Antonio Berni:Juanito Laguna |
El crédito era una forma poco frecuente de organizar la vida
cotidiana y no se encontraba al alcance de cualquiera. ¿Pueden concebir que
esto haya sido así, los miembros de las nuevas generaciones, que crecieron
acostumbrados a pagar con tarjetas de crédito, cualquier oportunidad que se les
cruza en el camino y les resulte atractiva, dejando de lado cualquier
preocupación sobre la forma en que la deuda contraída será saldada?
En nuestros días, los centros
de compras suelen ser diseñados teniendo en cuenta la rápida aparición y la
veloz extinción de las ganas, y no considerando el engorroso lento cultivo y
maduración del deseo. El único deseo que debe emanar de una visita al centro de
compras es el de repetir, una y otra vez, el jubiloso momento en que uno “se
deja llevar” y permite que su propio anhelo diriga la escena, sin ningún
libreto prefijado. (Zygmunt Bauman: Amor líquido: sobre el amor y el deseo)
En el pasado, se nos aleccionaba para que demoráramos
satisfacciones grandes o pequeñas, como demostración de carácter y promesa de
vagas recompensas futuras (desde el respeto de los vecinos a la vida eterna).
En las escuelas se incentivaba el ahorro de los estudiantes, mediante la
distribución de alcancías en las que uno depositaba las monedas que hubiera
podido emplear en comprar caramelos, o libretas de ahorro que se suponía
abiertas para efectuar depósitos regulares, que permitirían obtener modestos
intereses anuales.
Tocador victoriano |
Solo hay una fuerza motriz: el
deseo. (Aristóteles)
Una excepción era la ropa de trabajo, como la de Coppa y
Chego, que estaba bien cortada, venía en una variedad de medidas y resultaba
indestructible. La publicidad mostraba a un forzudo que disputaba una chaqueta
a un mastín. Eso era antes de que los blujeans
de marca aparecieran en el mercado, con un modelo único, que se venía
reproduciendo desde el siglo XIX. Después de todo, no era algo que uno luciera
para estar a la moda. Si las prendas se desteñían o gastaban, no se trataba de
un intento de diferenciarse de la masa de consumidores, sino parte inevitable
de su vida útil.
La alternativa del remiendo (tengo la impresión de que hoy
es una destreza desaparecida) prolongaba la vida útil de las prendas de vestir,
más allá de cualquier dictamen de la moda. Uno debía conformarse con lo que
tenía, probablemente porque no podía conseguir nada parecido o superior.
Recuerdo el reemplazo de los puños o el cuello de una camisa que habían
comenzado a deshilacharse por el lavado y el planchado, el empleo de parches de
terciopelo para prolongar el uso de una chaqueta cuyo cuello o los codos se
habían manchado por el uso.
Nada de eso nos avergonzaba como una confesión de pobreza,
puesto que la gente alardeaba de ser “pobre pero honrada”, no de tener lo que
precariamente se ha conseguido a crédito. Más bien eran una demostración de ingenio,
de criterio para aprovechar la escasez, como hacer salpicón de ave o la llamada
ropa vieja, de ancestro español, con los restos de una comida que había
requerido mayores gastos.
No era que la idea de aspirar a un tren de vida más
desahogado se repudiara, sino que se suponía que cualquier recurso debía
aprovecharse al máximo, hallando satisfacción en la habilidad demostrada para
lograr ese objetivo. Sin duda, es una actitud muy distinta a la que lleva hoy a
endeudarse, impulsada por la urgencia de disfrutar de inmediato lo que se desea
(incluso aquello que solo se cree desear, porque se encuentra de moda).
Las medias de mujer que tenían puntos corridos, se zurcían
bajo una lupa. Las zurcidoras casi siempre miopes, gozaban de prestigio por su
paciencia y los resultados, en el mejor de los casos imperceptibles, de su
trabajo. No eran signos de un apego irracional a lo usado y desgastado, sino de
un empleo prudente de los recursos, una glorificación de la paciencia, virtud
hoy desaparecida. ¿Por qué perder tiempo y poner en juego tanta dedicación, se
dice el consumidor actual, cuando es más fácil comprar algo nuevo, generalmente
sin necesidad de sufrir la incomodidad de pagarlo al contado?
Comprar en un comercio exigía en el pasado dialogar con el
propietario o el dependiente, que en muchos casos explicaban las reglas de uso
de lo que vendían. Ellos pesaban o medían la mercancía, y luego de que la
pagaran o quedara anotada en una libreta, la entregaban. Podían comprarse
pequeñas cantidades (medio kilo de tal cosa, un cuarto de esta otra, cien
gramos, medio metro de una tela) o de acuerdo a la cantidad de dinero que cada
uno estaba dispuesto a invertir en la compra (tanto de clavos, tanto de pan).
Pocos productos se encontraban allí donde los alcanzara
cómodamente la mano del comprador, según resulta usual en los supermercados de
la actualidad. Podían ser vistos y solicitados, pero no tocados, al menos hasta
comprometerse la compra. Tampoco había Ofertas de la Semana, ni Días de
Descuento. Con eso se disminuía la tentación y el impulso no meditado, que
tienen tanto peso en las compras de los consumidores actuales. En las tiendas
tradicionales, solo las mesas de saldos que se organizaban una vez por mes,
permitían que las compradoras tocaran la mercancía (y hasta se la disputaran,
de acuerdo a las historias que contaban mis tías).
Las latas de conservas eran exhibidas en los estantes del
almacén de mi padre, con sus relucientes etiquetas impresas en colores, pero no
eran muchos los compradores que las solicitaban (por lo general, hombres
solteros) y en la casa, nosotros tampoco las consumíamos. Había albóndigas en
salsa, fabada gallega, ravioles a la boloñesa, duraznos en almíbar. Mi madre no
recurría a la comida enlatada que tenía a mano, por indispuesta que pudiera sentirse
cuando debía alimentar a una familia de seis personas. Hacerlo hubiera sido lo
mismo que confesar que no servía para encargarse de las tareas básicas que
parientes y maestros le habían informado que ella y nadie más debía realizar, a
partir del momento de casarse, y no era posible volver atrás, por agobiante que
le parecieran.
Ocupar mucho tiempo cocinando, era un estilo de vida razonable
para las amas de casa. El caldo se obtenía después de varias horas de tener los
ingredientes hirviendo a fuego lento, espumándolo repetidamente, para que no
quedara grasoso. La posibilidad de utilizar cubos de caldo industriales, que
reducían el proceso a unos pocos minutos, no figuraba entre las expectativas de
mi madre. Desde un siglo antes se conocía el extracto de carne, fuertemente
condimentado, con el que se elaboraban salsas en el hotel de mi abuelo, pero
dudo que mi padre hubiera aceptado tanta simplificación en su casa.
En ocasiones como las fiestas de fin de año, abríamos sin la
menor carga de conciencia, perfumadas cajas de galletitas azucaradas con formas
de animales o budín inglés de Bagley, porque mi madre no confiaba en su
habilidad para pesar los ingredientes y seguir las instrucciones de un libro de
cocina. Cuando queríamos consumir salsa de tomates fuera de la temporada de
cosecha de tomates, se recurría a la elaboración de conservas de paciente
elaboración (mi madre no lograba controlar las cantidades correctas de ácido
salicílico). El dulce de leche o el de zapallo se cocían a fuego lento, durante
horas, en la cocina de leña. Tanto los niños como los adultos, nos turnábamos
en la tarea de revolver las grandes ollas con cucharas de palo, para que las
golosinas que iban a ser consumidas sin apuro, durante semanas o meses, no se
pegaran en el fondo.
La comida chatarra (fast
food) apareció a mediados del siglo XX, primero en las grandes ciudades,
luego en todo el país. Eso de comprar una pizza (incluso una pre-pizza) que
reemplazara a un almuerzo, unas hamburguesas congeladas que fueran consumidas
en lugar de un buen trozo de carne vacuna, con huesos y grasa, pareció
inicialmente un insulto a las destrezas de las mujeres de la casa, o una
confesión de holgazanería femenina que los hombres condenaban. En apenas una
generación, la resistencia inicial había desaparecido y sospecho que buena
parte de las destrezas tradicionales también.
Café en grano |
Me tocó asistir a la llegaba del café instantáneo, que
permitía disfrutarlo en un, dos, tres segundos, de acuerdo a la publicidad.
Antes de eso, me recuerdo moliendo granos de café para el cuarto de kilo que
esperaba un cliente en el salón de ventas, utilizando un molino que había
quedado desde la época de mi abuelo, en la trastienda del comercio de mi padre.
La posibilidad de que el café hubiera sido tostado (torrado era el término
específico) significó una gran ayuda para los consumidores, porque hasta entonces
el paquete de granos debía tostarse previamente con azúcar, para luego molerlo,
y solo entonces quedaba en condiciones de preparar la infusión que uno quería
beber. El proceso era lento y el resultado dispar, a diferencia de la
uniformidad que prometía el café instantáneo. Por eso no fue de extrañar que la
novedad se impusiera a pesar del gusto metálico que al comienzo uno descubría
en la infusión.
Durante los años `40, íbamos a comprar leche a la casa de
unos vecinos, que tenían un tambo. Llevábamos entre dos un pesado tarro lechero
que se venía usando desde hacía décadas. Con frecuencia, ordeñaban la leche
delante de nosotros. A los niños nos ofrecían un vaso de leche tibia, espumosa
y dulzona. Cuando esa leche se agriaba en casa, se la dejábamos a los patos,
mezclada con afrecho, porque desconocíamos la posibilidad de consumirla como
yogur, kefir, ricota o requesón. Por lo tanto, estábamos menos informados,
imaginábamos un universo de consumo bastante más estrecho que el actual, pero
al mismo tiempo apreciábamos más lo tal vez poco que teníamos.
A mediados del siglo XX, las latas de leche condensada
podían ser vistas como una golosina infrecuente o un recurso de emergencia,
cuando no había nada más adecuado para el desayuno. Los envases de leche en polvo
aparecieron después y a pesar de la comodidad que prometían, era opinión
generalizada que dejaban mucho que desear. No se conseguía disolverla bien, por
lo que había que lidiar con grumos o un residuo sospechoso, que identificábamos
con tiza y adulteración del producto, aunque tal vez no fuera otra cosa que la
evidencia de un procesado inadecuado, del cual nosotros, los mismos usuarios,
hubiéramos debido responsabilizarnos.
Las madres amamantaban a sus hijos, una tarea que no estaba
al alcance de todas (algunas, como mi madre, debían recurrir a un ama de cría
de la vecindad, como hizo conmigo). La lactancia les insumía un tiempo
considerable y una gran dosis de paciencia, antes de la industria les
prometiera liberarlas de algo que no había sido considerado una esclavitud,
sino un nexo insustituible, necesario, entre madre e hijo. Hasta los médicos
recomendaban la novedad ¿Cómo extrañarse de que el apego se hubiera debilitado?
Una generación antes de la mía, las familias se alimentaban
con la producción de las huertas que sembraban, con la leche de las vacas que
ordeñaban, con la carne de las gallinas que debían atrapar en su corral, para
faenarlas y desplumarlas a continuación. Todo requería dedicación, destreza,
paciencia, colaboración, características que se han ido debilitando en una
época en que la búsqueda de una satisfacción inmediata contribuye a la
sensación de frustración de aquellos que ahora no la obtienen o que no pueden
disfrutarla cuando se supone que la obtuvieron.
Durante mi infancia, tuve la oportunidad de asistir al final
de una época en que la unidad productiva establecida en torno a cada familia,
se encargaba de la mayor parte de sus insumos. Esa autosuficiencia requería
destrezas variadísimas de todos los miembros del grupo, desde muy temprano; la
formación de valores tales como la responsabilidad y la paciencia, mientras determinaba
un tipo de relación entre todos ellos, que hoy cuesta imaginar. ¿Qué duda cabe?
La industria se impuso, desplazando a las relaciones familiares, aislando a sus
integrantes, para convertirlos en consumidores. Gracias al progreso, mucho se
perdió.