La frase atribuida a un acusado de abusos y
violaciones de mujeres jóvenes, circuló en la prensa argentina de fines del
2018, reportada por al menos dos de sus probables víctimas, que la habrían oído
en diferentes ocasiones. Después de que esto toma estado público, porque se
encuentran implicados actores famosos, no falta la respuesta de sectores
feministas que pasan a identificarse con la frase “Mirá cómo nos ponemos”, para
aludir a la organización y denuncia de quienes han sido agredidas o se
solidarizan con ellas.
Son mujeres que dejan de aceptar con vergüenza la
experiencia de haber sido sometidas a humillaciones sexuales, en la confianza
masculina de que todas ellas preferirían no mencionar esa circunstancia tan
penosa, aunque no lograran olvidarla, para no verse degradadas y hasta
responsabilizadas por la opinión pública de aquello que sufrieron.
¿Qué habrían hecho las víctimas de abusos y
violaciones para merecer ese trato? En su búsqueda de algún justificativo para
lo que a todas luces resulta injustificable, la opinión desinformada
(prejuiciosa) desanda imaginariamente la genealogía de la agresión. Hubo algo,
debió haber algo antes, que no es la ideología machista dominante en la
sociedad, que no necesita referirse al contexto patriarcal donde todo ocurrió. Ese
algo, entonces, proviene (debe provenir) de la mujer agredida. Ella fue, como
Eva en la Biblia, la tentadora, la causante del desastre que involucró a toda la humanidad. También fue su víctima,
eso no se niega, pero de no haber existido ella, en las condiciones en que ella
decidió manifestarse, el agresor no hubiera sido tentado, lo injustificable no
hubiera ocurrido.
De acuerdo a la perspectiva machista, la mujer se exhibía más allá de lo prudente, por ejemplo. Ella provocaba y recibió su merecido, por lo que no debería quejarse. Su cuerpo, origen
de tantas fantasías masculinas de posesión, era dejado parcialmente al
descubierto, por ropas que permitían atisbar lo que ocultaban. O sus
movimientos, al desplazarse por lugares públicos, en actividades cotidianas,
alimentaban la imaginación de otras actividades (sexuales) en lugares privados.
O sus palabras más inocentes y convencionales, sugerían segundas y terceras
intenciones en las que se prometían disfrutes inauditos al hombre que las
oyera. Cualquier cosa puede ser vista, oída, sentida por aquel que se encuentra
en un estado de sobreexcitación constante, como una invitación perentoria a saltar los
límites que plantea el trato civilizado y agredir a la mujer que tiene delante.
Inútil es argumentar es que una mujer pudorosa,
cubierta de los pies a la cabeza con ropas sueltas, resguardada en su casa con
siete llaves de la vecindad de varones que no sean consanguíneos, como sucede
en algunos países islámicos, no aplaca la tentación de abusar en aquellos que
se sienten con ganas de intentarlo, dado que después de todo, las sanciones
suelen caer sobre las víctimas.
¿Por qué no hacerlo, si otros hombres harían lo
mismo, de estar en las mismas circunstancias o si tuvieran agallas para
afrontar las consecuencias? Los cuentos de varones que abusan de las mujeres
(atractivas o feas, lejanas o cercanas, da lo mismo) demostrando que ellos
tienen las hormonas activas y ejercen su poder ancestral, incluso en tiempos
revueltos como los actuales, donde las hembras osan mostrar su independencia,
suelen ser celebrados como chistes por quienes los cuentan o los oyen. Son
hazañas, magnificadas por el narrador, no confesiones, ni en ningún caso
arrepentimientos.
Don Juan, en la ópera de Mozart, se revela como un
personaje notable por la cantidad de mujeres que ha seducido. Leporello, su
sirviente, lleva la contabilidad en una libreta, país por país. Han sido 640 en
Italia, 231en Alemania, 100 en Francia, 91 en Turquía, 1003 en España. Desde la
perspectiva de un gran macho, importa el número de quienes fueron penetradas
por él, no la identidad ni otros detalles fastidiosos (como el afecto, las
enfermedades venéreas o los embarazos consecuencias de estas relaciones).
Poseer a las mujeres, marcarlas con el semen, tal como tantos animales marcan
con la orina su territorio, en la esperanza de que nadie más se atreva a
disputarlo: esa parece ser la estrategia de alguien que califica como héroe de
su género.
“¡Mirá cómo
me pones!” ¿Por qué impresionan tanto esas pocas palabras, que no requieren
ningún talento literario para ser combinadas, ningún talento escénico para ser
proferidas? En primer lugar, porque invierten la situación en la que
objetivamente se encuentran involucrados los personajes: el agresor se presenta
como la víctima de la actividad seductora de aquella a quien está agrediendo de
hecho.
Al exhibir su excitación sexual, como prueba del efecto (placentero y no obstante incómodo) que dice sufrir, está intimidando a la otra parte. ¿Cómo reaccionará ella? ¿Conseguirá intimidarla o sumirla en pánico? Desnudándose o tan solo refiriéndose abiertamente a su sexualidad, el hombre demuestra el poder que posee y no dudará en utilizar. Se ha instalado al margen de las normas de urbanidad, que prohíben exhibir los genitales fuera de una intimidad consentida entre personas de parecida edad y condición social.
Al exhibir su excitación sexual, como prueba del efecto (placentero y no obstante incómodo) que dice sufrir, está intimidando a la otra parte. ¿Cómo reaccionará ella? ¿Conseguirá intimidarla o sumirla en pánico? Desnudándose o tan solo refiriéndose abiertamente a su sexualidad, el hombre demuestra el poder que posee y no dudará en utilizar. Se ha instalado al margen de las normas de urbanidad, que prohíben exhibir los genitales fuera de una intimidad consentida entre personas de parecida edad y condición social.
En segundo lugar, el agresor se muestra también como
la primera víctima de sus propios impulsos, que le traerán problemas y él no es
el último en reconocer. Las hormonas despertadas por la cercanía de la mujer lo
han desestabilizado emocionalmente, lo han descontrolado al punto de entregarse
a una actividad que la opinión pública repudia. Él se presenta como una persona
estabilizada, respetuosa de las normas sociales (no es improbable que sea un
padre de familia), y ahora, por culpa de ella, se descubre incapaz de poner
freno a un cuerpo que ha dejado de pertenecerle, que le impone sus demandas
imposibles de ignorar.
Por eso tendría que abusar, para calmarse después de
haberse salido con la suya, para recuperar el dominio sobre su cuerpo (aunque
la frase de un acusado, que alardea de haber pasado la noche excitado, tras
cometer la violación, sugiere precisamente lo contrario). La memoria del abuso,
lejos de prometer que no habrá reincidencia, la naturaliza, la anuncia como proyecto futuro, la
estimula en otros. El abuso vivido abre la alternativa de disfrutar la
narración del abuso ante una audiencia masculina cómplice, de adornarlo con
descalificativos a la víctima y endiosamiento del victimario.
TARTUFO: ¡Cúbrete el seno, que yo no pueda verlo! Las almas caen heridas con semejantes visiones, que excitan pensamientos pecaminosos. (Moliére: Tartufo)