sábado, 9 de abril de 2011

Diálogos táctiles que no se consideran


El tacto es el más desmistificador de los sentidos, al contrario de la vista, que es el más mágico. (Roland Barthes: Mitologías)

La comunicación entre los seres humanos no se reduce al intercambio de palabras habladas o escritas, como pretenden las instituciones que no existirían sin ellas. Eso apenas describe la superficie de un proceso más complejo, para el que no suele haber educación formal que se encargue de adiestrarnos.
Mi madre era muy delgada cuando me trajo al mundo y no estuvo en condiciones de amamantarme mucho tiempo. Me buscaron un ama de cría que dejó impresa en mi memoria sus senos enormes y perfumados. Eran un sustituto.
Con mi tío Juan participaba en una serie de juegos que debieron ocurrir cuando yo tenía dos, tres o cuatro años. En uno de ellos, me montaba sobre su espalda, a veces me sentaba sobre sus hombros y él trotaba, sujetándome por las manos, como si él fuera la cabalgadura y yo el jinete. Le llamábamos andar a cococho. ¡Era tan agradable ver el mundo desde lo alto, en lugar de la perspectiva habitual, a menos de un metro del suelo, sentirse obligado a bajar la cabeza cuando pasábamos debajo del dintel de una puerta o la rama de un árbol! En otro juego, que llamábamos la vuelta carnera, me sentaba sobre las piernas de mi tío sentado, que me sujetaba por las manos y permitía que alzara mis rodillas, girara sobre mi cabeza hasta caer parado.
Cuando tuve cuatro o cinco años y confío en mi buen juicio, mi tío comenzó a llevarme en su bicicleta. Me sentaba de costado, en el travesaño, me sujetaba del manubrio, y él pedaleaba tal vez cien metros, ida y vuelta. Era una aventura desprovista de riesgo, cuando podía deslizarse a tal velocidad, por las mismas calles de siempre, gracias a un adulto que me protegía y me alentaba a probar por mí mismo cuando creciera.
No recuerdo que me sucediera nada parecido con mi padre. Él no tenía tiempo para dedicarme o (lo que es más probable) no disfrutaba demasiado el contacto con sus hijos. Muchos años más tarde, mi madre confesó que mi padre se ponía celoso cuando ella nos dedicaba más tiempo del que él consideraba justo. Supongo también que ella nos utilizaba como excusa, para evitar el contacto con él. No guardo memoria de que mi padre nos castigara, pero tampoco abrazos, ni caricias, ni contenciones. El contacto que prevalecía entre nosotros era verbal. Órdenes, preguntas, ironías sobre nuestra presunta incapacidad para aprender (en las que repetía, supongo, los diálogos con mi abuelo, una generación atrás, para asumir el rol opuesto al suyo).
Mi padre no era un hombre que tocara a sus hermanos o su madre. Tengo la impresión de que las raras veces que lo vi palmear la espalda de un amigo, fue para evitar un abrazo (cuando viví en el Caribe, aprendí que los abrazos entre hombres estaban sometido a un protocolo: las manos de uno palpaban la parte alta de la espalda del otro una vez, dos, tres y a continuación lo soltaban rápidamente, para evitar malentendidos).
En mi familia paterna, el contacto físico del saludo a mi tía Matilde no duraba más de un segundo, porque a continuación ella separaba a quien la hubiera saludado con un beso, porque no olía bien o para no contagiarse de quién sabe qué enfermedades imaginarias.
En esa época, el beso en la mejilla que intercambiaban mujeres y hombres era frecuente, pero sometido a las reglas de un protocolo bastante estricto. Solo un beso estaba permitido a cada uno, a diferencia de lo que es corriente en Brasil o España, donde cada participante tiene derecho a dos: uno en cada mejilla de la otra persona.
Cuando la diferencia de edad era mucha, se imponía el beso en la frente (de los niños o los ancianos). El besado de las manos femeninas por los amigos y pretendientes ya no se practicaba en mi infancia: era un gesto arcaico, que no se hubiera intentado ni en burla.
El beso en la boca vuelto famoso por las películas de Hollywood, se encontraba reglamentado por el Código Hays desde 1934, y establecía que las bocas estuvieran convenientemente cerradas y el contacto no se prolongara más allá de ocho segundos. Los besos interminables y de bocas abiertas que se ven en la actualidad, en cualquier parte donde se concentren jóvenes, no se veían en el mundo real de mi infancia. Las parejas se besaban, de acuerdo a los rumores, en la oscuridad de los zaguanes, y esto resultaba tan criticable como acceder a las relaciones sexuales sin haberse casado antes.
Cuando se imagina el pasado como una época en que la gente se tocaba más, porque no existían los medios de comunicación actuales, se está inventando una
Durante mi asistencia a la escuela primaria Nº 2 de San Pedro, constantemente nos obligaban a formar filas, en un procedimiento que recordaba a las formaciones de presos, antes o después de salir de sus celdas. Niñas por un lado, niños por el otro, nos ordenábamos por estatura, desde los más bajos a los más altos, y “tomábamos distancia”, vale decir, nos poníamos a un brazo del que estaba delante y del que quedaba detrás. Luego nos hacían entrar, sin demorarnos ni atropellarnos.
Tal vez hubiera contactos durante los deportes y otros juegos. Nada muy estrecho ni tampoco prolongado, como se da en el rugby. El juego de la “mancha venenosa” que entretenía a los niños chicos, planteaba una visión fóbica del contacto. Aquel que era tocado por otro participante, quedaba contagiado, se convertía en un indeseable del que todos huían y se veía obligado a correr tras los demás, para contagiarlos y librarse de la incómoda mancha.
No había mucho espacio en el colegio, a veces el pupitre se nos pegaba al estómago, pero de todos modos entre los compañeros de clases teníamos pocas posibilidades de tocarnos. Niñas y niños nos sentábamos por separado. Hablar entre nosotros o mandarse mensajes escritos en papelitos doblados, era una falta que la maestra castigaba si la sorprendía, como si ella fuera la chaperona que restringía la comunicación de aquellos que hubieran caído en el más completo desorden, si no los controlaban.
Durante los prolongados noviazgos (seis o siete años para alguna de mis tías) la familia se encargaba de poner a resguardo a las mujeres, organizando visitas a plena luz, con algún niño o tía vieja presentes, no fuera que el pretendiente se acostumbrar a tocar más de lo prudente y la novia a permitir que la tocaran, con la consecuencia indeseable de que la mercadería probada ya no fuera comprada. Escuché esa metáfora mercantil más de una vez, para referirse a historias infortunadas de mujeres solteras que debían cargar con la mala fama de haber sido abandonadas.

En los primeros momentos de sus entrevistas, siempre se hablaban así [del tiempo, de la salud del interlocutor], empleando fórmulas corteses y preguntando cosas insignificantes; su saludo era el saludo de ordenanza en sociedad; estrecharse la mano. Ni ellos mismos podrían explicar la razón de ese procedimientos extraño, que acaso fuese la cortedad debida a lo reciente e impensando de su trato amoroso. (Emilia Pardo Bazán: Insolación)


Uno piensa que la tradición del recato español marcó a tantas parejas que luego, una vez casadas, simplemente no funcionaron, porque sus integrantes no toleraban el contacto, pero la incompatibilidad en el diálogo táctil es más compleja. Se cuenta que durante la conquista de México por los españoles, el emperador Moctezuma, a quien los aztecas consideraban un dios, fue saludado por Hernán Cortés mediante un apretón de manos. Dos hombres pertenecientes a distintas culturas, que no habían tenido ningún contacto hasta entonces, iniciaron un diálogo de sordos, por el desconocimiento que cada uno tenía de la cultura del otro, en una situación capaz de decidir la suerte de sus dos naciones. Moctezuma había nacido y crecido en un ámbito palaciego donde tocarlo era un sacrilegio. Todavía hoy, cuando el Primer Ministro australiano o Michelle Obama toca la espalda de la reina Elizabeth II, la prensa se encarga de señalar la falta protocolar inaceptable. No se toca de ese modo a la reina. En otras épocas, la sanción hubiera sido la prisión o la muerte.
Las reglas de etiqueta de la corte española eran más liberales en el siglo XVI. El rey de España no hubiera aceptado que Cortés lo tocara de otro modo que besando su mano (en realidad, el anillo que ostentaba su mano y constituía uno de los emblemas del cargo). Era la forma de honrar a un alto prelado de la Iglesia: besar la amatista del anillo del Obispo, como recuerdo del día de mi Confirmación en la Nuestra Señora del Socorro.
Me cuesta a veces reconocer a mi madre en las fotografías, porque aparece mirando a cámara, por imposición del fotógrafo, cuando lo más probable era que en la vida cotidiana ella mirara el suelo y solo de soslayo uno pudiera tropezar con sus ojos. Ese contacto breve, como si tratara de evitar que la descubrieran en una actividad inadecuada, era una de sus características. Otras personas de su edad y condición pasaban revista a los niños con la mirada. Mi tía Matilde era implacable. Podía evaluar a cualquiera en pocos segundos y de todos modos no apartaba la vista, por encima de los anteojos. Mi madre había aprendido a desaparecer del diálogo sin moverse.