martes, 21 de mayo de 2013

Copas del olvido: Masculinidad, música popular y penas de amor

Durante mi infancia y adolescencia hubieran debido obligarme para que escuchara con la debida atención los tangos y rancheras que conocía de memoria todo el mundo, pero nadie consideró necesario proveerme de una educación musical de ese tipo. Yo escuchaba por la radio baladas de jazz, en los programas de Radio Mitre, sin prestarle ninguna atención a la letra, que a veces me preocupaba de leer en unos cancioneros modestísimos que se publicaban en papel de diario, con la intención de practicar el inglés que nos enseñaba nuestra pelirroja profesora del secundario, Miss Austin. Al descifrar esas canciones, lo más probable era descubrir que sus letras no tenían mucho sentido.
Jeanne Moreau en Eva
Oh, life could be a Dream / Sh-Boom / If I can take you up in Paradise up above / Sh-Boom / If you would tell me I´m the only one that you love. / Life coud be a dream / sweetheart. / Sh-boom, sh-boom / Ya-da-da Da-da-da Da-da-da Da. (James Keyes y James Edwards: Sh-Boom)
En cuanto al jazz más estricto, el scat de Louis Armstrong y Ella Fitzgerald, prescindía de palabras. Solo eran fonemas rítmicamente organizados y desprovistos de sentido. El deslumbramiento de la modernidad de mediados del siglo XX, condenaba de antemano a la música producida al sur del Río Grande, considerándola rémora de un pasado provinciano que subsistía gracias a la radio, sin enorgullecer a nadie.
Los adultos podían conocer las letras de memoria, pero no les prestaban mucha atención al cantarlas, porque no pasaban de ser una excusa para bailar sujetando a la pareja.
Hubiera sido imposible, sin embargo, aislarse del aporte de ese tipo de música sentimental, que había reinado durante los años `30 y nos asaltaba desde la radio o los altoparlantes publicitarios del centro de San Pedro. Sus letras narraban historias melodramáticas, emparentadas con aquellas de la prensa amarilla de Ahora, imposibles de dejar indiferente a quienes las oyeran, pero extrañas al mundo de la Cultura (eso creíamos, al menos).
Aprendí a disfrutar la música culta después, al llegar a los veinte años, cuando trabajé en un laboratorio fotográfico y durante meses, mientras revelaba y ampliaba fotos en la penumbra, tuve como compañía la discoteca de música del Barroco y moderna de un compañero de trabajo. Haber crecido oyendo música de películas de Hollywood y el Hit Parade de Radio Excelsior, no me preparaba de la mejor forma para concentrarme en las complejidades de la música popular del continente, que existían y sin embargo yo no llegaba a percibir.
Luego, en los años `60, llegaron los Beatles y se afianzó la noción de que la música popular del pasado, quedaba archivada para siempre, cuando sucedía otra cosa: yo, al menos, no había madurado lo suficiente para escucharla con la atención que requería.
Cuando oigo cantar rock (nunca, debo confesar) no llego a entender la letra de lo que se grita o gruñe con tanta energía. Me desconecto. Supongo que el texto del vocalista importa bastante menos que el aporte de la percusión y el resto de los instrumentos. De vez en cuando reaparecen las denuncias de bienpensantes que descubren mensajes satánicos o elogios de la droga en las letras del rock, y eso me desconcierta y maravilla: ¿cómo llegan a entender algo en ese magma de sonidos inarticulados y estridentes?
Los viejos tangos, las rancheras mexicanas, efectivamente refieren historias pobladas por personajes conflictivos, que el oyente capta en toda su complejidad o simpleza, que no cuesta recordar y acomodar a las experiencias personales.
Quiero emborrachar mi corazón / Para apagar un loco amor / Que más que amor es un sufrir. / Y aquí vengo para eso / A borrar antiguos besos / En los besos de otras bocas. (Enrique Cadícamo y Juan Carlos Cobián: Nostalgias)
No recuerdo que mi tío Miguel, después de la ruptura de un noviazgo de varios años se explayara delante de testigos, ni que ellos lo interrogaran sobre las circunstancias o lo comentaran a sus espaldas. En la realidad, la gente de mediados del siglo XIX era púdica (tal vez torpe) cuando se trataba de exponer sus sentimientos. La música popular llegaba entonces para expresar lo mismo que ellos guardaban sin atinar a expresarlo.
Eche amigo, nomás, écheme y llene / hasta el borde la copa de champán, ( que esta noche de farra y de alegría / el dolor que hay en mi alma quiero ahogar. (Francisco Caruso y Juan Andrés Caruso: La última copa)
En los tangos que durante mi infancia oía por la radio, puesto que en mi casa no había tocadiscos, el tema del alcohol y las penas de amor reaparecía asociado a la imagen de esas mujeres pérfidas que no me había tocado conocer, porque mi madre nunca se hubiera animado a dialogar con ellas y mi padre las hubiera despreciado o deseado tanto (no veo muy bien la diferencia) porque desencadenaban un drama, al burlar las promesas de fidelidad.
Los hombres que cantaban, exponían de manera elocuente su penosa situación de borrachos y cornudos. No era que bebieran por adicción al alcohol, como cualquiera puede suponer. La causante era otra persona, alguien que ni siquiera estaba presente para desmentir lo que se cantaba de ella, una mujer traidora, que había defraudado la confianza masculina.
Mozo, traiga otra copa / Que anoche juntos los vi a los dos. / Quise vengarme, matarla quise / Pero un impulso me serenó. / Salí a la calle desconcertado, / Sin saber cómo hasta aquí llegué / A preguntarle a los hombres sabios / A preguntarles qué debo hacer. / Olvide amigo, dirán algunos, / Pero olvidarla no puede ser, / Y si la mato, vivir sin ella, / Vivir sin ella nunca podré. / Alberto Vacarezza y Enrique Delfino: La Copa del Olvido (tango)
José Guadalupe Posada: grabado
Entre el despecho amoroso y la adicción etílica no suele mediar mucha distancia en el ambiente de los tangos y rancheras. Alguien se embriaga con el objeto de olvidar que acaban de abandonarlo (¿o tal vez lo abandonaron porque se embriagaba con excesiva frecuencia, porque era incapaz de resistir la tentación del alcohol?). Las mujeres y el aguardiente son dos fatalidades que aguardan al hombre, por lo general asociadas para perderlo.
Esta noche me voy de parranda / Para ver si me puedo quitar / Una pena que traigo en el alma / Que me agobia y que me hace llorar. / Si me encuentro por ahí con la muerte
A lo macho no le he de temer, / Si su amor ya perdí para siempre / ¿qué me importa la vida perder? (José Alfredo Jiménez: Esta noche)
No era cosa de sufrir sin anestesia, como uno hubiera supuesto de un macho confirmado en su inagotable capacidad de aguante. No, el hombre enamorado se volvía frágil, manipulable incluso para alguien, tan temible (a pesar de los golpes que habitualmente recibía durante la relación de pareja) como llegaba a ser una mujer.
Tampoco se trataba de cerrar un capítulo sin duda penoso y abrir otro, para demostrar ante el mundo que se mantenía cierto control masculino sobre las emociones. Los hombres de las canciones populares se derrumbaban literalmente en los mostradores y mesas de los bares, delante de otros hombres que en un momento u otro habían pasado por la misma situación, y aunque no se apiadaran, tampoco habrían de burlarse del espectáculo su debilidad.
Estoy en el rincón de una cantina / Oyendo una canción que yo pedí; / Me están sirviendo orita mi tequila, / Ya va mi pensamiento rumbo a ti. / Yo sé que tu recuerdo es mi desgracia, /Y vengo aquí nomás a recordar; / ¡qué amargas son las cosas que nos pasan, / cuando hay una mujer que paga mal. (José Alfredo Jiménez: Tu recuerdo y yo)
Una de las ventajas más evidentes del canto, es que sustituye al llanto y de ese modo le permite expresarse a quien se apropia de esas palabras ajenas para decir lo propio. Un hombre que se abandona al dolor personal en público, se denigra, pierde gran parte de su virilidad, mientras que un hombre que canta despierta las emociones de sus iguales, que han atravesado experiencias similares y en lugar de reírse de su desgracia, lo aplauden.
El enamoramiento que expone al engaño y el abandono, debilita al hombre, mientras que en forma paralela otorga poderes inusitados a las mujeres.
Entre copa y copa se acaba mi vida, / Llorando borracho tu pérfido amor. / ¡Qué negros recuerdos me trae tu mentira! / ¡Cómo cuesta lágrimas una traición! (Felipe Valdés Leal: Traigo penas en el Alma)
Emilio Petorutti: La canción del pueblo
Aunque el hombre declara que le canta a una mujer que se ha ido, los verdaderos destinatarios de la canción son los testigos de la humillación sufrida por el hombre. Ellos se han enterado o habrán de hacerlo, y evaluarán al perdedor como un pobre tipo que se merecía lo que se recibió, como alguien fuerte a pesar de la traición. Desde el punto de vista de la víctima, hay que justificar el duelo, insultando al objeto del enamoramiento.
A veces la verdadera poesía se desliza en el desarrollo de una canción que relaciona al alcohol y el despecho, para decir en pocos versos la decisión de ponerle fin a un duelo que de otra manera derivaría en algo tan poco masculino como la tristeza.
Hoy vas a entrar en mi pasado / en el pasado de mi vida… / Tres cosas lleva mi alma herida: / amor, pesar, dolor. / Hoy vas a entrar en mi pasado / hoy nuevas sendas tomaremos / ¡Qué grande ha sido nuestro amor! / Y sin embargo, ay / mira lo que quedó! (Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo: Los mareados)

viernes, 17 de mayo de 2013

Infierno y Purgatorio de la vejez en pareja

Nada nos hace envejecer con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos hacemos viejos. (Georg Lichtenberg)

John Cummings y su esposa Mary eran la pareja de más edad de mi barrio y hubieran sido notables por otros aspectos: eran ingleses, delgadísimos, rubios, les costaba hacerse entender en castellano, vestían de manera extraña (el hombre, usaba un rígido sombrero de corcho forrado en tela caki, como el del explorador Livingstone, mientras la mujer se protegía la cabeza con sombreros de paja y las manos con guantes blancos). Ellos no parecían tener contacto con nadie, fuera de las esporádicas visitas al almacén de mi padre, para comprar algunos pocos víveres, combustible y averiguar si habían llegado cartas con estampillas exóticas.
No tenían hijos ni otros parientes en San Pedro. Nunca me invitaron a conocer su casa, que debía ser tan pulcra por dentro como se la veía por fuera. Cuando llegué a la secundaria, me hablaban en inglés, para poner a prueba mis dos clases semanales con Miss Austin, pero no creo que yo me atreviera a tartamudear algo más que un par de respuestas básicas.
Desde la calle se podía ver que los Cummings tenían una antena de radio que les permitía escuchar emisoras de larga distancia, mientras nosotros nos conformábamos con las nacionales. Yo los imaginaba siempre solos, noche tras noche, después de haber trabajado todo el día en su chacra, oyendo las transmisiones de la BBC, con las interferencias que uno consideraba inevitables.
Nadie se hubiera preguntado si los Cummings eran felices o al menos si no se aburrían demasiado al tenerse únicamente uno al otro como interlocutores. No solo no era asunto nuestro inmiscuirnos en sus vidas, sino que nos resultaba imposible imaginar esa situación, porque nosotros vivíamos en el interior de familias extensas, rodeados de vecinos con los que interactuábamos en nuestra lengua materna todos los días.
Años después fui testigo de la madurez y la vejez de mis tíos Rosa y Eduardo, una pareja que no tuvo hijos, y a pesar de las dificultades que afrontaron, nunca se separó. Aislados, no creo que estuvieran mucho tiempo. Consentían a sobrinos o a cualquier chico que se les acercara. A medida que crecíamos, nos iban perdiendo. Era fácil darse cuenta que permanecían disponibles para oír a quien tuviera algo que decirles, generalmente para pedirles ayuda (y recibirla, una situación que ya por entonces se había vuelto bastante rara). No sé si se aburrían juntos o no, porque no estaban solos, ni tampoco inactivos casi nunca. Los veo acusándose teatralmente ante los amigos y parientes de ser tal como eran, chismosos, crédulos, carentes de ambiciones, nada de lo que hubieran debido avergonzarse, resignados a las decepciones mutuas que toleraban durante décadas, como solo puede hacer la gente que a pesar de todo se ama.
El matrimonio debe combatir sin tregua un monstruo que todo lo devora: la rutina. (Honoré de Balzac)
Ser viejo, para un joven de mediados del siglo XX, no era, como en la actualidad, pertenecer a otro mundo, que se supone incomunicable, y por lo tanto no hace falta prestarle atención. Medio siglo atrás, los viejos no eran tantos y había más jóvenes alrededor, que se sentían obligados a cuidarlos. Hace unos años, la vejez de mis tíos Matilde e Isidro se reveló traumática para las relaciones de mi familia paterna. Se habían quedado sin recursos, pero tenían una propiedad que les pertenecía desde medio siglo antes. Como no terminaban de morirse, aquellos que hubieran debido ayudarlos se encargaron de estafarlos. ¿Por qué no dejaban de una vez el espacio libre para los más jóvenes? Al enviarlos a un asilo, les hacían un favor.
La historia de los esquimales envejecidos, que perdieron sus dientes y ya no pueden participar en las tareas de ablandar con ellos el cuero de las focas, comenzó a circular durante los últimos años, difundida (¡oh casualidad) por jóvenes, como otro mito urbano, similar a la de la rubia desconocida que se dedica a propagar el VIH, aunque se refiriera a una realidad geográficamente distante.
Según la historia, esos viejos ern abandonados en el hielo, para que sirvieran a alimento a algún oso polar que se dignara hacerlo y (sobre todo) para que no constituyeran una carga para los esquimales jóvenes.
Ser viejo, a comienzos del siglo XXI, es compartir ese problema con muchos otros que han llegado a esa situación (cada vez más, de acuerdo a las estadísticas). Por eso envejecer pasa a convertirse en un problema de Estado. Se vuelve necesario diseñar programas para la Tercera Edad, hay que reunir a quienes envejecen separados, delante del televisor, tanto para abaratar los elevados costos de atención médica, como para evitar que los viejos hagan demasiado ruido cuan reclaman sus derechos.
Un matrimonio feliz es una larga conversación que siempre parece demasiado corta. (André Maurois)
Las parejas ideales que se recuerdan, no llegan a compartir demasiado tiempo juntos. No corren el riesgo de desgastarse por la rutina, de envilecerse con traiciones. Dante y Beatriz se ven apenas un par de veces en toda su vida, y a pesar de ello generan una obra literaria inmortal. Romeo y Julieta mueren demasiado jóvenes y por esa circunstancia tan triste pueden ser idealizados en el esplendor de la pasión juvenil. Se trata de imágenes conmovedoras, fáciles de aceptar y condenadas a no durar. Si el proyecto de vida en común no se debilita, ni convierte en rutina, es porque la muerte llega antes. Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir nunca fueron una pareja romántica (¡tan estudiosos y feos los dos!). Uno de los factores más deconcertantes de la relación, fue que envejecieron sin haber abjurado de sus ideas. Sin juntarse más, ni separarse del todo. Salvador Dalí y Gala estuvieron juntos hasta la muerte de ella, pero nunca convencieron como pareja romántica.
En la Antigüedad, tener 40 años era haber llegado a la vejez. Las condiciones de existencia de amplios sectores de la Humanidad han mejorado al punto de que las expectativas de sobrevivir suelen duplicar a las de hace un par de siglos. Nace menos gente que en el pasado, allí donde los anticonceptivos se difundieron mientras ocurría la incorporación de las mujeres al mundo laboral, pero también mueren menos, bastante más tarde que antes. Tal vez en la actualidad se viva sometido a un nivel de estrés desconocido en otras épocas, pero se vive más tiempo y los más jóvenes viven mejor que los más viejos, que al apegarse a la vida son percibidos como una carga molesta para el resto de la sociedad.
Para el 2030 se calcula que una quinta parte de los norteamericanos tendrá más de 65 años (una cantidad cuatro veces mayor que en 1990). La situación puede celebrarse, porque indica una mejora de las condiciones de vida, a pesar de que se convierte en preocupación para médicos, paramédicos y políticos superados por los problemas que plantea una masa creciente de viejos. ¿Qué hacer con esa gente que ha dejado de morir apenas concluida la etapa productiva y comienza a ser vista por sus familiares y el Estado como una carga?
Si en el pasado la juventud era tan breve y la madurez no tardaba en conducir a la muerte, hoy se enfrenta la amenaza de continuar vivo más tiempo del que pudieron disfrutar las generaciones anteriores, sin saber muy bien qué hacer con eso. En algunos países, se está alienta la reincorporación de los jubilados a las actividades laborales. Ellos están en condiciones de aportar un caudal de experiencias a las nuevas generaciones, sometidas a procesos de formación defectuosos, y por el otro pueden aliviar las deficiencias del sistema provisional que ha demostrado su incapacidad para asegurar las condiciones de vida a las que estaban acostumbrados.
Las parejas que envejecen necesitan más cuidados. A partir de cierta edad, la dependencia de alguien más joven y sano se vuelve inevitable. ¿Puede ser el otro miembro de la pareja? Depender de la buena voluntad de parientes, amigos o empleados, revela problemas que antes se encaraban entre todos y ahora, al reducirse las familias y debilitarse los lazos de amistad, quedan insatisfechos. Cuidar a un anciano es tarea difícil y costosa, tanto financiera como emocionalmente.
Estadísticamente se sabe que las mujeres viven más que los hombres. Al llegar a la ancianidad, hay más viudas que viudos. Aunque solo sea por enfermedades que se encargan de liquidarlos antes, los hombres mueren en compañía de sus mujeres, pero apenas un tercio de ellas viven acompañadas por sus maridos después de los 65 años. Las guerras, el consumo de alcohol y tabaco, los accidentes, se encargan de liquidar tempranamente a los hombres. Hacia 1990, en los EEUU, las mujeres mayores superaban a los hombres de la misma edad en una relación de tres a dos, cuando en 1960 era de seis a cinco. Después de cumplir los 85 años, había cinco mujeres por cada dos hombres.
Otras situaciones que no son la muerte, ponen a prueba a las parejas de ancianos y llegan a destruir la relación o la vuelven incómoda. La infidelidad es una crisis que desarticula cualquier proyecto de vida en común. ¿Cómo confiar en alguien que miente? ¿Cómo seguir juntos con aquellos que tienen proyectos que excluyen a la pareja?
María Campos, mi suegra
Para los ancianos, quedarse solos, porque los hijos crecieron y formaron sus propias familias, o porque nunca hubo hijos, brinda nuevas posibilidades de comunicación. Tal vez se entiendan mejor, una vez desaparecida la interferencia familiar que les impedía concentrarse en ellos mismos, pero también puede ocurrir lo contrario, que el aislamiento deje al descubierto los conflictos que antes quedaban ocultos o demorados.
Cuando un miembro de la pareja comienza a mostrar su deterioro, el otro suele intervenir para compensarlo de algún modo. Esto supone enfrentar la evidencia de que se está perdiendo a la otra persona, de la manera más penosa que pueda darse, no porque se aleje de una vez por todas, como impone la muerte, sino porque día tras día deja de ser quien fue.
Sentimientos de enojo, tristeza y frustración se combinan, como cuando se sufre una traición. Ellos dejan de ser quienes prometieron ser en la etapa distante en la que ambos se reunieron. El menos dañado debe alterar su rol inicial en la pareja, y pasar de la condición de cónyuge al de cuidador o compañero de desgracias. El amante quedó atrás mucho antes y hasta la amistad en la que deviene se deteriora. No es una imagen demasiado placentera para nadie. Puede ser vista incluso como una pesadilla por los jóvenes, que todavía no han aprendido a negociar con la realidad el inevitable desgaste que imponen los años.
El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad. (Gabriel García Márquez)