Carl Rogers |
Boris Cyrulnik |
Que fuéramos torpes, malos y bobos, como nos
evaluaban a cada rato, debía ser parte de nuestra naturaleza, que la sociedad
entera se había propuesto domar. Se nos evaluaba por el resultado (con
frecuencia, decepcionante) de nuestros actos, sin prestar la menor atención al
esfuerzo que hubiéramos dedicado al proceso. Cualquiera con unos años más que
nosotros (por ejemplo un hermano mayor, incluso un desconocido que nos viera en
la calle, incurriendo en alguna alguna actividad censurable) se sentía investido
de suficiente autoridad para darnos lecciones que no habíamos pedido, para
retarnos e imponernos castigos, porque no parecía haber en nosotros mucho de lo
cual debiéramos sentirnos orgullosos.
Se nos repetía que éramos desordenados, sucios, obstinados,
irrespetuosos, lentos para entender. Supongo que después de haberlo oído tantas
veces, nos empeñábamos en volvernos merecedores de una evaluación tan poco
matizada que parecía irremediable. Recuerdo mi rabieta, debajo de una cama, a
los cinco años de edad, porque no me llevaban al cine Regina de Mar del Plata,
donde estaban exhibiendo El gran vals.
Estar de vacaciones por primera vez en mi vida y descubrir que mi primo Carlos
N., cuatro o cinco años mayor, podía darse el lujo de cometer travesuras
impensables para mí, que los adultos terminaban celebrando con risas cuando las
contaban, como lanzarse desde la escalera del Hotel de mis abuelos con un
paraguas abierto, para comprobar si funcionaba como paracaídas, o cortar los
pantalones del abuelo hasta convertirlos en bermudas, me sumía en una crisis de
identidad. ¿Por qué no se me ocurría nunca nada parecido?
Probablemente porque me habrían castigado, aunque en
mi casa nunca nos pusieran la mano encima, como sucedía en otras partes, sin
que nadie lo condenara como un exceso de crueldad. Para compensar su
benevolencia, mi padre no se privaba de informarme que yo era un incapaz y no tardaría
menos de “un par de veinte años” en aprender asuntos elementales; que por
inútil. nunca sería capaz de ganarme la vida. Eso podía doler más que una
cachetada, porque era injusto, según me demostraba mi desempeño escolar. Con el
tiempo, comprendí que mi padre proyectaba en mí los fantasmas de una relación
contradictoria (conflictiva en ocasiones, permisiva en otras) con mi abuelo. Sin
darse cuenta de lo que hacía, me estaba programando para que fuera lo que él
detestaba de sí mismo.
Ilustración de Tom Sawyer |
Los adultos se desvivían por mejorarnos a su manera,
legada de generaciones anteriores, mediante órdenes puntuales que improvisaban
de acuerdo a la ocasión (como: “siéntate derecho para que no te salga una
joroba”, “no dejes ni una cucharada de sopa en el plato”, “besa a la tía
Domitila”, “recita la tabla de nueve”) y el sistemático señalamiento de lo que
NO debíamos hacer. He visto a entrenadores de perros que utilizaban ese método
y lograban buenos resultados, pero intentarlo con niños, que tenían suficiente
dominio del lenguaje y habían desarrollado el pensamiento simbólico, era
demostrar una limitada capacidad para educarlos.
Cuando tenía cinco o seis años, mi tío Miguel B.
tuvo la ocurrencia de enseñarme a nadar en las aguas del Paraná, durante un
paseo a las islas de la desembocadura del riacho Baradero. Él me sostenía con
los brazos a la altura del estómago, y yo debía bracear y patalear, en el
supuesto de que de algún modo iba a flotar. Se le había olvidado indicarme cómo
relajarme y respirar, para no llenarme de agua los pulmones. En medio de mi
susto, me soltó y me hundí como peso muerto, en no más de un metro de
profundidad. La pedagogía elemental del “flotas o te ahogas”, no me dejó marcas
lamentables, pero en adelante detesté a mi tío en secreto, como no me sucedía
con nadie más.
En Psicología nos habían enseñado que las personas quedaban
formadas a partir de los cinco años. Los niños mayores de esa edad que tenían
problemas, eran abandonados a su suerte, se les desahuciaba y efectivamente,
estaban perdido. Ahora las cosas han cambiado: sabemos que un niño maltratado
puede sobrevivir sin traumas si no se culpabiliza y se le presta apoyo, (Boris
Cyrulnik)
Tormento de Sísifo |
Marginarse, parece mejor que ser notado. En mi caso, cerrar la boca me llevó a leer y
escribir, otra manera de relacionarme con la gente. Un mundo inexplorado,
intimidante para muchos, por las dificultades que anunciaba, se abría para mí. Antes
que un castigo, la capacidad de quedarme solo y componérmelas con mis limitados
recursos, era un regalo que la mala suerte me concedía.
Veinte años más tarde, cuando había ganado confianza
y necesitaba mantener un hogar, comencé a dar conferencias por las que me
pagaban. Me dolió que mi padre no asistiera a ninguna de ellas. Era verdad que
no entendía del tema, como dijo cuando lo invité, pero de haberlo hecho se
hubiera borrado la cicatriz de una herida antigua. En realidad, no me importaba
demasiado que mi padre fuera o no. Mi vida se había organizado en torno a otras
personas desde hacía por lo menos una década, y en esas personas me apoyaba.
Resiliencia era la noción que me hacía falta para entender lo sucedido. Gracias
a la autoestima, uno encuentra la salida a sus problemas. O gracias a las
salidas que uno descubre por su cuenta y riesgo, consigue afirmar la
autoestima.
La paradoja curiosa es que cuando me acepto como soy, entonces
puedo cambiar. (Carl Rogers)
No hay comentarios:
Publicar un comentario