viernes, 21 de agosto de 2015

Promesas (no siempre cumplidas) de satisfacción inmediata (I)


Antonio Berni:Juanito Laguna
En el curso de mi vida fui testigo de la disolución de una vieja perspectiva del mundo, aquella que suponía la necesidad de concentrar los esfuerzos personales y los de un grupo solidario, para conseguir cualquier cosa que se considerara de cierto valor. La gente ahorraba, por lo general, postergando la satisfacción de sus deseos de consumidor, con el objeto de reunir el efectivo que le permitiera comprar algo al contado. Como ese capital se guardaba debajo del colchón o en un rincón que se suponía seguro del ropero, las instituciones bancarias no identificaban ni tentaban al común de la gente con ofertas de crédito plagadas de engañosa letra chica y a la larga penosas de solventar.
El crédito era una forma poco frecuente de organizar la vida cotidiana y no se encontraba al alcance de cualquiera. ¿Pueden concebir que esto haya sido así, los miembros de las nuevas generaciones, que crecieron acostumbrados a pagar con tarjetas de crédito, cualquier oportunidad que se les cruza en el camino y les resulte atractiva, dejando de lado cualquier preocupación sobre la forma en que la deuda contraída será saldada?

En nuestros días, los centros de compras suelen ser diseñados teniendo en cuenta la rápida aparición y la veloz extinción de las ganas, y no considerando el engorroso lento cultivo y maduración del deseo. El único deseo que debe emanar de una visita al centro de compras es el de repetir, una y otra vez, el jubiloso momento en que uno “se deja llevar” y permite que su propio anhelo diriga la escena, sin ningún libreto prefijado. (Zygmunt Bauman: Amor líquido: sobre el amor y el deseo)

En el pasado, se nos aleccionaba para que demoráramos satisfacciones grandes o pequeñas, como demostración de carácter y promesa de vagas recompensas futuras (desde el respeto de los vecinos a la vida eterna). En las escuelas se incentivaba el ahorro de los estudiantes, mediante la distribución de alcancías en las que uno depositaba las monedas que hubiera podido emplear en comprar caramelos, o libretas de ahorro que se suponía abiertas para efectuar depósitos regulares, que permitirían obtener modestos intereses anuales.
Tocador victoriano
Los objetos que utilicé en mi infancia no pasaban nunca de moda (mejor dicho, el tema de su vigencia u obsolescencia por el gusto, no entraba en consideración). Los muebles de la familia pasaban de generación en generación. En el peor de los casos, se reciclaban de acuerdo al criterio de los nuevos tiempos, como hicieron mi madre y mi tía Matilde con un tocador victoriano, del que suprimieron la ornamentada parte superior y conservaron el espejo biselado, que en adelante debió apoyarse precariamente en la pared, siguiendo los consejos de alguna revista femenina, que no debe haber planteado la conveniencia de sustituir esas antiguallas de calidad por muebles modernos. Habían sido fabricados para durar indefinidamente, utilizando una caoba que no había perdido su aroma varias décadas más tarde, y podían ser reparados por cualquier adulto que estuviera dispuesto a intentarlo, utilizando recursos fáciles de encontrar, cada vez que resultara necesario.

Solo hay una fuerza motriz: el deseo. (Aristóteles)

La actual fiebre de los consumidores por estar al día, con el objeto de sumarse a una temida mayoría, que de no saberse obedecida los discriminaría, en el idéntico disfrute de lo último que acaba de lanzar la industria, como si se estuviera asistiendo a un examen que puede ser desaprobado, no existía en mi infancia, y de manifestarse en alguien hubiera sido evaluada como la evidencia de una inmadurez intolerable incluso entre los niños. Estar In o Out no era una preocupación para nadie. Más aún: ¿a quién se le hubiera ocurrido la necesidad de emplear esa terminología gringa?
La ropa que conocí en mi infancia, se fabricaba prenda por prenda, a la medida del usuario y se sometía a varias pruebas, para eso había tantas modistas y tantos sastres disponibles en la vecindad, a los que nunca faltaba trabajo, porque la ropa de confección, prometida en los catálogos de Gath & Chaves, parecía una alternativa distante, poco confiable (¿cómo podía ser eso de encargarla sin haberla tocado, comprometiéndose sin embargo a pagarla contra reembolso?). Las tiendas del centro de San Pedro ofrecían telas y accesorios, rara vez prendas más elaboradas. Las revistas femeninas que compraban mis tías, como Labores y Vosotras, incluían laberínticos patrones que las lectoras debían descifrar, para coser ellas mismas sus ropas.
Una excepción era la ropa de trabajo, como la de Coppa y Chego, que estaba bien cortada, venía en una variedad de medidas y resultaba indestructible. La publicidad mostraba a un forzudo que disputaba una chaqueta a un mastín. Eso era antes de que los blujeans de marca aparecieran en el mercado, con un modelo único, que se venía reproduciendo desde el siglo XIX. Después de todo, no era algo que uno luciera para estar a la moda. Si las prendas se desteñían o gastaban, no se trataba de un intento de diferenciarse de la masa de consumidores, sino parte inevitable de su vida útil.
La alternativa del remiendo (tengo la impresión de que hoy es una destreza desaparecida) prolongaba la vida útil de las prendas de vestir, más allá de cualquier dictamen de la moda. Uno debía conformarse con lo que tenía, probablemente porque no podía conseguir nada parecido o superior. Recuerdo el reemplazo de los puños o el cuello de una camisa que habían comenzado a deshilacharse por el lavado y el planchado, el empleo de parches de terciopelo para prolongar el uso de una chaqueta cuyo cuello o los codos se habían manchado por el uso.
Nada de eso nos avergonzaba como una confesión de pobreza, puesto que la gente alardeaba de ser “pobre pero honrada”, no de tener lo que precariamente se ha conseguido a crédito. Más bien eran una demostración de ingenio, de criterio para aprovechar la escasez, como hacer salpicón de ave o la llamada ropa vieja, de ancestro español, con los restos de una comida que había requerido mayores gastos.
No era que la idea de aspirar a un tren de vida más desahogado se repudiara, sino que se suponía que cualquier recurso debía aprovecharse al máximo, hallando satisfacción en la habilidad demostrada para lograr ese objetivo. Sin duda, es una actitud muy distinta a la que lleva hoy a endeudarse, impulsada por la urgencia de disfrutar de inmediato lo que se desea (incluso aquello que solo se cree desear, porque se encuentra de moda).
Las medias de mujer que tenían puntos corridos, se zurcían bajo una lupa. Las zurcidoras casi siempre miopes, gozaban de prestigio por su paciencia y los resultados, en el mejor de los casos imperceptibles, de su trabajo. No eran signos de un apego irracional a lo usado y desgastado, sino de un empleo prudente de los recursos, una glorificación de la paciencia, virtud hoy desaparecida. ¿Por qué perder tiempo y poner en juego tanta dedicación, se dice el consumidor actual, cuando es más fácil comprar algo nuevo, generalmente sin necesidad de sufrir la incomodidad de pagarlo al contado?
Comprar en un comercio exigía en el pasado dialogar con el propietario o el dependiente, que en muchos casos explicaban las reglas de uso de lo que vendían. Ellos pesaban o medían la mercancía, y luego de que la pagaran o quedara anotada en una libreta, la entregaban. Podían comprarse pequeñas cantidades (medio kilo de tal cosa, un cuarto de esta otra, cien gramos, medio metro de una tela) o de acuerdo a la cantidad de dinero que cada uno estaba dispuesto a invertir en la compra (tanto de clavos, tanto de pan).
Pocos productos se encontraban allí donde los alcanzara cómodamente la mano del comprador, según resulta usual en los supermercados de la actualidad. Podían ser vistos y solicitados, pero no tocados, al menos hasta comprometerse la compra. Tampoco había Ofertas de la Semana, ni Días de Descuento. Con eso se disminuía la tentación y el impulso no meditado, que tienen tanto peso en las compras de los consumidores actuales. En las tiendas tradicionales, solo las mesas de saldos que se organizaban una vez por mes, permitían que las compradoras tocaran la mercancía (y hasta se la disputaran, de acuerdo a las historias que contaban mis tías).
Las latas de conservas eran exhibidas en los estantes del almacén de mi padre, con sus relucientes etiquetas impresas en colores, pero no eran muchos los compradores que las solicitaban (por lo general, hombres solteros) y en la casa, nosotros tampoco las consumíamos. Había albóndigas en salsa, fabada gallega, ravioles a la boloñesa, duraznos en almíbar. Mi madre no recurría a la comida enlatada que tenía a mano, por indispuesta que pudiera sentirse cuando debía alimentar a una familia de seis personas. Hacerlo hubiera sido lo mismo que confesar que no servía para encargarse de las tareas básicas que parientes y maestros le habían informado que ella y nadie más debía realizar, a partir del momento de casarse, y no era posible volver atrás, por agobiante que le parecieran.

Ocupar mucho tiempo cocinando, era un estilo de vida razonable para las amas de casa. El caldo se obtenía después de varias horas de tener los ingredientes hirviendo a fuego lento, espumándolo repetidamente, para que no quedara grasoso. La posibilidad de utilizar cubos de caldo industriales, que reducían el proceso a unos pocos minutos, no figuraba entre las expectativas de mi madre. Desde un siglo antes se conocía el extracto de carne, fuertemente condimentado, con el que se elaboraban salsas en el hotel de mi abuelo, pero dudo que mi padre hubiera aceptado tanta simplificación en su casa.

En ocasiones como las fiestas de fin de año, abríamos sin la menor carga de conciencia, perfumadas cajas de galletitas azucaradas con formas de animales o budín inglés de Bagley, porque mi madre no confiaba en su habilidad para pesar los ingredientes y seguir las instrucciones de un libro de cocina. Cuando queríamos consumir salsa de tomates fuera de la temporada de cosecha de tomates, se recurría a la elaboración de conservas de paciente elaboración (mi madre no lograba controlar las cantidades correctas de ácido salicílico). El dulce de leche o el de zapallo se cocían a fuego lento, durante horas, en la cocina de leña. Tanto los niños como los adultos, nos turnábamos en la tarea de revolver las grandes ollas con cucharas de palo, para que las golosinas que iban a ser consumidas sin apuro, durante semanas o meses, no se pegaran en el fondo.
La comida chatarra (fast food) apareció a mediados del siglo XX, primero en las grandes ciudades, luego en todo el país. Eso de comprar una pizza (incluso una pre-pizza) que reemplazara a un almuerzo, unas hamburguesas congeladas que fueran consumidas en lugar de un buen trozo de carne vacuna, con huesos y grasa, pareció inicialmente un insulto a las destrezas de las mujeres de la casa, o una confesión de holgazanería femenina que los hombres condenaban. En apenas una generación, la resistencia inicial había desaparecido y sospecho que buena parte de las destrezas tradicionales también.
Café en grano
Me tocó asistir a la llegaba del café instantáneo, que permitía disfrutarlo en un, dos, tres segundos, de acuerdo a la publicidad. Antes de eso, me recuerdo moliendo granos de café para el cuarto de kilo que esperaba un cliente en el salón de ventas, utilizando un molino que había quedado desde la época de mi abuelo, en la trastienda del comercio de mi padre. La posibilidad de que el café hubiera sido tostado (torrado era el término específico) significó una gran ayuda para los consumidores, porque hasta entonces el paquete de granos debía tostarse previamente con azúcar, para luego molerlo, y solo entonces quedaba en condiciones de preparar la infusión que uno quería beber. El proceso era lento y el resultado dispar, a diferencia de la uniformidad que prometía el café instantáneo. Por eso no fue de extrañar que la novedad se impusiera a pesar del gusto metálico que al comienzo uno descubría en la infusión.
Durante los años `40, íbamos a comprar leche a la casa de unos vecinos, que tenían un tambo. Llevábamos entre dos un pesado tarro lechero que se venía usando desde hacía décadas. Con frecuencia, ordeñaban la leche delante de nosotros. A los niños nos ofrecían un vaso de leche tibia, espumosa y dulzona. Cuando esa leche se agriaba en casa, se la dejábamos a los patos, mezclada con afrecho, porque desconocíamos la posibilidad de consumirla como yogur, kefir, ricota o requesón. Por lo tanto, estábamos menos informados, imaginábamos un universo de consumo bastante más estrecho que el actual, pero al mismo tiempo apreciábamos más lo tal vez poco que teníamos.
A mediados del siglo XX, las latas de leche condensada podían ser vistas como una golosina infrecuente o un recurso de emergencia, cuando no había nada más adecuado para el desayuno. Los envases de leche en polvo aparecieron después y a pesar de la comodidad que prometían, era opinión generalizada que dejaban mucho que desear. No se conseguía disolverla bien, por lo que había que lidiar con grumos o un residuo sospechoso, que identificábamos con tiza y adulteración del producto, aunque tal vez no fuera otra cosa que la evidencia de un procesado inadecuado, del cual nosotros, los mismos usuarios, hubiéramos debido responsabilizarnos.
Las madres amamantaban a sus hijos, una tarea que no estaba al alcance de todas (algunas, como mi madre, debían recurrir a un ama de cría de la vecindad, como hizo conmigo). La lactancia les insumía un tiempo considerable y una gran dosis de paciencia, antes de la industria les prometiera liberarlas de algo que no había sido considerado una esclavitud, sino un nexo insustituible, necesario, entre madre e hijo. Hasta los médicos recomendaban la novedad ¿Cómo extrañarse de que el apego se hubiera debilitado?
Una generación antes de la mía, las familias se alimentaban con la producción de las huertas que sembraban, con la leche de las vacas que ordeñaban, con la carne de las gallinas que debían atrapar en su corral, para faenarlas y desplumarlas a continuación. Todo requería dedicación, destreza, paciencia, colaboración, características que se han ido debilitando en una época en que la búsqueda de una satisfacción inmediata contribuye a la sensación de frustración de aquellos que ahora no la obtienen o que no pueden disfrutarla cuando se supone que la obtuvieron.
Durante mi infancia, tuve la oportunidad de asistir al final de una época en que la unidad productiva establecida en torno a cada familia, se encargaba de la mayor parte de sus insumos. Esa autosuficiencia requería destrezas variadísimas de todos los miembros del grupo, desde muy temprano; la formación de valores tales como la responsabilidad y la paciencia, mientras determinaba un tipo de relación entre todos ellos, que hoy cuesta imaginar. ¿Qué duda cabe? La industria se impuso, desplazando a las relaciones familiares, aislando a sus integrantes, para convertirlos en consumidores. Gracias al progreso, mucho se perdió.