lunes, 11 de marzo de 2013

Canciones de la Nostalgia

Lili Marleen: Portada de disco 78 rpm
Uno de los privilegios de la música popular es adecuarse a los contextos más variados y darle forma oportuna a los sentimientos complejos y no siempre disponibles para ser expresados, de la gente que la oye, memoriza y reproduce en su vida cotidiana. Otro privilegio (y no el menor) es la inmensa difusión que los medios masivos otorgan a la música popular. Alain Resnais elaboró en 1997 un filme musical, On connaît la chanson, donde casi todo lo que sus personajes intentan decir y no podrían decirlos sin ayuda, procede de las canciones contemporáneas. Ellos se comunican citando fragmentos de canciones famosas. Allí parece estar lo que necesitan decirse unos a otros.
Los soldados alemanes de la Segunda Guerra Mundial descubrieron una canción que había surgido pocos años antes, del poema escrito por un veterano de la contienda anterior. En tiempos de paz, esa canción hubiera dicho lo suyo: el entusiasmo de un soldado por una chica que probablemente se ofrece a todos los uniformados que pasan por la calle, en las inmediaciones de un cuartel. Cuando la misma canción es oída durante la guerra, lejos de la patria y las mujeres amadas, antes o después de una batalla, la nostalgia adquiere mayor dignidad y hasta patriotismo. No ha cambiado la música, ni la letra, pero sí el contexto y la intención de quienes la cantan y quienes la oyen y acompañan.
Vor der Kaserne / Vor dem grossen Tor / Stand eine Laterne / Und steht sie noch davor / So woll´n wir uns wieder seh´n / Bei der Laterne woll´n wir steh´n / Wie einst Lili Marleen. (Hans Leip y Norbert Schulze: Lili Marlene)
Frente al cuartel / delante del portón / había una farola / y aún se encuentra allí / Allí volveremos a encontrarnos / como antes, Lili Marlene. (Hans Leip y Norbert Schulze: Lili Marlene)
Marlene Dietrich (circa 1940)
Gracias a un medio como la radio, la canción se difundió en poco tiempo allí donde había soldados alemanes dedicados a imponer el nazismo en todo el planeta y también del otro lado, en las filas enemigas. No hay fronteras para las ondas herzianas, las melodías son universales, las letras se traducen. La radio alemana la programaba Lili Marlene todas las noches a las 20.57, antes de cerrar las transmisiones dedicadas a los combatientes. Pronto la canción fue tan popular entre aquellos que peleaban en un bando, como en el otro. Los aliados la parodiaron, introduciendo burlas a Hitler. En varios países donde se admiraba a Alemania, se convirtió en marcha militar, ejecutada durante los desfiles solemnes. Rainer Werner Fassbinder armó un filme de 1980, titulado Lili Marlene sobre esa reiteración obsesiva de un mismo mensaje que cambia de sentido y de ser una canción sentimental (como la consideraba Goebbels, que trató en vano de suprimirla) pasa a revelarse como la expresión de la resistencia antifascista.
Una vez que la canción es adoptada por la gente, resulta muy difícil de controlar. Pasa a pertenecer a la gente común, que en el caso de Lili Marlene le atribuyó el carácter de otro reclamo de paz y amor.
Hay tal cantidad y variedad de canciones de amor, porque se trata de una de las aspiraciones básicas de la humanidad, compartida por casi todo el mundo. ¿Quién no quiere sentirse acompañado, protegido? Ante un diagnóstico como ese, la música popular no retrocede ante la posibilidad de reciclar los tópicos más frecuentes de la pasión, desde el enamoramiento ciego al desengaño, para no dejar indiferente a nadie. Hay canciones sobre la familia, sobre la patria, sobre la vida y la muerte. Algunas tienen destinatario y operan como cartas que muchos pueden suscribir; otras son reflexiones sobre experiencias fundamentales.
Cuando Carlos Gardel cantaba Volver, muchos de los oyentes no habían salido nunca de su país natal, ni habían sufrido desencuentros en el extranjero, por lo que ignoraban el sentimiento de desubicación típico de los exiliados, como le sucedía al protagonista de Luces de Buenos Aires, la película de 1935. De todos modos, no podían evitar la proyección en ese personaje sonriente y nostálgico, tras una ausencia demasiado larga.
Volver / con la frente marchita / las nieves del tiempo / platearon mi sien. / Sentir / que es un soplo la vida / que veinte años no es nada, / que febril la mirada / errante en las sombras / te busca y te nombra. (Carlos Gardel y Alfredo Le Pera: Volver)
El universo temático de las canciones populares de mediados del siglo XX podía ser tan extenso, que recuerdo un juego de mi juventud, que consistía en hacerle preguntas al fantasma de Gardel, cualquier pregunta imaginable, en la seguridad de que en alguna letra de sus canciones se encontraba la respuesta. El juego solo era posible porque los participantes poseían un conocimiento erudito sobre un extenso repertorio de canciones, acumulado a lo largo de cuatro décadas, que a diferencia de lo que pasa en la actualidad, no pasaba de moda.
La música culta logra pocas veces una repercusión tan inmediata en la vida cotidiana de aquellos que la disfrutan. Para los italianos del siglo XIX, durante la época de la lucha por la reunificación de su país, las óperas de Giuseppe Verdi contenían mensajes patrióticos, que les otorgaron enorme repercusión, a pesar de referirse a historias del pasado remoto.
Cuando yo tenía menos de diez años, durante la Segunda Guerra Mundial, escuchaba por radio Belgrano la voz de Jean Sablon, por entonces un cantante exiliado francés que recorría las ciudades de Argentina y Brasil dando recitales en teatros y boîtes (término que aprendí entonces y no hubiera podido aplicar nunca en San Pedro, porque se refería a centros nocturnos de diversión, propios de las grandes ciudades).
Jean Sablon a mediados años `40
J´attendrai / le jour et la nuit, j`attendrai toujours / ton retour / J`attendrai / car l`oiseau qui s´enfuit vient chercher l´oubli / dans son nid. / Le temps passe et court / en battant tristement / dans mon coeur si lourd / Et pourtant j´attendrai / ton retour. (Louis Poterat y Dino Olivieri: J´Attendrai)
Esperar, no una circunstancia vaga, sino el regreso a la patria, el reencuentro con los parientes y amigos dejados atrás, por circunstancias superiores a la voluntad de quien cantaba. ¿Cómo podía entender un chico ese mensaje, a pesar de estar expresado en otra lengua y corresponder a otra visión del mundo?
Sablon era un hombre encantador, maduro, que en las fotos de los años `40 se veía siempre sonriente y a la vez triste, de acuerdo a lo expresado por la elevación central de las cejas. Rina Ketty había popularizado la misma canción poco antes de la guerra y no costaba entenderla como el lamento de una mujer que espera con toda seguridad al hombre que la ha abandonado, probablemente contra su voluntad. En Tornerai, el texto original italiano, cantado por Carlo Buti, se trata de otra historia. La letra muestra a un hombre que confía en el regreso de una mujer que lo ha dejado solo. Es una canción que no tiene otras dimensiones que aquellas propias de una relación amorosa:
Tornerai da me / perche l`unico sogno sei / del mio cuor / tornerai perche / senza i tuoi baci languidi / non vivró. / ho qui dentro ancor / la tua voce que dice / torneró… / perche tuo é il mio cuor (Nino Rastelli y Dino Olivieri).
Durante la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, esa letra se alteró, para mencionar la contienda y ser atribuida a una mujer que espera con impaciencia el regreso del hombre que ama. La voz de Miriam Ferretti infundía esperanzas a un hombre que no sabe dónde se encuentra.
Non ti ricordi quella canzon / piena d´amore e di passion / che dolcemente ci avvinse un dí / e che per sempre ci uní? / Or che lontano / tu sei da me / mentre la guerra / scheggia in ciel / Con un tremor / io canto ancor.
En España, la canción fue grabada por un coro masculino y se convirtió inesperadamente en un himno de camaradería franquista. Gracias a J’Attendrai, el tema del exilio se había introducido sin dificultad en nuestra vida cotidiana, aunque la palabra exilio todavía no se utilizara. En la escuela nos hablaban de los inmigrantes recibidos por nuestra patria generosa, pero no iban más allá, para explicarnos las razones del desplazamiento forzado de millones de personas, desde una región del mundo a otra, desde una cultura a la opuesta, dejando atrás la mayor parte de lo que había sido su vida.
¡Tantos vecinos de mi infancia en San Pedro eran hijos de extranjeros o habían llegado a Argentina con sus padres, cuando eran niños, que la nueva oleada de desplazados solo confirmaba la inestabilidad del mundo contemporáneo y la paradojal estabilidad de América, del norte al sur, a pesar de los gobiernos militares y las crisis económicas, había sido consolidada por la política del Buen Vecino de los EEUU que promovía el presidente Franklin Delano Roosevelt.
Los europeos, en cambio, con su cultura milenaria, que en América conocíamos de segunda mano, pero de todos modos considerábamos el paradigma al que aspirábamos, no lograban estabilizarse. Periódicamente, los países de donde llegaban los grandes artistas y pensadores, quedaban involucrados en guerras atroces, donde buena parte de su patrimonio milenario se destruía, para obligarlos a dedicarse a una periódica reconstrucción. Eso estaba más próximo de las reflexiones amargas de tangos y rancheras, que las celebraciones bobas de las comedias musicales norteamericanas.
Mon amour est parti pour longtemps, / Quelque part, je ne sais sur la terre. / Son retour n`est pas pour le printemps. / Les oiseaux n´auront plus qu´à se taire, / Le soleil n´brill´ra plus si souvent / Et les bois auront perdu tour leur mystère. / Je serai solitaire / Mais jâttendrai, le couer battant, / Mon amour est parti pour longtemps. (Charles Trénet: Mon amour est parti pour longtemps)

lunes, 4 de marzo de 2013

El incordio de los viejos

El hijo de la novia
Un amigo me llama para desahogar por teléfono sus preocupaciones. Su padre está internado en una Casa de Reposo (en estos casos, los eufemismos están a la orden del día) desde hace un par de años, cuando le diagnosticaron Alzheimer y no resultaba prudente ni posible mantenerlo encerrado en un departamento de un quinto piso. Mi amigo y su madre pasan a verlo todos los días, aprovechando que la institución se encuentra a una cuadra de donde ellos viven. El viejo los reconoce en ocasiones y los confunde con mayor frecuencia. Durante los primeros meses, lo visitaban dos veces por día, hasta que el médico les pidió que no lo perturbaran, obligándolo a recordar datos que el padre no puede localizar en su memoria.
El desconcierto de Ricardo Darín en El hijo de la Novia (2001) de Juan José Campanella, era más fácil de sobrellevar; el acuerdo de los parientes podía tardar en imponerse, pero finalmente era respetado por todo el mundo. En la realidad, las cosas no se ajustan de ese modo.
Algo ha cambiado en la cultura contemporánea. Cada vez hay más viejos y menos nacimientos, porque la gente disfruta de mejores condiciones de vida, y en forma paralela se preocupa de no cargarse de hijos que cueste mantener. En ese contexto, mi amigo se siente culpable de no cuidar personalmente a su padre. Sabe, sin embargo, que de intentarlo, eso entraría en conflicto con su desempeño profesional. La atención del padre requeriría dos o tres cuidadoras turnándose las veinticuatro horas del día, siete días por semana, una carga económica insostenible. Mientras tanto, hay parientes que no le perdonan a mi amigo la decisión de internarlo, pero que tampoco lo ayudarían a cuidarlo en casa.
A mediados del siglo XX las cosas eran distintas. Yo no conocí a mis abuelos paternos, porque murieron un año antes de que mis padres se casaran. La única imagen que tengo de ellos, los muestra jóvenes y hermosos, el mismo día de su boda. Supongo que al morir no tenían cincuenta años. Eso no era tan raro entonces. La gente no llegaba a vieja con demasiada frecuencia. Enfermedades que hoy no asustan a nadie, podían liquidarlos en pocos días. Los médicos eran personajes temidos, admirados y distantes, que realizaban milagros incomprensibles o parecían condenados a llegar tarde para detener la muerte. Engendrar diez hijos, era la estrategia (probablemente no pensada) de mis abuelos maternos, para asegurarse una vejez no demasiado penosa, cuando las fuerzas los abandonaran. Alguien andaría cerca, para ayudarlos a pasar esa etapa. La muerte se les adelantó y no llegaron a ser una carga para nadie.

La gente muy vieja era poca, y no se escondía detrás de las inyecciones de botox, las tinturas de pelo y el Viagra. Recuerdo haber visto una sola vez a mi bisabuelo materno, en Ramallo, después de un viaje que me pareció interminable y realicé con mis tías, a la edad de cuatro o cinco años. ¡Era un hombre con barba raleada, tan viejo y sordo que debían repetirle cada frase! Para colmo, era italiano. Si la memoria no me engaña, tenía los ojos velados por cataratas y tomaba una sopa de fideos en la que vi cómo vaciaba medio vaso de vino. Todo en él me resultaba extraño. Tengo la impresión de que mi madre y sus cinco hermanas no lo visitaban casi nunca, a pesar de que le llevaban regalos. Él estaba al cuidado de algún hijo, en una casa de ladrillos al descubierto y blanqueados con cal.
Mi hermana Marta recuerda a la bisabuela Julia, hamacándose plácidamente en una mecedora Thonet, en la quinta de los Griogini. Ese era casi siempre el destino de los viejos a mediados del siglo XX. Estaban incorporadas a las familias, que las exhibían con orgullo. De la jubilación no se hablaba. Tampoco de las Casas de Reposo. Las familias se encargaban de mantener a los viejos, cuando ellos demostraban no ser capaces de valerse por sí mismos. Las hijas solteras y los hijos casados encontraban un lugar en sus propias casas.
Recuerdo a don Pedro Fenouilh, de barba blanca y bastón, cuidado por sus dos hijas solteras y modistas, que le dejaban ocupar un espacio reservado solo para él, una gran habitación junto a la cocina y el taller mecánico que alguna vez él había utilizado. Tal vez el observador infantil que yo era entonces no percibiera los detalles que se apartaban del estereotipo de anciano planteado por los comics: bastón, barba, pipa y boina.
Ayer, como ahora, la vejez llegaba acompañada por problemas de todo tipo, pero quejarse de las dificultades hubiera sido tan absurdo como quejarse de la lluvia. La posibilidad de dejarlos en un asilo (Hogar, para los amantes de los eufemismos) cuando se volvían demasiado agresivos (por entonces, la demencia senil se diagnosticaba, pero no el Alzheimer) no entraba en la mente de nadie.
Para decidir algo así, tan mal visto por la comunidad, hacía falta una familia dispuesta a encarar la condena social, porque los viejos debían ser cuidados en casa, aunque se los escondiera en una pieza del fondo.
La madre de nuestro vecino, Pedro Boccardo, era muy vieja y estaba al cuidado de una hija soltera, de grandes pechos, que se llamaba Angelita y olía a vinagre. Cuando yo era muy chico, la visitábamos de noche, para jugar a la lotería en la mesa de su cocina. Ella nos recibía en invierno con tazas muy calientes de cacao y tajadas de pan con mermelada de ciruela. Mi imagen de la vejez se formó de ese modo: gente que estaba retirada y llevaba una vida independiente, bastante cómoda para los parámetros de bienestar de la época, que no había sido abandonada por su familia y no parecía alimentar ningún resentimiento.
Mi abuelo paterno no fue el viejo con quien tuve más contacto. Murió cuando no le faltaban mucho para alcanzar un siglo. Nadie dijo nunca que no fuera un viejo molesto, lleno de vida, a pesar de que estaba sordo y pretendía continuar saliéndose con la suya, como cuando era joven y administraba un almacén de San Pedro. A pesar de su carácter, los vecinos y clientes lo respetaban. O tal vez lo respetaban por su carácter, que no admitía oposición y su familia estaba acostumbrada a respetar. Cuando tuvo más de setenta años, decidió cambiar radicalmente la vida de todo el grupo, se mudó a Mar del Plata, donde armó otra empresa, un hotel que llevaba el nombre de la comarca española en la que nació y condenó a mi padre a la administración del almacén de San Pedro. Podían ser las decisiones de un viejo, pero no se discutían.
Mi abuela paterna debe haber muerto casi a los ochenta años. Era una mujer alta, lúcida, inagotable, con quien trabajé en la cocina del hotel de la familia, hacia el fin de mi adolescencia. No creo que nadie haya podido verla nunca como una carga. Tampoco como alguien capaz de rendirse o juzgar a los suyos. Se sometió a un marido que tenía edad suficiente para ser su padre. Lo cuidó en su vejez, que fue prolongada. Tal vez por eso, el vacío que dejó en la vida de hijos y nietos fue enorme. No era posible compararse con ella, el centro de la familia, a pesar de mantenerse siempre en segundo plano.
Durante los últimos años, los personajes de la tercera edad comenzaron a adquirir relevancia en filmes independientes, ajenos a las tendencias dominantes en el medio. The Best Exotic Marigold Hotel (2011) una comedia inglesa de John Madsen, planteó en clave de comedia a una decena de ancianos que deciden unirse para disfrutar el tiempo que les quede, lejos de Europa. Et si On Vivait Tous Ensemble? (2010) de Stéphane Robelin, presenta una situación parecida, en clave dramática y un escenario europeo. La posibilidad de que los viejos se organicen para independizarse de sus familias, no pasa de ser una utopía. Cuando los handicaps de la vejez se acumulan, hay que pedir a (y pagar) ayuda profesional o recurrir al sacrificio de la familia, si el Estado no altera profundamente su concepción de la asistencia social.
Amour
El Oscar asignado en el 2013 a Amour, el filme de Michael Haneke, replantea una situación más dolorosa, donde los ancianos pueden ser independientes económicamente, pero van quedando cada vez más lejos del contacto con el resto del mundo, por decisión propia. Ellos completan la segregación que el resto de la sociedad ha iniciado, al aceptar la hipótesis demasiado optimista de que ellos pueden valérselas solos, aunque eso no puede ser cierto.
El Alzheimer anula en Amour la memoria de uno de los integrantes de una pareja y conduce al otro a darle muerte y elegir (posiblemente) el suicidio. El mito de los esquimales que se abandonan a la muerte cuando se vuelven socialmente improductivos, regresa en gloria y majestad, en la Europa del siglo XXI que se presenta como el territorio más civilizado del planeta, con la diferencia de que ahora aparece sostenido por las mismas víctimas. Aquellos a quienes se designa como una carga, deben ser eliminados. La lección del nazismo ha quedado bien grabada.
Make Way for Tomorrow
Casi ochenta años antes, Make Way for Tomorrow, la comedia (sombría) de Leo McCarey, encaraba la crisis de la vivienda y las parejas envejecidas como conflictos paralelos que la generación de los jóvenes de entonces no lograba resolver, más que separando a las parejas para repartir la carga que los ancianos representaban para los parientes. La imagen de la Casa de Reposo de The Simpsons se estaba aproximando. Puesto que los viejos no sirven de nada, habría que ponerlos fuera de circulación.
A pesar de haber muerto antes de los sesenta años, Yazujiro Ozu dedicó varios filmes maravillosos a la compleja experiencia de madurar y envejecer. Tôkyó Monogatari (1953) se inspira en la obra de McCarey, de acuerdo al testimonio de Kôgo Noda, el guionista con el que colaboró reiteradamente Ozu y se concentra en la peripecia de una pareja pueblerina, que visita a sus hijos residentes en la gran ciudad, para comprobar que se ha producido una brecha imposible de salvar entre ellos.