viernes, 12 de febrero de 2016

Ersatz: alcances de una cultura provinciana


¿Qué somos, qué es cada uno de nosotros, sino una combinatoria de experiencias, de informaciones, de lecturas, de imaginaciones? Cada vida es una enciclopedia, una biblioteca, un muestrario de estilos donde todo se puede mezclar continuamente y reordenar de todas las formas posibles. (Italo Calvino)

Franz Kafla
Al convertirme en adulto, mi cultura (no hubiera podido ocultarlo) estaba organizada a partir del ersatz (sustituto) de lo que podía considerarse la Gran Cultura moderna, de acuerdo a la guía no siempre confiable que planteaban los suplementos dominicales del diario La Nación y una polvorienta colección de la revista Sur de Victoria Ocampo, descubierta en la Biblioteca Pública de San Pedro. ¿Cómo hubiera llegado a conocer, por ejemplo, los textos de Kafka y Faulkner, el teatro de T.S.Eliot y Samuel Beckett de otro modo? Los cursos de Literatura Española y Latinoamericana que recibíamos en el colegio secundario, no iban más allá de algún poema de Rubén Darío, capítulos de Don Segundo Sombra y ciertos cuentos de Benito Lynch. Hasta un adolescente desinformado, como era mi caso, percibía que eso no debía ser todo.
La cultura clásica me intimidaba, por las enormes dimensiones con que se anunciaba y la disparidad de contextos históricos que exigía conocer. La colección de Clásicos de la Literatura Universal, con sus pequeños volúmenes ilustrados, intentaba hacerme creer que a los doce años había leído ya La Ilíada, la Odisea, Edipo Rey, El Cantar del Mío Cid, El Quijote, etc. entre otras obras fundamentales de la Literatura, cuando solo me habían suministrado acceso a versiones resumidas, que volvían innecesaria la consulta de los textos completos.
Eso alimentaba el efecto Selecciones del Reader´s Digest: puesto que la editorial se encargaba de leer por mí un libro célebre, para ofrecerme un cómodo sustituto (ersatz) del original, me brindaba la oportunidad de convertirme en la peor clase de ignorante que existe: la de aquellos que creen saber algo, aunque solo es por encima, y de acuerdo a esa convicción ya no creen necesario intentar otro acercamiento, en serio. Si tardé diez, quince y hasta cuarenta años en reintentar la lectura frustrada, hubo casos (Mío Cid) en que la tarea quedó postergada hasta mi próxima reencarnación.
Siempre supe que no me correspondía enorgullecerme de mis límites imposibles de ocultar, ni de presentarme como una de las tantas víctimas de una sociedad que esperaba de mí una actitud más conformista: me había tocado la suerte de nacer en un rincón del mundo, en una época, en un sector de la sociedad, que si bien no se me prohibía el acceso de la cultura, tampoco iba a facilitármelo.
No necesitaba disculparme por las deficiencias de mi formación básica: era lo que había conseguido y si bien se mira, no lo desaproveché. ¿Por qué debería avergonzarme de lo que obtuve, cuando me permitió organizar un proceso de aprendizaje que insumiría años y años, en gran parte por mi cuenta y riesgo, aunque partiera de bases tan endebles?
Robert Wiene: El gabinete del Dr. Caligari
Supe de la existencia del cine expresionista alemán al leer La Pantalla Diabólica de Lotte Eisner, un texto inspirador (que estimulaba a investigar) y al mismo tiempo resultaba desesperante, porque describía un universo tan atractivo como inaccesible. Eisner había visto en su juventud, treinta años antes, filmes de Murnau que al parecer estaban perdidos. Ella había sido testigo privilegiado de una era del cine cuya existencia me era informada y sin embargo me resultaba imposible conocer.
David W. Griffith: Intolerancia
Por entonces me enteré de que cuarenta años antes, durante la Primera Guerra Mundial, se habían producido Birth of a Nation e Intolerance, según The Rise of the American Film de Lewis Jacob, un volumen en inglés, que a alguien acostumbrado a las escuálido lecciones de Miss Austin y Miss Figueroa le costaba leer. Probablemente debo haberlo encontrado también en los estantes de la Biblioteca. El libro incluía fotogramas deslumbrantes, que avivaban mi deseo de ver esas películas y otras, que no debía esperar que fueran proyectadas en el Cine La Palma o el Plaza, mis únicas alternativas para acercarme al cine en San Pedro. Cuando revisaba la página de espectáculos del diario La Nación o escuchaba Diario del Cine, el programa de Chas de Cruz en radio Belgrano, sabía que las películas que se estrenaban en Buenos Aires, tardarían no menos de un año en exhibirse en mi ciudad.

Es lamentable que la gran mayoría de los seres humanos nace como un ser original y muere como una copia. (Carl Jung)

Frank Lloyd Wright: Casa Kauffman
El desfase cultural entre la Capital y la Provincia, entre lo que podía ser actual y lo que resultaba inevitablemente desactualizado, entre lo auténtico y el sustituto, reaparecía en todo lo que descubría en el ámbito de la cultura, y por más que me molestara, no había manera de superar el handicap.
Me estaba permitido conocer la arquitectura de avanzada de Frank Lloyd Wright y Le Corbusier, gracias a la colección de la revista Sur de los años ´30. Debía resignarme a que la información estuviera desactualizada, porque ¿acaso hubiera encontrado en mi ciudad estímulos parecidos?  Hoy sigo sin haber recorrido la casa Kaufmann como deseaba entonces, pero desde mi escritorio me está permitido acercarme desde el aire, utilizando los mapas de Google; he llegado a recorrerla virtualmente, con el auxilio de un video de You Tube. Descubierta a los diecisiete o dieciocho años, cuando todavía soñaba con estudiar Arquitectura, la casa era mostrada a través de unas pocas fotos en blanco y negro, situación que resultaba una tortura. Yo quería mucho más, la experiencia de la cosa real, y algo así no iba a conseguirlo.
Tarde o temprano, el ersatz dejaba en evidencia sus límites odiosos. Más de lo que el medio había dispuesto conceder a quienes participaban en el juego, no había. Eso, a todas luces insuficiente, era todo lo que obtendría, porque la experiencia de lo real se encontraba reservada a quienes estaban en condiciones de pagarla, que eran tan pocos a mediados del siglo XX, como habían sido en el Medioevo o la Antigüedad. Nuestra única diferencia, aquello que podíamos considerar una ventaja de la modernidad, era que se nos invitaba a ser espectadores de un esplendor distante y ajeno.
Leopold Stokowski en Fantasía (Walt Disney)
Entré en contacto con la música de Bach y Beethoven, gracias a los Conciertos del Sábado que programaba Julio Gallino Rivero en Radio Excelsior y los maltratados  álbumes de discos de 78 rpm de mi tía Elvira, que ofrecían las discutibles transcripciones de Leopold Stokowski. Ahora sé que puede ser considerada una traición que una Tocata y Fuga en Re menor de Bach suene como si fuera otra pieza de Musorgski (tampoco el auténtico Musorgski, sino aquel que había sido retocado primero por Rimsky-Korsakov y luego por el mismo Stokowski).

Si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó, hubiera llegado a ser director de banda. (Eduardo Galeano)

La cadena de sustitutos de los grandes hitos culturales que hallé en mi adolescencia, filtraba, edulcoraba y terminaba por desvirtuar todo lo que había caído bajo su control, pero en ese momento yo no estaba en condiciones de darme cuenta, ni tenía demasiadas posibilidades de recurrir a algo mejor. Gracias al contacto con el ersatz, pero también a pesar de la inadecuación del ersatz, me sería dado alcanzar alguna vez a la experiencia de lo auténtico, o lo que todavía era más desalentador, podría quedarme definitivamente a medio camino: ni tan ignorante, ni bien informado.
Haber nacido en una ciudad provinciana, promediado el siglo XX, me aseguraba cierto contacto espurio con la Cultura, que hubiera sido impensable pocos antes, pero a la vez planteaba un peligro nuevo: que armara una cultura de sustitutos.
Lata de dulce
La imagen de La Gioconda había estado siempre a mi alcance, impresa en las redondas latas de dulce de membrillo o batata. La Última Cena estaba representada en las latas de sardina. Dudo que fuera la mejor forma de acercarse al arte del Renacimiento. ¿Por qué tomar en consideración algo que había sido reproducido incontables veces y se encontraba ligado al consumo? Tampoco las páginas centrales de la revista Para Ti que coleccionaba Sofía Boccardo, nuestra vecina y amiga, eran la guía más idónea para entrar en contacto con las artes plásticas, pero gracias a esas imágenes borrosas y los breves párrafos biográficos que las acompañaban, me fui familiarizando con las obras y los nombres de artistas que luego exploré por mi cuenta.
Pablo Picasso: Les demoiselles d¨Avignon
Hacia el fin de mi adolescencia, me familiaricé con las artes plásticas del Renacimiento y el mundo contemporáneo, a través de los grabados en colores de los libros editados por Skira, que atesoraba Pablo M., un amigo de más edad y mayores recursos que los míos. ¡Deslumbrantes láminas adheridas a las hojas de grueso papel! Gracias a esas láminas, la reproducción de una pequeña figura de Klee podía tener un tamaño parecido a la reproducción de la enorme Les demoiselles d´Avignon de Picasso. Aunque al pie de cada lámina figurara el tamaño de cada obra, no creo haber reparado en eso, y de hacerlo, de todos modos la experiencia del tamaño me resultaba ajena.
En el libro, el fondo de Le grand verre de Duchamp, una pintura transparente, era un muro blanco, neutro, no el resto de la sala donde se encuentra expuesto. Los nenúfares de Monet eran puestos cerca unos de otros, en lugar de ocupar una sala oval que rodea por tres de los lados al observador. En cuanto a la textura de una obra de Goya o Matisse, pasaba desapercibida en una lámina, que aparecía siempre impresa en papel brillante.
George Gamow
Nada de lo que había disfrutado era lo auténtico, y yo no hubiera debido ignorarlo, pero ¿cómo concebir la experiencia directa cuando solo se tiene la experiencia de los sustitutos? George Gamow planteaba en Un, dos, tres… Infinito, un libro de mi primo Carlos N. que leí por entonces, la dificultad que hubieran encontrado los habitantes de un mundo bidimensional que intentaran imaginar algo para nosotros tan familiar como el universo tridimensional. Hipotetizar algo parecido, solo era posible mediante un esfuerzo que desafiaba la razón; tener la experiencia era otra cosa.

En la época de la reproducción técnica de la obra de arte, lo que se atrofia es el aura de ésta. El proceso es sistemático; su significación señala por encima del ámbito artístico. Conforme a una formulación general, la técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. (Walter Benjamin: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica)

Yo no podía haber leído por entonces los ensayos de Albert Bandura (fueron publicados una generación más tarde). Sin ese auxilio fundamental, no era capaz de sistematizar las diferencias que pueden darse entre la experiencia directa de la Gran Cultura y el ersatz, los sustitutos insuficientes que el azar ponía a mi alcance. Todo lo que podía obtener era una experiencia vicaria, gracias a los relatos de otras personas y la mediación de instituciones que me correspondía aceptar como modelos válidos, en un proceso que facilitaba el filtrado, la deformación, la interferencia, el debilitamiento de los objetos culturales.
No podía sentirme demasiado satisfecho, pero al mismo tiempo, si quedaba librado a mis propias fuerzas, no conseguiría ir más allá. Supongo que a partir de esa insatisfacción surgió el impulso de estudiar, de viajar y conocer lo que interesaba por mí mismo. Esa había sido la decisión de mi abuelo paterno, puesta en práctica en sus años juveniles, que sus hijos dejaron de lado.

¿Qué valor tiene toda la cultura, cuando la experiencia no nos conecta con ella? (Walter Benjamin)

sábado, 6 de febrero de 2016

Sueño de noches de verano en San Pedro


¿Están bien seguros de que nos hallamos despiertos? Algo me dice que dormimos, que soñamos todavía… (William Shakespeare: Sueño de una noche de verano)
Siesta
Cuando la memoria revisa el pasado, no lo recupera intacto, como se espera de un alimento que se guardó en el congelador, o de una fotografía que se archivó cuidadosamente en un álbum familiar. Mucho se ha perdido, a veces hasta volverlo irreconocible, y no poco se le ha incorporado, gracias a lo que se experimentó después, sobre todo en lo más reciente, modificando para siempre la imagen que se había conservado. También los alimentos incorporan sabores desconfiables, a pesar de que continúan siendo comestibles, y las fotos en colores se desvanecen una bruma rojiza que no impiden reconocer a los personajes retratados.
El recuerdo adquiere una extrañeza mayor que la despertada por algo que es realmente nuevo y parece no esconder ningún secreto. Propone sonidos, aromas, siluetas de personajes que se han vuelto inhabituales y cuesta identificar. ¿Cómo es posible que algo tan conocido haya sido así? El recuerdo tiene baches, derivaciones, enigmas que desubican a quien lo explora.
Titania en Sueño de una noche de verano
Debo haber leído Sueño de una noche de verano de Shakespeare a los doce años, cuando descubrí la colección Austral con sus pequeños volúmenes impresos en papel barato y una nómina final de autores y obras, que se convirtió en una de mis guías de lectura fundamentales durante la adolescencia. A pesar de la ripiosa traducción de Astrana Marín, era un texto capaz de despojar a la oscuridad de las amenazas que prometían las películas de Hollywood, y poblarla de experiencias asombrosas.
Luciérnaga
Las noches de verano de San Pedro estaban iluminadas por el vuelo errático de las luciérnagas, que a veces atrapábamos por un rato en un frasco, para admirar de cerca su parpadeo verdoso. No recuerdo haber investigado de dónde venían, ni cuál era el principio que explicaba su luz fría. Se trataba solo de un placer visual, nada mágico ni técnico, propio de la naturaleza que uno percibe y admira sin terminar de entender, como el croar de las ranas y los sapos en los zanjones de calle Colón, el estridor de los grillos en algún rincón de la casa, el coro de las cigarras incansables, el maullido prolongado de los gatos en el techo.
La sexualidad de los animales parecía despertar al caer el sol. Volaban, corrían, nadaban, solicitando con sonidos la atención de una pareja. Aunque los chicos no entendiéramos muy bien qué significaba eso, de algún modo sabíamos que sobre ciertas materias no debíamos preguntar a los adultos, porque los pondríamos en apuro y ellos no tendrían una respuesta satisfactoria, y lo que todavía era más probable, nos reprenderían por haber sido más curiosos de lo permitido.
Las noches de verano podían ser casi tan calurosas como los días. Uno intentaba dormir y la ropa de cama se convertía en un estorbo pegajoso. A veces, después de dar muchas vueltas sin conciliar el sueño, uno bajaba de la cama con la almohada, y se tendía sobre el fresco piso de baldosas. Desde esa perspectiva, todo lo habitual se volvía nuevo: los muebles de siempre, las siluetas de los parientes magnificadas por la perspectiva, despertar con el gato mirando a pocos centímetros de la cara.
Acaroína
A mediados del siglo XX, no habíamos oído aún hablar del dengue, la malaria era un problema de países tropicales, que afortunadamente no eran el nuestro, como nos informaba Selecciones del Reader´s Digest, al reportar la guerra en el distante sudeste asiático y las virtudes de la quinina sintética, pero de todos modos los mosquitos eran el tormento de las noches de verano en San Pedro.
En todas partes se confiaba en el poder desinfectante de la acaroína. Cuando un gato en celo marcaba con su orina un rincón de la casa que consideraba su territorio, se lo frotaba con Acaroína para devolverle su condiciones de habitabilidad para los humanos. Cuando se juntaba agua en una zanja o en un barril de agua de lluvia (todas las casas de mi barrio, donde no había agua corriente, contaban al menos con un barril en el que se recogía el agua de lluvia, para lavarse el cabello) se derramaba un poco de acaroína, en la creencia de que a partir de ese momento ningún mosquito se atrevería a depositar sus huevos en ese líquido. La acaroína dejaba un olor persistente, que no resultaba agradable para nadie. Era el olor de los hospitales, de las estaciones de ferrocarril y de los baños públicos, generaba gases inflamables, causaba molestias en las papilas olfativas, y no obstante lograba convencer a todo el mundo, de que las condiciones sanitarias de cualquier lugar donde se aplicara, mejoraban de inmediato.
En todas las comunidades hay rituales grandes o pequeños que aplacan el desasosiego colectivo, ante las amenazas que pueden no haberse convertido en realidad, pero de todos modos nadie sabe cómo controlar. Hoy es el virus del Zica, ayer la poliomielitis, una segunda guerra mundial que desangraba a medio planeta, la bomba atómica.
Vecinos tomando el fresco
Cuando los vecinos de mi barrio se sentaban por la noche a conversar y tomar el fresco en las veredas, no era extraño que estuvieran gran parte del tiempo palmeándose cada vez que sentían la picadura de un mosquito, o que se dedicaran a espantarlos con una pantalla de cartón y mango de bambú, gentileza de alguna tienda del centro.
¿De qué hablaban los adultos en esas noches, de vereda a vereda? Por más que busco en la memoria, no encuentro nada. Supongo que intercambiaban trivialidades relacionadas con la vida cotidiana, quizás anécdotas recientes de gente conocida. Ninguna confidencia comprometedora, nada urgente, malintencionado, ni trascendente. Tal vez reciclaban noticias de la radio o el diario que los chicos estábamos en condiciones de oír. La visión de gente que se veía todos los días desde hacía muchos años, disfrutando el tiempo libre entre ellos, sin depender de los actuales medios de comunicación, que atosigan a los consumidores con una oferta ilimitada de estímulos difíciles de eludir, puede resultar inverosímil para las nuevas generaciones. ¿Cómo se las componían a mediados del siglo XX, los habitantes de San Pedro para no morir de tedio? Habían formado parejas que permanecían unidas y criaban a sus hijos, aunque no se entendieran demasiado; se habían incorporado a pequeñas comunidades que no experimentaban otros cambios que el nacimiento de nuevos miembros o la muerte de otros. ¿Qué rutina tan insoportable era esa?
Espiral de piretro
Desde la actualidad cuesta imaginar el organizado estilo de vida de entonces. Para librarnos de los mosquitos, encendíamos espirales de piretro, que primero debían separarse de sus gemelas (venían en sobres, de a dos y había que montarlas en frágiles pedestales de lata para encenderlas a continuación). Las instalábamos en el piso, al comienzo de la noche, antes de irnos a dormir y sahumaban las habitaciones durante el resto de la noche. Por la mañana, había que barrer la espiral de ceniza que dejaban (aunque recuerdo un platito o un cartón que permitía quitar el rastro). Que las espirales pudieran ser tóxicas, que causaran náuseas o dolores de cabeza, como se ha denunciado repetidamente en Asia, que los temibles formaldehidos emitidos por la combustión de una espiral equivalieran a medio centenar de cigarrillos encendidos, no lo sabíamos por entonces y probablemente no llegábamos a experimentarlo tampoco, porque dormíamos con puertas y ventanas abiertas.
Los aerosoles no habían llegado al mercado aún. Cuando aparecieron, durante los años `60, prometían un progreso fuera de toda discusión. No era cosa de mantener alejados a los mosquitos mientras durara el humo de una espiral, sino de liquidarlos instantáneamente, cada vez que se hicieran oír. Un par de décadas más tarde, los aerosoles  fueron convertidos en algunos de los principales responsables del deterioro de la capa de ozono y los cambios climáticos que hoy aquejan al planeta.
Mosquitero
Para librarnos de los mosquitos, se colgaban sobre nuestras camas amplios mosquiteros de tul, muy eficaces como barrera a la circulación del aire fresco de la noche, que olían a moho, porque habían permanecido guardados en el fondo de los armarios, durante los meses húmedos del invierno y daban la sensación de acostarse bajo la falda de una novia. Eran artefactos eficaces, que permitían permanecer libres de picaduras de mosquitos, pero el zumbido persistente de los machos, mientras cortejaban a las hembras, impedía conciliar el sueño hasta muy tarde, por lo que se despertaba en la mañana con la sospecha de no haber descansado lo suficiente y el deseo de llegar cuanto antes al descanso reparador de la siesta.