Autoestima y Resiliencia: Una infancia del Siglo XX



Carl Rogers
La infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir; nada hay más insensato que pretender sustituirlas por las nuestras. (Jean-Jacques Rousseau)

Durante mi infancia, nunca oí hablar de autoestima (aunque William James la hubiera descrito en los últimos años del siglo XIX, solo comenzó a analizarse a mediados del siglo XX, gracias a los ensayos de Carl Rogers y Abraham Maslow. Tampoco se mencionaba la resiliencia. Supongo que el término no se había aplicado aún a la conducta humana. Boris Cyrulnik lo hizo en 1999, reciclando un fenómeno que recupean su estado anterior, que había sido estudiado por la Física. De haber circulado esas ideas en las publicaciones científicas y los cursos universitarios, no habrían servido de mucho en el ámbito provinciano que nos daba mucha libertad para andar por la calle y relacionarnos con otros chicos y adultos, pero también nos exigía el respeto de los valores tradicionales.
Boris Cyrulnik
No recuerdo que intentaran comprarnos con bonitos regalos, ni menos aún que nos temieran al punto de prestar atención a nuestros caprichos, como sucede en la actualidad. Los niños estábamos en el mundo para ser alimentados, vestidos, educados, higienizados y corregidos, de acuerdo a las convicciones de nuestros padres, nuestros parientes cercanos y lejanos. Más allá de los muros del hogar, estaba la vigilancia de nuestros vecinos y maestros. La posibilidad de quedar librado a nuestro capricho, quedaba reducida a nada, porque si uno salía del hogar que la familia controlaba, caía en el territorio de otros que no dudaban en contenernos.
Que fuéramos torpes, malos y bobos, como nos evaluaban a cada rato, debía ser parte de nuestra naturaleza, que la sociedad entera se había propuesto domar. Se nos evaluaba por el resultado (con frecuencia, decepcionante) de nuestros actos, sin prestar la menor atención al esfuerzo que hubiéramos dedicado al proceso. Cualquiera con unos años más que nosotros (por ejemplo un hermano mayor, incluso un desconocido que nos viera en la calle, incurriendo en alguna alguna actividad censurable) se sentía investido de suficiente autoridad para darnos lecciones que no habíamos pedido, para retarnos e imponernos castigos, porque no parecía haber en nosotros mucho de lo cual debiéramos sentirnos orgullosos.
Se nos repetía que éramos desordenados, sucios, obstinados, irrespetuosos, lentos para entender. Supongo que después de haberlo oído tantas veces, nos empeñábamos en volvernos merecedores de una evaluación tan poco matizada que parecía irremediable. Recuerdo mi rabieta, debajo de una cama, a los cinco años de edad, porque no me llevaban al cine Regina de Mar del Plata, donde estaban exhibiendo El gran vals. Estar de vacaciones por primera vez en mi vida y descubrir que mi primo Carlos N., cuatro o cinco años mayor, podía darse el lujo de cometer travesuras impensables para mí, que los adultos terminaban celebrando con risas cuando las contaban, como lanzarse desde la escalera del Hotel de mis abuelos con un paraguas abierto, para comprobar si funcionaba como paracaídas, o cortar los pantalones del abuelo hasta convertirlos en bermudas, me sumía en una crisis de identidad. ¿Por qué no se me ocurría nunca nada parecido?
Probablemente porque me habrían castigado, aunque en mi casa nunca nos pusieran la mano encima, como sucedía en otras partes, sin que nadie lo condenara como un exceso de crueldad. Para compensar su benevolencia, mi padre no se privaba de informarme que yo era un incapaz y no tardaría menos de “un par de veinte años” en aprender asuntos elementales; que por inútil. nunca sería capaz de ganarme la vida. Eso podía doler más que una cachetada, porque era injusto, según me demostraba mi desempeño escolar. Con el tiempo, comprendí que mi padre proyectaba en mí los fantasmas de una relación contradictoria (conflictiva en ocasiones, permisiva en otras) con mi abuelo. Sin darse cuenta de lo que hacía, me estaba programando para que fuera lo que él detestaba de sí mismo.
Ilustración de Tom Sawyer
Tal vez al crecer, un niño controlado por los suyos cambiara, incluso para mejorar, contra todos los pronósticos, pero no recuerdo que nadie nos alentara expectativas similares. Mientras mi espontáneo primo Carlos N. daba la impresión de haber salido de un capítulo del Tom Sawyer de Mark Twain, yo era tan aburrido, que solo quería aprender a leer lo antes posible, para no tener que depender de la buena voluntad de los adultos, cuando llegaban los suplementos de historietas del diario Crónica, los días martes y jueves. Mi pataleta de Mar del Plata me rindió el fruto que deseaba, tal vez porque estábamos en casa ajena, pero no creo que se haya repetido en San Pedro, donde el resultado hubiera sido dejarme solo, chillando hasta que me aburriera.
Los adultos se desvivían por mejorarnos a su manera, legada de generaciones anteriores, mediante órdenes puntuales que improvisaban de acuerdo a la ocasión (como: “siéntate derecho para que no te salga una joroba”, “no dejes ni una cucharada de sopa en el plato”, “besa a la tía Domitila”, “recita la tabla de nueve”) y el sistemático señalamiento de lo que NO debíamos hacer. He visto a entrenadores de perros que utilizaban ese método y lograban buenos resultados, pero intentarlo con niños, que tenían suficiente dominio del lenguaje y habían desarrollado el pensamiento simbólico, era demostrar una limitada capacidad para educarlos.
Cuando tenía cinco o seis años, mi tío Miguel B. tuvo la ocurrencia de enseñarme a nadar en las aguas del Paraná, durante un paseo a las islas de la desembocadura del riacho Baradero. Él me sostenía con los brazos a la altura del estómago, y yo debía bracear y patalear, en el supuesto de que de algún modo iba a flotar. Se le había olvidado indicarme cómo relajarme y respirar, para no llenarme de agua los pulmones. En medio de mi susto, me soltó y me hundí como peso muerto, en no más de un metro de profundidad. La pedagogía elemental del “flotas o te ahogas”, no me dejó marcas lamentables, pero en adelante detesté a mi tío en secreto, como no me sucedía con nadie más.

En Psicología nos habían enseñado que las personas quedaban formadas a partir de los cinco años. Los niños mayores de esa edad que tenían problemas, eran abandonados a su suerte, se les desahuciaba y efectivamente, estaban perdido. Ahora las cosas han cambiado: sabemos que un niño maltratado puede sobrevivir sin traumas si no se culpabiliza y se le presta apoyo, (Boris Cyrulnik)

Tormento de Sísifo
Hay cargas que parecen intolerables, como la de Sísifo condenado a empujar un roca enorme hasta lo alto de una montaña, donde rueda hasta el valle, para obligar a repetir la tarea. Se trata de cargas que no pueden ser eludidas. En algún momento de mi infancia descubrí que era tartamudo. Sospecho que fue a los siete u ocho años, cuando me creía capacitado para actuar en un kermesse de la Escuela Nº 2, imitando a cantantes famosos de la radio o participando en alguno de los sketches cómicos que nuestras maestras extraían de la revista La Obra. Cuando me ofrecí, me informaron que no intervendría. Estaban haciendo lo mejor para mí, al librarme de una humillación pública, pero no me ayudaban demasiado a superarlo. Quienquiera haya sufrido el hándicap de la tartamudez, sabe lo invalidante que puede ser. Somete a quien lo sufre en un silencio voluntario y degradante, con el objeto de no hacer el ridículo.
Marginarse, parece mejor que ser notado.  En mi caso, cerrar la boca me llevó a leer y escribir, otra manera de relacionarme con la gente. Un mundo inexplorado, intimidante para muchos, por las dificultades que anunciaba, se abría para mí. Antes que un castigo, la capacidad de quedarme solo y componérmelas con mis limitados recursos, era un regalo que la mala suerte me concedía.
Veinte años más tarde, cuando había ganado confianza y necesitaba mantener un hogar, comencé a dar conferencias por las que me pagaban. Me dolió que mi padre no asistiera a ninguna de ellas. Era verdad que no entendía del tema, como dijo cuando lo invité, pero de haberlo hecho se hubiera borrado la cicatriz de una herida antigua. En realidad, no me importaba demasiado que mi padre fuera o no. Mi vida se había organizado en torno a otras personas desde hacía por lo menos una década, y en esas personas me apoyaba. Resiliencia era la noción que me hacía falta para entender lo sucedido. Gracias a la autoestima, uno encuentra la salida a sus problemas. O gracias a las salidas que uno descubre por su cuenta y riesgo, consigue afirmar la autoestima.

La paradoja curiosa es que cuando me acepto como soy, entonces puedo cambiar. (Carl Rogers)

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