viernes, 11 de noviembre de 2011

Clásicos de mi juventud

Sala de Lectura de la Biblioteca Pública de San Pedro
En San Pedro, entre los diez y los trece años debo haber leído la mayor parte de los libros que, según se suponía entonces, debía conocer una persona culta. Demasiado pronto y muy a la rápida, me temo. Dos editoriales argentinas (Atlántida y Peuser) se habían encargado de decidir por mí qué debía leer, adelantándose a los reclamos del ramo Literatura de la secundaria, que se conformaban con suministrar una breve Antología de fragmentos de obras fundamentales al final de cada capítulo. Si uno leía esas tres o cuatro páginas, eso bastaba para enterarse de lo que estaba hablando y aprobaba la asignatura. Si pretendía algo más, tropezaba con el calendario de la asignatura, que planteaba otro tema.
Recuerdo haber encarado la lectura kamikaze de la monumental recopilación de Romances españoles de Menéndez y Pidal, que descubrí en la Biblioteca Rafael Obligado, solo porque intentaba encontrar el romance medieval más corto posible, que me permitiera superar una tarea escolar planteadas por Castellano, que consistía en la memorización de un poema completo. Dada mi tartamudez de entonces, cuanto más largo fuera el texto que iba recitar en público, mayor podía ser mi humillación. Para evitar ese obstáculo, leí decenas de romances, hasta localizar uno de menos de diez líneas, que me ofrecía pocos tropiezos (Mañanita de San Juan / Cayó un marinero al agua / etc.).
Mi padre compraba mensualmente Selecciones del Reader's Digest, y esa revista me acostumbró a la idea de que un libro extenso pudiera ser "condensado" sin que perdiera nada en el proceso. Probablemente Leoplán hacía lo mismo, sin confesar que fuera su política editorial. Cualquier abuso quedaba justificado por el proyecto de facilitar el acceso al texto literario de un "lector ocupado". Gracias a Selecciones y Leoplán, nunca me tomé el trabajo de leer una serie de libros que no me hubieran aportado mucho, pero también adquirí la convicción (errada) de que no era dañina esa modalidad de lectura que permite enterarse de todo y profundizar en nada.
Los "Clásicos de la Juventud" de Atlántida habían sido muy bien elegidos para introducir los textos fundamentales de la literatura europea, sin pagar derechos de autor. Eran volúmenes pequeños, de tapas duras, profusamente ilustrados, que impresionaban por sus características gráficas al lector infantil, mientras evitaban las enumeraciones fastidiosas de La Ilíada, convertían los versos de El Cid y los diálogos de Romeo y Julieta en fluida prosa, adecentaban La Celestina o El Decamerón, para adecuarlos a la perspectiva inocente que correspondía a sus jóvenes lectores. En otros casos, sintetizaban Fausto y lo despojaban de personajes y situaciones que demoraban la acción, ponían al alcance de todos textos redactados en una lengua arcaica, como sucedía con el español de El Quijote o Amadís de Gaula.

Colección Austral
La biblioteca de Peuser tenía como destinatarios explícitos a los adolescentes. Los volúmenes amarillos eran grandes y no advertían que los textos hubieran sido recortados. Eran más extensos que los de Atlántida y abarcaban un área menos restringida de lo que el joven lector debía conocer. Incluía novelas de Charles Dickens, Julio Verne, Walter Scout, Juana Spyri o Edmundo D'Amicis. Ahora sé que no hubiera perdido mucho, dejando de leer varios de ellos, pero lo fundamental era el impulso de explorar la Literatura por mi cuenta y riesgo, perdiendo el tiempo en más de un texto mediocre, pero también atreviéndome a disfrutar otro que nadie me había recomendado.
Solo tengo un reparo sobre estas primeras lecturas que debían mostrarme una cultura sobre la cual se fundamentaría mi desempeño futuro como escritor, el resto de mi vida: impidieron que me contactara con los textos auténticos.
No digo que un chico pueda encarar por sí mismo el laberinto de La Odisea, pero lo ideal hubiera sido que fuera capaz de reconocer las enormes dificultades que entraña, para avanzar o retroceder según mi capacidad de entonces, utilizando el tiempo que me hiciera haga falta. Si alguien no lee completo un texto difícil que lo desafía con toda su complejidad, no importa demasiado, porque probablemente ha perdido el temor a explorar una obra que le ofrece una pluralidad de alternativas y habrá de acompañarlo hasta el día de su muerte.

James Joyce
El día que decidí leer el Ulises de James Joyce, a los quince años, por curiosidad, porque lo había visto mencionado en el Suplemento Literario de La Nación de los domingos y porque lo encontré en el fichero de la Biblioteca Rafael Obligado, fue una de esas grandes fechas que uno atesora. ¡Qué muralla intimidante de inventiva lingüística y exigencias culturales que me superaban! Era lo mismo que aprender a nadar en el océano. Uno lo conseguía o se ahogaba. Sucedió durante las vacaciones y debo haber empleado por lo menos un mes para llegar al final del monólogo de Molly Bloom.
El consejo que daba T.S.Eliot para quienes pretendan adentrarse en el conocimiento de la lengua italiana, era ponerse a leer La Divina Comedia. Recomendación nada fácil de seguir, probablemente, pero ¿qué mejor introducción que una obra literaria donde esa lengua resplandece? Cuando finalmente me decidí a estudiar griego, no hace mucho, mi profesora comenzó por darnos a traducir fragmentos de los filósofos presocráticos. Después venía el texto completo de Medea. Hubiera sido estupendo tener la disponibilidad mental de los catorce años y no los compromisos de los sesenta y cinco en ese momento.

Franz Kafka

A eso de los quince años, decidí convertirme en mi propia guía de formación literaria. No estaba dispuesto a profundizar en los clásicos. ¿Para qué, si ya conocía los resúmenes de Atlántida y Peuser? Por eso me dediqué a los autores contemporáneos. Tenía que leer pronto la totalidad de la obra de Kafka y gran parte de la obra de Faulkner, y pronto la dramaturgia de O'Neill, Ionesco y Beckett. Un autor llevaba a otro de antes o después, miembro de la misma escuela o su opuesto. Las solapas de un libro suministraban datos que reclamaban la lectura de otros libros. Los artículos del suplemento dominical de La Nación ofrecían pistas.
Es el riesgo de los autodidactas: se guían por el apetito cambiante y en ocasiones motivador, no por un programa confiable. Eso les otorga (nos otorga, porque soy un ejemplo de ese tipo de formación) una pasión mayor que la esperable en un estudiante de la materia, pero también lamentables huecos, dispersiones de todo tipo, pérdidas de tiempo.
Escrito lo anterior, recuerdo lo sucedido a una sobrina de mi mujer, una joven que estudió Literatura Inglesa en la Universidad Católica y salió conociendo exclusivamente a los pocos (y en algunos casos excelentes) escritores católicos de esa lengua, por igual Chesterton, Waugh y Greene, que C.S.Lewis y Tolkien. Era una visión sesgada, que excluía una serie significativa de autores protestantes o ateos y no obstante contaba con el respaldo de una prestigiosa institución educativa.
Mis Clásicos incluyen lagunas del tamaño de océanos, que probablemente no habré de superar en lo que me queda de vida, como los grandes novelistas rusos del siglo XIX o el teatro clásico francés, pero así es toda Cultura: insuficiente y sin embargo uno se las compone para vivir y trabajar con ella.