viernes, 25 de enero de 2013

Desprestigiadas buenas maneras (III)



Que usted será lo que sea / -escoria de los mortales- / un perfecto desalmado / pero con buenos modales. / Insulte con educación / robe delicadamente / asesine limpiamente / y time con distinción. / Calumnie pero sin faltar, / traicione con elegancia / perfume su repugnancia / con exquisita urbanidad. (Joan Manoel Serrat: Lecciones de Urbanidad)


Durante mi infancia, nos encargaban a los niños poner la mesa para los almuerzos que una o dos veces por año reunían a toda la familia. Las mujeres estaban ocupadas en la cocina, preparando enormes cantidades de mayonesa, ravioles y ensalada de fruta. Los hombres se reunían en torno al asado, que tardaba horas en llegar a su punto en el patio, mientras compartían vasos de vermouth, aceitunas, salame y queso. Los niños trabajábamos, ampliando la mesa oval del comedor, que no se usaba nunca, con dos tablas extras que se guardaban detrás de un aparador. Tendíamos un gran mantel a cuadros que tampoco salía del cajón donde se guardaba más que en raras ocasiones, colocábamos los platos y cubiertos (con los tenedores a la izquierda, el cuchillo a la derecha, con el filo en dirección opuesta al plato, como nos habían dicho).
Los adultos comían en la mesa oval y los niños en otra, cuadrada, en un rincón del comedor, tal vez acompañados por alguna madre con un hijo incapaz de alimentarse solo, para que no molestáramos en las conversaciones de los mayores, que podían volverse inapropiadas, a medida que el vino corría y las reglas de urbanidad se relajaban, hasta que alguien recordaba nuestra presencia y todo volvía al orden. Sin saberlo, estábamos aplicando las reglas de un Manual de Carreño que no habíamos leído y se comunicaba de generación en generación, verbalmente. Las tareas que realizábamos eran un juego y simultáneamente un examen de buenas maneras.
La mesa es un espacio decisivo para la puesta a prueba de las buenas maneras. Uno puede dejarlas de lado en el baño, donde se suele estar solo; o en el dormitorio, que se comparte exclusivamente con los más íntimos. Allí, las reglas quedan en suspenso.
La mesa, en cambio, aunque se encuentre en ubicada en un lugar reservado, brinda la oportunidad de una actividad pública, que se conecta con los negocios, los compromisos y homenajes. He compartido comidas con hindúes y egipcios, que utilizaban las manos y no cubiertos para alimentarse, cuando en mi infancia me enseñaron que solo el pan se tocaba y resto debía manejarse con cubiertos, por complicada que fuera la pieza que nos daban a comer. Las patas y alas de pollo terminaban por derrotar la paciencia de cualquiera, y en esos casos uno debía pedir disculpas antes de aferrarlas con la mano.
Con el tiempo, advertí otra característica de mis amigos musulmanes: solo utilizaban la mano derecha para conducir el alimento a la boca (la otra mano era considerada impura: la usaban para higienizarse con agua el trasero). ¿Se justificaba iniciar una guerra santa contra ellos, para imponerles el uso del tenedor y el cuchillo en un caso, y el papel higiénico en el otro? Las buenas maneras no se dan solas, forman parte de un tejido complejo de acuerdos que no se adoptan ni renuncian con facilidad. Aquellos que se creen dueños de la verdad, no tardan en alimentar conflictos que luego resulta difícil desmontar.
En el curso de mi vida me tocó asistir a un cambio de eje de las buenas y malas maneras, que alteró de manera perdurable la definición de unas y otras. A comienzos de los `60, la cultura juvenil comenzó a reclamar una paradojal independencia de la cultura de los adultos. Se necesitaba otro espacio, menos convencional y represivo que el descrito y codificado hasta la saciedad por Carreño.
Todo lo que pareciera relacionarse con el mundo de los adultos, quedaba automáticamente devaluado: el nudo de la corbata, el almidón y las ballenitas en los cuellos de las camisas, el agua de Colonia y las pastillitas Sen-Sen para mejorar el aliento, los pantalones con raya y bocamanga, las creencias religiosas tradicionales, el baile apretado de las parejas, el peinado con gomina de los hombres, los preservativos, puesto que se había impuesto la píldora anticonceptiva.
En el ambiente universitario se puso de moda hablar mal (no masacrando la sintaxis ni reduciendo el léxico, como sucede en la actualidad, sino utilizando un vocabulario obsceno que hasta poco antes se consideraba inaceptable en el dialogo de gente culta). Las jergas del marxismo y el psicoanálisis marcaban todo y pretender marginarse de ellas hubiera sido una opción que condenaba a la soledad.
Cuando alguien no se aleja demasiado del ámbito donde nació y alterna con la misma gente con la que creció, tal vez no abrigue muchas dudas sobre una serie de reglas de urbanidad, que supone inamovibles, pero eso no lo libra de tener que responder preguntas incómodas, a medida que pasa el tiempo y las nuevas generaciones toman la palabra. ¿Es aceptable que los hijos (e hijas) traigan a sus parejas a la casa de los padres, para pasar la noche? ¿Cómo encarar las relaciones amorosas con personas del mismo sexo? ¿Qué drogas se aceptan en una casa decente (por ejemplo, el alcohol y el tabaco) y qué drogas se rechazan?
La moral no es el único terreno incierto de la urbanidad contemporánea. ¿Qué pasa con situaciones nuevas de la tecnología, como se dan en las comunicaciones por email? Para los teóricos de Internet, hay que desarrollar una netiqueta o código de buenas maneras propias de la red.
Anotar todo un mensaje en letras mayúsculas, es una falta de educación, como dialogar a los gritos o señalar a la otra persona con el índice. Utilizar un avatar en un chat, plantea serias dudas sobre los propósitos de quien se oculta. Repetir el envío del mismo mensaje, se interpreta como SPAM (una modalidad de acoso a distancia). Enviar o recibir mensajes de texto durante una clase o una misa, se consideran faltas. Tardar en responder un mensaje se convierte en un gesto de hostilidad. Reenviar una cadena de oraciones, caridad o curaciones milagrosas, no importa a quién, autoriza a los destinatarios a quejarse y colocar al emisor en la lista de los no deseados.
En los teatros y ceremonias religiosas, se advierte a los asistentes que los teléfonos celulares deben ser puestos en modalidad de vibración, para evitar la cacofonía de los ringtones. Fotografiar en situación incómoda a un conocido, equivale a introducirse en su domicilio sin ser invitado. Registrar con el teléfono la intimidad de una pareja, para difundirla a continuación en Facebook o You Tube, para vanagloriarse de lo vivido o en un gesto de venganza, denostar a la otra parte, cuando la relación se ha quebrado, son agresiones que en el pasado hubiera sido imposible convertir en realidad, mientras hoy se encuentran al alcance de cualquiera.
La gente podía hablar mal de sus amigos, vecinos y parientes para entretenerse; gran parte del diálogo socialmente aceptado consistía en intercambiar chismes o suposiciones malévolas sobre conocidos ausentes, pero la posibilidad de aportar testimonios visuales de la conducta ajena reprochable, quedaba reservada a quienes se daban el lujo de contratar a profesionales de la vigilancia, con el objeto de entablar demandas de separación. Dada la facilidad del registro de imágenes y sonidos en la actualidad, cualquiera puede acosar a quienes desea intimidar o destruir. Al mismo tiempo, hay quienes se exhiben públicamente a través de los nuevos medios, ¿tratan de seducir a los eventuales testigos?
O tempora o mores, planteaba una milenaria locución latina: otros tiempos, otras costumbres. Si las maneras de hoy, tanto las que consideramos buenas como las inaceptables, no son las de antes, conviene no descuidarlas. Lo efímero de las buenas maneras no demuestra que carezcan de sentido y se justifique ignorarlas, como se vanagloriaba Diógenes en la Antigüedad, sino que uno debe permanecer más atento que nunca a los cambios de actitud de la sociedad, porque las variaciones de los códigos de comportamiento, pueden ocurrir en semanas, incluso en horas y no se limitan a la superficie.

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