viernes, 17 de mayo de 2013

Infierno y Purgatorio de la vejez en pareja

Nada nos hace envejecer con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos hacemos viejos. (Georg Lichtenberg)

John Cummings y su esposa Mary eran la pareja de más edad de mi barrio y hubieran sido notables por otros aspectos: eran ingleses, delgadísimos, rubios, les costaba hacerse entender en castellano, vestían de manera extraña (el hombre, usaba un rígido sombrero de corcho forrado en tela caki, como el del explorador Livingstone, mientras la mujer se protegía la cabeza con sombreros de paja y las manos con guantes blancos). Ellos no parecían tener contacto con nadie, fuera de las esporádicas visitas al almacén de mi padre, para comprar algunos pocos víveres, combustible y averiguar si habían llegado cartas con estampillas exóticas.
No tenían hijos ni otros parientes en San Pedro. Nunca me invitaron a conocer su casa, que debía ser tan pulcra por dentro como se la veía por fuera. Cuando llegué a la secundaria, me hablaban en inglés, para poner a prueba mis dos clases semanales con Miss Austin, pero no creo que yo me atreviera a tartamudear algo más que un par de respuestas básicas.
Desde la calle se podía ver que los Cummings tenían una antena de radio que les permitía escuchar emisoras de larga distancia, mientras nosotros nos conformábamos con las nacionales. Yo los imaginaba siempre solos, noche tras noche, después de haber trabajado todo el día en su chacra, oyendo las transmisiones de la BBC, con las interferencias que uno consideraba inevitables.
Nadie se hubiera preguntado si los Cummings eran felices o al menos si no se aburrían demasiado al tenerse únicamente uno al otro como interlocutores. No solo no era asunto nuestro inmiscuirnos en sus vidas, sino que nos resultaba imposible imaginar esa situación, porque nosotros vivíamos en el interior de familias extensas, rodeados de vecinos con los que interactuábamos en nuestra lengua materna todos los días.
Años después fui testigo de la madurez y la vejez de mis tíos Rosa y Eduardo, una pareja que no tuvo hijos, y a pesar de las dificultades que afrontaron, nunca se separó. Aislados, no creo que estuvieran mucho tiempo. Consentían a sobrinos o a cualquier chico que se les acercara. A medida que crecíamos, nos iban perdiendo. Era fácil darse cuenta que permanecían disponibles para oír a quien tuviera algo que decirles, generalmente para pedirles ayuda (y recibirla, una situación que ya por entonces se había vuelto bastante rara). No sé si se aburrían juntos o no, porque no estaban solos, ni tampoco inactivos casi nunca. Los veo acusándose teatralmente ante los amigos y parientes de ser tal como eran, chismosos, crédulos, carentes de ambiciones, nada de lo que hubieran debido avergonzarse, resignados a las decepciones mutuas que toleraban durante décadas, como solo puede hacer la gente que a pesar de todo se ama.
El matrimonio debe combatir sin tregua un monstruo que todo lo devora: la rutina. (Honoré de Balzac)
Ser viejo, para un joven de mediados del siglo XX, no era, como en la actualidad, pertenecer a otro mundo, que se supone incomunicable, y por lo tanto no hace falta prestarle atención. Medio siglo atrás, los viejos no eran tantos y había más jóvenes alrededor, que se sentían obligados a cuidarlos. Hace unos años, la vejez de mis tíos Matilde e Isidro se reveló traumática para las relaciones de mi familia paterna. Se habían quedado sin recursos, pero tenían una propiedad que les pertenecía desde medio siglo antes. Como no terminaban de morirse, aquellos que hubieran debido ayudarlos se encargaron de estafarlos. ¿Por qué no dejaban de una vez el espacio libre para los más jóvenes? Al enviarlos a un asilo, les hacían un favor.
La historia de los esquimales envejecidos, que perdieron sus dientes y ya no pueden participar en las tareas de ablandar con ellos el cuero de las focas, comenzó a circular durante los últimos años, difundida (¡oh casualidad) por jóvenes, como otro mito urbano, similar a la de la rubia desconocida que se dedica a propagar el VIH, aunque se refiriera a una realidad geográficamente distante.
Según la historia, esos viejos ern abandonados en el hielo, para que sirvieran a alimento a algún oso polar que se dignara hacerlo y (sobre todo) para que no constituyeran una carga para los esquimales jóvenes.
Ser viejo, a comienzos del siglo XXI, es compartir ese problema con muchos otros que han llegado a esa situación (cada vez más, de acuerdo a las estadísticas). Por eso envejecer pasa a convertirse en un problema de Estado. Se vuelve necesario diseñar programas para la Tercera Edad, hay que reunir a quienes envejecen separados, delante del televisor, tanto para abaratar los elevados costos de atención médica, como para evitar que los viejos hagan demasiado ruido cuan reclaman sus derechos.
Un matrimonio feliz es una larga conversación que siempre parece demasiado corta. (André Maurois)
Las parejas ideales que se recuerdan, no llegan a compartir demasiado tiempo juntos. No corren el riesgo de desgastarse por la rutina, de envilecerse con traiciones. Dante y Beatriz se ven apenas un par de veces en toda su vida, y a pesar de ello generan una obra literaria inmortal. Romeo y Julieta mueren demasiado jóvenes y por esa circunstancia tan triste pueden ser idealizados en el esplendor de la pasión juvenil. Se trata de imágenes conmovedoras, fáciles de aceptar y condenadas a no durar. Si el proyecto de vida en común no se debilita, ni convierte en rutina, es porque la muerte llega antes. Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir nunca fueron una pareja romántica (¡tan estudiosos y feos los dos!). Uno de los factores más deconcertantes de la relación, fue que envejecieron sin haber abjurado de sus ideas. Sin juntarse más, ni separarse del todo. Salvador Dalí y Gala estuvieron juntos hasta la muerte de ella, pero nunca convencieron como pareja romántica.
En la Antigüedad, tener 40 años era haber llegado a la vejez. Las condiciones de existencia de amplios sectores de la Humanidad han mejorado al punto de que las expectativas de sobrevivir suelen duplicar a las de hace un par de siglos. Nace menos gente que en el pasado, allí donde los anticonceptivos se difundieron mientras ocurría la incorporación de las mujeres al mundo laboral, pero también mueren menos, bastante más tarde que antes. Tal vez en la actualidad se viva sometido a un nivel de estrés desconocido en otras épocas, pero se vive más tiempo y los más jóvenes viven mejor que los más viejos, que al apegarse a la vida son percibidos como una carga molesta para el resto de la sociedad.
Para el 2030 se calcula que una quinta parte de los norteamericanos tendrá más de 65 años (una cantidad cuatro veces mayor que en 1990). La situación puede celebrarse, porque indica una mejora de las condiciones de vida, a pesar de que se convierte en preocupación para médicos, paramédicos y políticos superados por los problemas que plantea una masa creciente de viejos. ¿Qué hacer con esa gente que ha dejado de morir apenas concluida la etapa productiva y comienza a ser vista por sus familiares y el Estado como una carga?
Si en el pasado la juventud era tan breve y la madurez no tardaba en conducir a la muerte, hoy se enfrenta la amenaza de continuar vivo más tiempo del que pudieron disfrutar las generaciones anteriores, sin saber muy bien qué hacer con eso. En algunos países, se está alienta la reincorporación de los jubilados a las actividades laborales. Ellos están en condiciones de aportar un caudal de experiencias a las nuevas generaciones, sometidas a procesos de formación defectuosos, y por el otro pueden aliviar las deficiencias del sistema provisional que ha demostrado su incapacidad para asegurar las condiciones de vida a las que estaban acostumbrados.
Las parejas que envejecen necesitan más cuidados. A partir de cierta edad, la dependencia de alguien más joven y sano se vuelve inevitable. ¿Puede ser el otro miembro de la pareja? Depender de la buena voluntad de parientes, amigos o empleados, revela problemas que antes se encaraban entre todos y ahora, al reducirse las familias y debilitarse los lazos de amistad, quedan insatisfechos. Cuidar a un anciano es tarea difícil y costosa, tanto financiera como emocionalmente.
Estadísticamente se sabe que las mujeres viven más que los hombres. Al llegar a la ancianidad, hay más viudas que viudos. Aunque solo sea por enfermedades que se encargan de liquidarlos antes, los hombres mueren en compañía de sus mujeres, pero apenas un tercio de ellas viven acompañadas por sus maridos después de los 65 años. Las guerras, el consumo de alcohol y tabaco, los accidentes, se encargan de liquidar tempranamente a los hombres. Hacia 1990, en los EEUU, las mujeres mayores superaban a los hombres de la misma edad en una relación de tres a dos, cuando en 1960 era de seis a cinco. Después de cumplir los 85 años, había cinco mujeres por cada dos hombres.
Otras situaciones que no son la muerte, ponen a prueba a las parejas de ancianos y llegan a destruir la relación o la vuelven incómoda. La infidelidad es una crisis que desarticula cualquier proyecto de vida en común. ¿Cómo confiar en alguien que miente? ¿Cómo seguir juntos con aquellos que tienen proyectos que excluyen a la pareja?
María Campos, mi suegra
Para los ancianos, quedarse solos, porque los hijos crecieron y formaron sus propias familias, o porque nunca hubo hijos, brinda nuevas posibilidades de comunicación. Tal vez se entiendan mejor, una vez desaparecida la interferencia familiar que les impedía concentrarse en ellos mismos, pero también puede ocurrir lo contrario, que el aislamiento deje al descubierto los conflictos que antes quedaban ocultos o demorados.
Cuando un miembro de la pareja comienza a mostrar su deterioro, el otro suele intervenir para compensarlo de algún modo. Esto supone enfrentar la evidencia de que se está perdiendo a la otra persona, de la manera más penosa que pueda darse, no porque se aleje de una vez por todas, como impone la muerte, sino porque día tras día deja de ser quien fue.
Sentimientos de enojo, tristeza y frustración se combinan, como cuando se sufre una traición. Ellos dejan de ser quienes prometieron ser en la etapa distante en la que ambos se reunieron. El menos dañado debe alterar su rol inicial en la pareja, y pasar de la condición de cónyuge al de cuidador o compañero de desgracias. El amante quedó atrás mucho antes y hasta la amistad en la que deviene se deteriora. No es una imagen demasiado placentera para nadie. Puede ser vista incluso como una pesadilla por los jóvenes, que todavía no han aprendido a negociar con la realidad el inevitable desgaste que imponen los años.
El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad. (Gabriel García Márquez)

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