jueves, 16 de julio de 2015

El mundo inimaginable, sin los medios de comunicación


Herbert Marcusse
¿Se puede realmente diferenciar entre los medios de comunicación de masas como instrumentos de información y diversión, y como medios de manipulación y adoctrinamiento? (Herbert Marcuse)
Antes de los teléfonos móviles y los mensajes de texto (hace apenas una década, a pesar de la incredulidad de los jóvenes, a quienes cuesta concebir que el mundo existiera antes de nacer ellos) la comunicación a través de los medios se había desarrollado, aunque se encontraba reducida a límites que en la actualidad impresionan como los propios de un paraíso perdido, irrecuperable, en más de un sentido también temible, tal como la vida sobre el planeta es representada en películas de ambientación postapocalíptica.  La inexistencia de la actual tecnología de las telecomunicaciones es equiparada a un virtual fin del mundo, un desastre imposible de tolerar.
Teléfono celular
La gente de hoy supone que debe permanecer disponible para la comunicación instantánea, conectada a las redes sociales todo el tiempo, como si de eso dependieran sus vidas. En los teatros e iglesias, se advierte a los concurrentes que los teléfonos tienen que ser apagados, porque en un caso deterioran la solemnidad del culto y en el otro dispersan la atención de otros espectadores. En las salas de clases, los docentes deben vigilar las miradas nerviosas de estudiantes, que a pesar de las avisos previos, consultan las pantallas de los celulares, al amparo de los pupitres o disimulados entre sus ropas. En los aviones, los tripulantes informan a los pasajeros sobre la prohibición de utilizar los celulares durante el despegue o aterrizaje, para que no interfieran con las comunicaciones con la torre de control, de las cuales depende la suerte de todos.


En Twitter o Facebook importa más entrar en contacto que comunicar contenidos. ¿No es eso lo que muestra el hecho que incluso en las reuniones niños y adultos miren obsesivamente sus Smart phones como esperando una noticia que podría cambiarles la vida? (Carlos Peña: La fantasía de las redes)

La gente que se conoce, ya no se visita como antes, ni se llama por teléfono para entablar un diálogo, cuando le resulta más cómodo mandar un SMS. Muchos no se toman el trabajo de encontrarse con amigos, cuando pueden subir una foto a Facebook. ¿Cómo era el mundo en el que las personas y las instituciones no se creían con el derecho a reclamar nuestra atención en cualquier momento del día o la noche, aparentemente con el objeto de informarnos sobre cualquier cosa que no siempre nos atañe, porque lo habitual es que se trate de campañas políticas, trivialidades o encuestas de marketing?

No nos engañemos, el poder no tolera más que las informaciones que le son útiles. Niega el derecho de información a los periódicos que revelan las miserias y las rebeliones. (Simone de Beauvoir)

La elemental urbanidad de otros tiempos establecía límites prudenciales para solicitar la atención de alguien que estuviera del otro lado de una puerta o un cable. No se llegaba de visita a una casa ajena sin avisar antes, o en todo caso no se pasaba de la puerta, con lo que se dejaba abierta la opción de no atender. Se llamaba por teléfono para dar noticias relevantes a los pocos usuarios que se encontraban conectados al sistema.
Teléfono primitivo
En el pasado, las empresas telefónicas hacían esperar durante años la instalación del servicio, un privilegio que de acuerdo a la opinión generalizada debía manejarse con responsabilidad.
A veces había que pedir al usuario de una línea telefónica que hiciera el favor de llamar a un vecino, para que pudiera comunicarse con quien lo buscaba, una solicitud que nadie negaba, porque se daba por sentado que se trataba de un asunto que justificaba la molestia.
Hoy se hace de todo por teléfono: se compran entradas para un concierto y los artefactos milagrosos anunciados por la televisión, que van a ser entregados a domicilio; se responde a encuestadores que prometen hacer dos o tres preguntas y luego ocupan cuarto de hora, averiguando como sin darse cuenta si tenemos auto, el ingreso del jefe de hogar y la posesión de electrodomésticos. Las voces grabadas de los candidatos políticos nos confían a cualquier hora su oferta electoral. Se nos informa que debemos pagar el peaje (exponiéndonos a sufrir multas desproporcionadas) por transitar autopistas que tal vez no hemos frecuentado. Un sobrino inexistente, al que nos veíamos hace tiempo, una voz desesperada, nos cuenta (en un intento de secuestro virtual) que acaba de sufrir un accidente de tránsito y necesita urgentemente que le alcancemos dinero a tal sitio, para evitar que un policía susceptible de ser comprado, cumpla con su deber.
Demasiada comunicación telefónica que los usuarios no controlan, he llegado a pensar, cuando veo a mis estudiantes que no toleran pasar demasiado rato sin recibir mensajes, porque sin duda se angustian, necesitan hacerlo apenas sienten que el aparato vibra en un bolsillo, tal como Michael Jackson necesitaba palparse los genitales en público, durante sus espectáculos, y había conseguido incorporar ese gesto inadecuado en la coreografía.
Libertad para comunicarse o en el caso de querer lo contrario, incomunicarse al punto de volverse inmune a cualquier asedio malintencionado: esto parece definir el control o la falta de control de los usuarios sobre la tecnología actual. No se trata de encarar la comunicación como una alternativa de abrirse al mundo para dialogar con él, sino como un automatismo o una compulsión, que delata los temores y fantasmas de cada uno. Gracias a las telecomunicaciones se agrede impunemente o se sufre agresiones, se realizan las fantasías más oscuras o se exhibe lo que tradicionalmente se reservaba para la intimidad.
Antes de Internet, recurríamos al correo para enviar cartas comunes, aéreas o certificadas, que podían tardar días o semanas en llegar a destino. También recibíamos publicidad en el buzón de la casa, mandábamos telegramas cortísimos y costosos, que llegaban en mano de mensajeros, tan solo en grandes ocasiones.
Antes de la computación, escribíamos a mano o empleábamos ruidosas máquinas de escribir, como la Remington que me daban dos veces por semana durante las clases de Mecanografía, en la Sección Comercial Anexa al Colegio Nacional de San Pedro. Las teclas, después de algún rato de trabajo, nos adormecían las yemas de los dedos, cansadas por tantos golpes. También calculábamos de memoria o con ábacos las principales operaciones aritméticas, mientras cultivábamos con enorme cuidado la bella caligrafía, usábamos tinta, plumas de acero y papel secante.
Televisores años`50
Antes de la televisión por cable, teníamos que conformarnos en San Pedro con la señal de una repetidora y un cable coaxial, que al menos distribuía la programación de canal 7 de Buenos Aires. No eran muchos los que tenían televisión en su casa, y ese privilegio los obligaba a abrir las puertas a los parientes y vecinos en las grandes ocasiones, como los partidos de fútbol o las novelas de la tarde.
Antes de la televisión herziana (ésta fue una experiencia de tránsito cultural que le tocó vivir a mi generación durante la adolescencia) la radio nos mantenía bien informados respecto del ámbito nacional, aunque con dificultades en la recepción, que intentábamos remediar con ingeniosas antenas de alambre, que cada uno tendía su antojo, también con el ámbito internacional. Sintonizar la radio era un privilegio que cada familia otorgaba a diferentes integrantes, de acuerdo a la hora y los compromisos de cada uno.
Radio 1939
A la hora de las comidas y durante los fines de semana, lo más probable era que el padre decidiera qué iba a oír el resto de la familia, porque había una sola radio en toda la casa, era un artefacto pesado y no se movía demasiado.
Nuestra radio, como la de todos los vecinos que conocí durante mi infancia, se encontraba instalada en la cocina, sobre una repisa o en una mesita que permitía transportarla en otros momentos a los dormitorios o el patio, con el objeto de acompañar las comidas de toda la familia y entretener a las mujeres mientras preparaban las comidas. Encender la radio era la señal para que los chicos tuvieran prohibido cualquier berrinche y los mayores esperaran pacientemente los anuncios, para decir lo que pensaban sobre las noticias del Reporter Esso, el último comentario de Juan José de Soiza Reilly o un chiste de Felipe, el personaje de Luis Sandrini.
Había concursos de conocimientos que nos abismaban por el coraje de algunos participantes, que podían duplicar lo ya ganado o perderlo todo en cada nueva pregunta que respondieran. Al escuchar radio nos convertíamos en “Amigos Invisibles” (de acuerdo a la denominación inventada por Eugenio Félix Milleti) que recibíamos los Rayos de Luz de los Grandes Pensadores y no soñábamos con la posibilidad de comunicarnos entre nosotros, auditores aislados en nuestros hogares, ni en interactuar con los privilegiados que utilizaban el medio.
Jean Sablon
Durante los fines de semana, la radio transmitía grandes programas costumbristas, como Chispazos de Tradición, programas cómicos como La Cabalgata del Buen Humor, los partidos de fútbol narrados por Borocotó, los programas de música bailable y por las noches las transmisiones desde los teatros de Buenos Aires o la dramatización de piezas teatrales en Las Dos Carátulas, el programa de Radio Nacional. En las fiestas patrias y otras grandes ocasiones, la radio nos convertía en participantes ciegos pero emocionados, a quienes los locutores guiaban para alimentar la ilusión de formar parte de movimientos masivos.
Antes de la radio (sucedió en la generación de mis abuelos) se vivía enfocado en un área vecinal casi todo el tiempo. La prensa era ocasional y poco informativa. Los chismes sobre gente conocida, los rumores inexactos circulaban rápido, porque la gente se conocía y esperaba esa comunicación de casa en casa, en las veredas, a través de las medianeras, durante las coincidencias en la calle o la visita a los comercios.
Antes del cine (esto quiere decir, antes de que se iniciara el siglo XX) el teatro era una diversión emocionante, que se encontraba disponible tan solo en ciudades grandes y muy rara vez en los pueblos, cuando llegaba alguna compañía en gira. En Argentina, los circos itinerantes se encargaban de ofrecer espectáculos donde la primera parte incluía la actuación de payasos, equilibristas, ilusionistas y fieras, mientras la segunda consistía en un espectáculo teatral clásico, representado en un pequeño escenario dispuesto en un costado de la carpa.
Antes de la prensa (estoy retrocediendo a los comienzos del siglo XIX) la mayor parte de la gente vivía instalada en el círculo estrecho de la familia, de los vecinos, del oficio, del pueblo. Los hombres podían transitar por un territorio que estaba marcado por su edad, su trabajo, su posición en la sociedad. Comerciantes como mi padre o mi abuelo, estaban obligados a informarse de lo que pasaba en el mundo, no solo en el barrio, para disponer de un repertorio de datos recientes que les permitiera dialogar con su clientela. Al mismo tiempo, debían mantener cierta neutralidad de puntos de vista, para no ofender a nadie y diluir los enfrentamientos de la clientela.
Las mujeres tenían menos libertad de acción que los hombres, si esperaban conservar una buena imagen y no suscitar la censura de la comunidad. Por eso no era raro que estuvieran menos informadas y dependieran en gran medida de los datos y rumores que trajeran al seno de su hogar otras mujeres, sus parientes y amigas. Las noticias de la actualidad llegaban tarde y nunca, filtradas por una prensa ocasional y la comunicación boca a boca tardaba meses o años en entregarla.

Los diferentes medios de comunicación, nunca serán un sustituto para la cara de alguien que alienta con su alma a otra persona a ser valiente y honesta. (Charles Dickens)

Mi abuelo, llegado a los siete años a Argentina, desde España, debió perder en ese momento casi todo contacto con su familia. Las noticias de la muerte de uno de sus hermanos después de haber jugado un partido de pelota vasca y beber un vaso de agua fría, o la entrada de una de sus hermanas al convento, lo encontraron en otro mundo, creciendo junto a uno de sus tíos maternos y aprendiendo el oficio de comerciante.
Mi abuelo no se resignaba a cortar los vínculos con el continente donde había nacido, pero los viajes que hizo una vez que se convirtió en adulto, de los que tengo noticia (con el objeto de visitar la Exposición Universal de Paris, por ejemplo) parecen relacionarse más con su mente abierta a las novedades del mundo moderno, que con la nostalgia de la patria perdida o el afecto hacia su familia que lo había exiliado, para no verse obligada a compartir con él, la propiedad que le reservaban al primogénito.
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Cualquier mensaje escrito se demoraba días o semanas en llegar al destinatario, afrontaba en ocasiones enormes riesgos de extraviarse en el camino, y por lo tanto se cargaba de importancia para el emisor y el receptor. La expectativa de abrir una carta que había superado tantos obstáculos, que había sido escrita nadie sabía cuándo, es una sensación desconocida para los actuales usuarios del instantáneo Whatsapp. Ahora es efectivamente ahora y no importa dónde se encuentren ubicados el emisor y el receptor. Si todos los elementos involucrados en la comunicación dan lo mismo, sin hay tarifa plana para las llamadas telefónicas locales o nacionales, ¿qué importancia adquiere lo que se escriba o fotografíe?
Telégrafo primitivo
Los telegramas que vi en mi infancia, se cobraban por cada palabra que incluían; por lo tanto, se escribían solo en grandes ocasiones y se reescribían minuciosamente, con la atención que un poeta dedica a un poema, hasta conseguir la comunicación más precisa, utilizando la menor cantidad de palabras. En la actualidad, cualquiera puede producir y difundir desde cualquier sitio y sin mayor esfuerzo, palabras e imágenes fijas o en movimiento.

El propósito de los medios masivos no es tanto informar y reportar lo que sucede, sino más bien dar forma a la opinión pública de acuerdo a las agendas del poder corporativo dominante. (Noam Chomsky)

Si se suprime la conexión con las redes sociales, si se anula la televisión, si se deja fuera del aire a la radio, si se corta la suscripción a los periódicos… una situación que era normal hace apenas dos siglos, se descubre una disponibilidad de tiempo y energías que probablemente se dedicaba a otras cosas, más productivas, quizás menos entretenidas.
Los adultos tenían el monopolio de ser los transmisores del conocimiento y a la vez de modeladores de la mente de los jóvenes, que estaban obligados a reconocerlos como la autoridad que les correspondía respetar. La irrupción de los medios masivos, desde la prensa que comenzó a desarrollarse en el primer tercio del siglo XIX, puso en riesgo un sistema que había permanecido sin grandes cambios durante milenios. El horizonte se ampliaba, reduciendo el poder de la comunicación personal y trasladando el centro del proceso a la naciente (y muy rentable) industria cultural.