disfrute del sexo, pueda alimentar conflictos que debieran resolverse gracias a incómodos diálogos de pareja (“¿Lo pasaste bien?”, “¿Qué te ha gustado más?”, “¿Qué no te ha caído bien?”) o buscando la intermediación de alguna autoridad competente (desde consejeros espirituales a psicólogos y médicos) encargados de orientar a quienes lo consultan sobre una materia tan privada.