Calumnie, pero sin faltar /
traicione con elegancia / perfume su repugnancia / con exquisita urbanidad.
(Joan Manuel Serrat: Lecciones de urbanidad)
Durante la infancia fui entrenándome en la experiencia del
asco (y probablemente heredando al mismo tiempo las repulsiones manifestadas
por los adultos que tenía cerca). La nata de la leche, por ejemplo, era
repugnante, no sé por qué y había que eliminarla cuidadosamente con una cuchara, de la taza
del desayuno o la merienda, para que no se pegara en el paladar. Un rechazo parecido provocaba
la sopa de avena (pegajosa) y las cebollas hervidas (resbaladizas) del puchero, porque de tragar eso
contra mi voluntad, que hubiera sido apartar el plata o la taza, el próximo paso podía ser el vómito.
Pensar en texturas resbaladizas en mi garganta, bastaba para
generarme arcadas. Cuando me pregunto por qué, no encuentro ninguna respuesta
plausible, pero me consta que estos rechazos tardaron años en desaparecer por
sí solos, una circunstancia de la que me felicito, porque conocí a gente que al
madurar continuaba acumulando ascos inexplicables, como si se tratara de una
colección exquisita, que necesitaban revisar a cada rato y convertía en un
tormento su vida cotidiana.
Causaba asco ver que un vagabundo que pasaba por la calle se
sonara las narices con los dedos. Molestaba, aunque no en la misma medida, que
Ali, el tendero, se sentara a tomar fresco en la puerta de su casa y se hurgara
los dedos del pie. Quería ver y no ver que uno de mis tíos hundiera un cuchillo
en la garganta de un cerdo, durante la matanza anual que dejaba una sabrosa
herencia de morcillas, chorizos, jamón y panceta.
La existencia de una escala de lo desagradable, permitía
efectuar transacciones: esto puede ser aceptado con restricciones, esto no;
mientras no se alcanzara cierto nivel de repulsión, todo se encontraba bajo
control. Pasado ese límite, ya no podía sentirme dueño de mis actos y la
incertidumbre en la que quedaba sumido aterrorizaba.
Daban asco los invisibles piojos de los compañeritos de
escuela o que se metieran un dedo en la nariz, pero en el trato habitual esos
datos dejaban de importar. Asqueaba el pus de los forúnculos, que una vez drenado
no dejaba huella en la piel y no tardaba en borrarse de la memoria.
Desagradable, en cambio, era el compañero del colegio secundario, probablemente
víctima de un acné juvenil que se renovaba. Durante años desconfié de la
escupidera de bronce pulido de la peluquería de hombres que visitaba todos los
meses. Nunca vi que la utilizaran y parecía muy limpia, o al menos olía a
desinfectante. Bastaba imaginar para qué estaba allí, para la repugnancia se
impusiera.
Los sapos causaban asco. En invierno permanecían lejos, refugiados
en la humedad de los zanjones de mi barrio, pero al llegar el verano, durante
las noches, atraídos por la luz, se acercaban al patio o la galería donde
cenaba la familia. Tanto disgustaban, que las mujeres los espantaban con
escobas y los hombres podían arrojarles brasas o cigarrillos encendidos, que
para su perdición ellos tragaban, convencidos de que se trataba de luciérnagas.
Años más tarde, con más esfuerzo que placer, consumí las ancas de rana que la
madre de un amigo había preparado especialmente para nosotros y hubiera sido
descortés rechazar.
Las cucarachas que aparecían detrás o debajo de un mueble
que no se movía nunca, daban asco, lo mismo que las arañas de los rincones, las
invisibles serpientes (su solo nombre causaba escalofríos) las comadrejas que
devoraban los huevos de las gallinas y los ratones que corrían en medio de la
noche por el cielo raso y masticaban Dios sabe qué y hubieran podido caer
encima de los durmientes. Por lo tanto, no convenía preocuparse de analizar demasiado
el rechazo que provocaban esas presencias furtivas, porque lo urgente era
eliminar a cualquier sabandija, una reacción que daba la respuesta más
satisfactoria al asco.
Cuando uno comía, daba asco descubrir un pelo en la sopa y tampoco era muy agradable
encontrar los pañales de la hermana menor en la batea de mi madre, que tendría
que lavarlos (porque los desechables no se habían inventado aún) y no podía
darse el lujo de tener asco. Ella no esquivaba ninguna de las tareas que estaba
a su cargo, tanto si le agradaban como si no.
El rechazo o asco no es una
forma de renuncia al objeto, sino una fuerte vinculación con él. (Carlos Castilla
del Pino: Teoría de los sentimientos)
Expresar el asco, a diferencia de lo que pasa con otros
sentimientos, no requiere demasiado esfuerzo de parte de aquel que lo
experimenta. Se trata de reacciones rápidas, a veces ni siquiera verbales. Si
alguien vomita en presencia de otros, puede contagiar de inmediato esa
respuesta a quienes se encuentran cerca. Los estudiantes de Medicina son
obligados a presenciar una autopsia en el comienzo de su carrera, para
determinar quienes son capaces de controlar el asco y avanzar en el aprendizaje
de una disciplina que exige el contacto con los aspectos más repulsivos del
cuerpo humano, y quiénes sucumben a la prueba. Los demasiado sensibles deben
retirarse.
Los niños juegan sin prevenciones con excrementos y basura,
hasta que los adultos no les enseñan que deben evitarlo. Los padres que no controlan su repugnancia
ante la baba, el vómito y cualquier descontrol de esfínteres de sus hijos, dejan
una huella perdurable en su memoria. Bajo ciertas circunstancias, ellos pueden
resultar asquerosos, les informan con palabras o gestos, mientras los niños
pretendían ser amados y celebrados precisamente por eso que sus cuerpos han
producido y ellos consideran precioso.
Hay muchos niños a los que les
gusta sentir asco y hay toda una industria que fabrica juguetes asquerosos, con
olores desagradables para niños. Y también hay adultos a los que les gusta
sentir asco. (Paul Ekman)
Sentirse atraído por algo que
habitualmente disgusta, no es una experiencia tan rara, pero en cualquier caso
se trata de una contradicción que desconcierta a quienes la experimentan.
Algunos reaccionan mal, no consiguen reconciliarse del todo con aquello que
hasta poco antes rechazaban. Otros se acostumbran a esa dualidad, que agrega un
disfrute más complejo a la vida. Otros aceptan en secreto lo que socialmente se
rechaza, y al mismo tiempo se sienten culpables de cometer una infracción, que
los marcaría si llegara a trascender.
Lo asqueroso no solo provoca
rechazo y aversión, sino también fascinación y atracción, el tipo de
fascinación que llamamos morbo. (Adriana Gil Juárez: El asco desde la mira
psico-social: emociones y control social)
El disfrute del morbo nace de la posibilidad de ponerse a
distancia del asco y observar una realidad que se señala como ajena en un plano
físico o valórico. La situación que disgusta, conmueve pero a la vez no
involucra tanto al observador, que le impida organizar al menos un discurso
encargado de expresar sus sentimientos. En todo caso, cuando se menciona la
repulsión, lo más probable es que se simplifique la descripción de una experiencia
bastante más compleja donde el espectador se encuentra involucrado y no llega a entender.
De acuerdo a la opinión más frecuente, la intimidad del
parentesco suprime el asco. Una madre no puede abandonarse a la repugnancia que
le producen las deyecciones de sus hijos (en todo caso, no lo confiesa), porque
dañaría el apego que fundamenta la relación entre ellos.
En la actividad sexual, que pone en juego el disfrute de las
partes más sucias del cuerpo humano, la barrera entre lo que disgusta y lo que
atrae suele borrarse o invertirse durante el juego. De acuerdo a la observación
de Bataille, aquello que más atrae se encuentra demasiado cerca de lo que
habitualmente repugna.
Existe una fascinación infantil
y adolescente hacia el asco. En el caso de los niños, se manifiesta en la vida
diaria ante el interés por las heces, escarabajos, mocos, etc. Y también, de
manera indirecta en la publicación de libros infantiles sobre el tema. En el
caso de los adolescentes, se manifiesta en el interés que muestran en navegar
por internet a la búsqueda de imágenes repugnantes que compartir con los
amigos, así como en la existencia de páginas web y grupos de discusión que
ofrecen justamente este servicio. Y por supuesto, en la existencia de todo un
género cinematográfico de lo asqueroso, el gore, y en las muertes escabrosas de
los video juegos. En todos estos casos, el asco no deja de ser un dato
político, dado que la fascinación por el asco no puede sino provenir de (…) un
viaje a los límites de nuestro orden social. (Adriana Gil Juárez: El asco desde
la mira psico-social: emociones y control social)
Cuando yo era chico, la palabra bulimia no era conocida. No
puedo asegurar que nadie incurriera en esa práctica, porque suena demasiado
improbable, pero socialmente no se tomaba en cuenta que algunas personas
vomitaran para no aumentar de peso (o lo que todavía es más perverso, para
continuar disfrutando el placer de comer). Cuando sucedía, por lo que fuera, se
lo consideraba un trámite humillante, que se apartaba de la mente lo antes
posible.
Que el vómito, las heces y otras circunstancias
desagradables pasaran a convertirse en un recurso más de los medios, exigió
casi dos generaciones, durante las cuales la industria cultural fue agotando el
repertorio tradicional de personajes y conflictos, que explotaba desde el siglo
XIX. Los niños encantadores de la época victoriana, mostrados casi siempre en
el rol de víctimas indefensas, con quienes cualquiera podía identificarse,
fueron agotando su atractivo, y en su lugar aparecieron figuras grotescas, que
exaltaban el disfrute del asco.
Gracias a las tarjetas de Garbage Pail Kids (Basuritas) publicadas a mediados de los años ´80, el asco
que podían experimentar los niños en su relación con otros niños, pasó a
convertirse en una serie imágenes que se presentan como divertidas, incluso
cuando muestran torturas, y pueden coleccionarse en álbumes.
Puesto que hay espacio para tantas formas de causar asco,
utilizadas por los niños para rebelarse contra los criterios de los adultos
respecto de qué es correcto y qué no, ¿por qué no explorarlas todas? En apenas tres años, fueron diseñadas y
publicadas 1200 tarjetas distintas. Las quejas de los educadores que las
evaluaron como degradantes para los niños, a la vez protagonistas y consumidores
adictos, no impidió que se convirtieran en un rentable negocio multinacional
durante tres años. La experiencia estimuló las expectativas de los productores,
alentándolos a explorar otros medios. La exhibición de una película que
utilizaba el tema, derivó en un fracaso comercial. La serie animada de
televisión, no llegó a ser presentada en los EEUU.
Jugar con el asco podía resultar un pasatiempo para que los
niños sociabilizaran, al mostrarse las tarjetas unos a otros e intercambiarlas
para completar el álbum, pero de ahí a convertir a esos personajes repulsivos
en protagonistas de un espectáculo audiovisual, había una gran distancia. En la
pantalla, la broma carente de desarrollo se volvía tediosa. Con la comedia del
asco podía jugarse un rato, pero pronto perdía todo interés.