Eso ha ido cambiando, bajos los auspicios de la industria
cultural de la modernidad. Que el espectáculo de la crueldad se disfruta y no
tarda en volverse una forma habitual de ocupación del tiempo libre, queda demostrado
por la concentración de los niños que permanecen durante horas frente a la
pantalla que exhibe la violencia y permite interactuar con ella. ¿Por eso
estudian menos o se acostumbran a no prestar atención a nada que no sea menos
excitante?
Ver la crueldad representada sin mayores restricciones en la
pantalla de un video-juego, mientras se le dan órdenes al personaje, que pone
en práctica lo que el usuario del juego le ordena hacer (sin que lo detengan
responsabilidades efectivas en el mundo real), probablemente no es una actividad
demasiado repugnante para nadie, puesto que se presenta como un simulacro que
carece de otras consecuencias en la realidad que ganar o perder el juego (y en
este último caso, siempre le queda la opción de Reiniciar).
Muerte, agonía, tormento de los adversarios, son situaciones
que no salen de la pantalla, ni manchan las manos de quien promueve, observa y
disfruta el espectáculo de la violencia, a diferencia de lo que pasa en el cine
o la televisión, donde el espectador puede argumentar que no hizo nada para que
ese desgaste cruel de energía se pusiera en acción.
El protagonista del video juego mata sin demasiado esfuerzo
ni escrúpulos, a uno o más de sus adversarios cada pocos segundos, o en el peor
de los caso es muerto por ellos, pero el final del juego no deja víctimas
efectivas que se pudran o tengan que ser enterradas. El juego se reinicia en el
primer nivel y las mismas condiciones.
Solo se trata de participar en un simulacro ágil, ruidoso y
colorido, que transcurre en un mundo virtual, que se desactiva y olvida apenas
se lo apaga; que se reinicia en cualquier momento para continuar en lo mismo. Deslizarse
de la realidad al simulacro, para utilizar a continuación las reglas del juego
en la realidad, puede no parecer difícil, cuando la aversión habitual ante la
violencia ha sido debilitada. Imaginariamente, da lo mismo y (sobre todo) no
tiene consecuencias. La limitada responsabilidad que plantea el juego, no puede
ser más atractiva. ¿Cómo desaprovechar la oportunidad de hacer lo que
habitualmente no está permitido (hacerlo en el mundo imaginario) y continuar
libre de sanciones?
Una demanda constante de diversión trivial y excitante
define la relación actual de los consumidores infantiles con los medios
encargados de suministrarla a quienes pagan por ella. El tiempo libre que
disponen los niños, habitualmente cada uno separado del resto, se ha convertido
en una parte fundamental de sus vidas, desplazando a otras instancias como el
aprendizaje formal y el diálogo con familiares y amigos. En la escuela, los
docentes deben estar atentos para impedir que los estudiantes se distraigan
demasiado con sus teléfonos móviles, enviando y recibiendo mensajes,
participando en video-juegos, actividades que siempre requerirán menos esfuerzo
que el aprendizaje formal.
Ese tiempo en el que ellos se responsabilizan de sus
decisiones, de acuerdo a los intereses de la industria cultural, no puede ser
efectivamente tan libre como pretenden los adultos, porque se encuentra
dedicado al consumo de sus productos y servicios. Para conseguir ese objetivo,
los elementos distractores tienen que ser muy atractivos y parecer accesibles,
siempre más excitantes que la escuela o la familia. No obstante lo anterior,
conservan características industriales, que los definen como genéricos, vacíos
de contenidos, reiterativos, capaces de atraer al mayor número posible de
usuarios. La relación de la audiencia infantil masificada, con esos productos
de la industria cultural diseñados para volverse adictivos, deriva en una
renovada huida de la realidad.
Distraerse de una rutina opresiva o simplemente
desagradable, por aburrida que fuera, ha sido una demanda tradicional de los
niños, sometidos a un proceso educativo que no se preocupa de interesarlos en
su formación, porque da por sentado que ellos deben pasar por eso e
interiorizar sus contenidos y valores, sin importar que lo necesiten o no, que
lo disfruten o no.
El sueño, la fantasía, no solían ni suelen ser hoy parte de
la formación infantil. En el mejor de los casos se los tolera solo como una pausa,
controlada por los adultos, limitada en el tiempo, que no tarda en conducir de
nuevo a los objetivos y valores de la educación.
Todo eso ha cambiado y no poco, en el curso de menos de una
generación. La estricta regulación de la vida cotidiana de los jóvenes que
refería Eisenstein, pasa a ser cosa del pasado, al menos para las familias y la
escuela, que no atinan a reaccionar ante los continuos cambios, con frecuencia
amenazantes, que introduce la tecnología de las comunicaciones en la vida
cotidiana. Los niños acceden hoy desde muy temprano a Internet, frecuentan los chats donde los adultos peor
intencionados intentan seducirlos utilizando avatares que no pueden ser
comprobados por sus víctimas hasta que es demasiado tarde para retroceder.
Los jóvenes llevan sus teléfonos móviles durante sus salidas
nocturnas, para tranquilizar a los padres, que se los han comprado porque no
pueden ignorar la inseguridad que reina en las calles y esperan recibir los
pedidos de auxilio de sus hijos en el peor de los casos, aunque al mismo tiempo
el teléfono se ha convertido en la herramienta privilegiada de los pedófilos y
traficantes de personas, que elaboran falsas personalidades (unas más engañosas
que otras) para seducir a los incautos.
Los niños introducen ese equipamiento desestabilizador también
en la escuela, y el docente que trata de educarlos debe competir con esos
artefactos tanto más atractivos que sus propias clases, en una desigual
competencia para obtener la atención que su audiencia infantil le dedica a la
consulta de Facebook y el intercambio de mensajes de texto.
Los jóvenes se divierten gracias a los video-juegos con el
espectáculo de la violencia más repulsiva, tal como en generaciones pasados lo
hacían con la representación idealizada del enamoramiento y las aventuras. Los
estímulos han variado, pero la huida de la realidad es la misma. La
desensibilización generalizada ante el espectáculo de la violencia permite que
la crueldad se vuelva en ciertos casos rutinaria, puede suponerse que inocua,
por trivial y exagerada, mientras que en otros casos alimenta la resignación o incluso
el deseo de imitarla.
Los video-juegos más violentos suelen ser aquellos que más
se venden. De acuerdo a una denuncia reciente, grupos de extremistas islámicos
los están empleando para reclutar adeptos para sus filas. Si es divertido matar
soldados occidentales en una pantalla, ¿cómo puede no resultar emocionante
cuando se lo intente en la realidad?
Las películas y series de televisión más violentas, suelen
figurar entre las más vistas por toda la familia. Los efectos especiales
brindan imágenes espectaculares de balas en cámara lenta, que penetran los órganos
humanos y chorros de sangre que se esparcen hasta en tres dimensiones.
Puede ser que estas imágenes no inviten a la imitación de
los niños, como teme tanta gente, porque la representación de la violencia que
ofrecen puede ser disfrutada, puede desensibilizar a quien la frecuentan, pero es
demasiado fantástica para ser imitada, y en caso de que la tentación prendiera,
solo afectaría a mentes incapaces de diferenciar la realidad de la fantasía
(algo que de acuerdo a los especialistas ocurre alrededor de los ocho años, en
el proceso normal de desarrollo infantil).
La prolongada exposición a la
violencia desensibiliza las respuestas emocionales normales de un individuo
hacia la violencia, por lo que hace que sea más fácil para una persona
considerar involucrarse en actos violentos, además de reducir la empatía y el
impulso de ayudar a las víctimas de la violencia. (Anderson: The influence of
media violence on youth)
Intentar comportarse como un superhéroe o un supervillano,
sin embargo, es un proyecto que no tarda en revelarse impracticable para cualquier
chico que no se encuentre demasiado perturbado mentalmente. Aquellos que
confunden la realidad y la fantasía, que se revelan decididos a intentar
hazañas o atrocidades de ese tipo, probablemente no necesitan el auxilio de
ningún juego de video o comic para
extraviarse. Algo más grave y serio les ha fallado antes.
Se han vuelto adictos a estimulantes que los sumen en un
reino de fantasías mientras consumen y los golpean con penosos atisbos de la
realidad cuando dejan de hacerlo. Las familias disfuncionales donde nadie se
preocupa más que de su propio ombligo, o la escuela incapaz de detectar el bullying, son los lugares más idóneos
para alimentar esas tendencias destructivas.