Cuando yo era niño, hablaba,
pensaba y razonaba como un niño; pero al hacerme hombre, dejé atrás lo que era
propio de un niño. (Pablo de Tarso: Corintios 12: 11)
Kaneto Shindo: Genbaku no ko |
Como las comunicaciones no eran tan eficientes como en la
actualidad, los grandes enfrentamientos tardaban en ser conocidos y llegaban
filtrados por la palabra, en lugar de depender de las evidencias instantáneas y
gráficas que hoy se emplean y suelen generar tanta ansiedad y angustia.
Ruinas de Hiroshima |
Antes de cumplir los diez años me había enterado de los
bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki por la prensa, pero no atinaba a
medir las terribles consecuencias de la radioactividad sobre la gente, hasta siete u ocho años más
tarde, cuando me topé con Genbaku no ko,
la película de Kaneto Shindo, que dramatizaba de manera contundente esos datos.
Conocía el establecimiento del Estado de Israel en Palestina, me parece
recordar que por una aventura del Pato Donald, pero no entendía las consecuencias
de los enfrentamientos militares, ni conseguía relacionarlos con el Holocausto
judío de la Segunda Guerra Mundial, hasta que vi Nuit et Brouillard, el documental de Alain Resnais sobre los campos
de concentración nazis, que por la crudeza de la imágenes de archivo costaba
mirar, y luego ya no podía ser olvidado.
Durante mis primeros veinte años de vida, me informaba de
acuerdo al interés que me despertaban ciertas situaciones puntuales, como la
invasión de Guatemala y el derrocamiento de Jacobo Arbenz por la CIA, o los
recambios en la cúpula del poder en la URSS, tras la muerte de Stalin. Debo
reconocer que nunca me informaba de manera suficiente, objetiva, ni oportuna, pero eso lo comprendí bastante
más tarde. Por eso quizás no percibía los efectos de la discriminación de los
judíos en la vida cotidiana. Probablemente me faltó curiosidad, o me sobró
indiferencia. Prestaba atención a los sucesos internacionales, por ser
destacados en los titulares de la prensa y la radio, pero no alcanzaba a
ponerlos en contexto, ni distinguir las repercusiones podían darse en aquellos
que tenía cerca y hubieran podido suministrarme datos más efectivos, si se me
hubiera ocurrido mencionar mi curiosidad.
Al menos una de mis compañeras de estudios debió ser judía,
según lo que prometían su apellido y hecho de que se retiraba de clase, con
otra que debía ser evangélica, cuando llegaba la hora de Religión (Católica, antes
de que Perón se ganara la enemistad de la Iglesia, con iniciativas tales como
la Ley 14394, que permitía el divorcio). Nunca pregunté a mis compañeras qué
hacían en el ramo paralelo de Moral. Probablemente algo tan aburrido como esa
versión más enjundiosa del catecismo que sobrellevábamos nosotros, los
católicos. Nunca me pareció que la religión o la nacionalidad fueran asuntos
capaces de enfrentar a la gente.
Si los judíos que conocí más tarde, en la Universidad, se
sentían amenazados como individuos o comunidad, no solían mencionarlo. Dudo que
se sintieran ajenos a lo que sufrían otros como ellos, pero jamás hablamos del Shoah (el Holocausto), a pesar de que
uno de ellos, Peter R. había nacido en Europa, durante la Segunda Guerra
Mundial, y su padre había sido ahorcado en un campo de concentración, apenas un
día antes de la liberación. ¿Valía la pena, sin embargo, que mi amigo
mencionara eso, para conmover a quienes ya sentíamos afecto por él, tomando en
cuenta lo que él era en el presente? No lo hacía nunca. ¿Qué hubiera pasado de
no recibir la solidaridad que merecía, sino el rechazo de alguien con quien
compartía clases, como el compañero que había leído y creía la denuncia de Los
Protocolos de los sabios de Sión?
Entrada al campo de concentración de Auschwitz |
Una de las alternativas era que los judíos fueran acusados
de exagerar sus problemas, en un país que al menos nominalmente los había
recibido con los brazos abiertos, revelando que a pesar de tantas muestras de
generosidad, continuaban siendo quejosos y resentidos. De Sirotta se llegó a
decir que se había autoinfligido las agresiones que mostraba su cuerpo. Norma
Penjerek fue presentada como cómplice de su horrible muerte. Aquellos a quienes
se discriminaban, no podían solicitar piedad, porque eso era lo primero que se
les negaba.
Shylock |
SHYLOCK: Soy un judío. ¿Es que
acaso un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos,
proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no se alimenta de la misma
comida, no es herido por las mismas armas, ni sujeto a la mismas enfermedades,
ni curados por los mismos medios, ni calentado y enfriado por el mismo verano y
el mismo invierno que un cristiano? Si nos pinchan, ¿no sangramos? Si nos hacen
cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenan, ¿no morimos? Y si nos ultrajan,
¿no nos vengaremos? (William Shakespeare: El Mercader de Venecia)
Klos y Kadar: Obchod na korze |
Convención nazi en el Luna Park de Buenos Aires, 1928 |
Muchos años después entendí el peso de la discriminación,
cuando en los países donde residí tuve que tolerar, por ejemplo, chistes ofensivos
sobre mi nacionalidad, que probablemente no se referían a mí, como persona, pero
que tampoco se hubieran hecho si yo no hubiera estado presente. ¿Cómo
reaccioné? Era mejor reírse ante las ofensas, demostrando que no importaban, o simular
que no se había percibido la mala intención que se manifestaba detrás de una
ocurrencia trivial, porque después de todo se trataba de alguna estupidez que
no merecía recordarse.
Durante la adolescencia, aprendí que nunca me iban a
discriminar por ser negro, ni chino, ni mujer, ni gordo, ni petizo, ni víctima
del acné, porque el azar me había librado der tales humillaciones. Bastaba que
fuera tartamudo. En tal caso, de acuerdo con mi experiencia, uno comenzaba por
automarginarse de manera preventiva, con el objeto de evitar humillaciones que
prometían ser penosas. Yo no hablaba demasiado, ni interactuaba más de lo
necesario con gente de mi edad. Eso me llevaba a buscar la compañía de gente
adulta y a pensar bastante lo que iba a decir, para estar seguro de los recursos
verbales que utilizaba. No era casual que prefiriera escribir o dibujar, antes
que hablar en público.
Puesto que yo soy imperfecto y
necesito la tolerancia y la bondad de los demás, también he de tolerar los
defectos del mundo hasta que pueda encontrar el secreto que me permita ponerles
remedio. (Mahatma Gandhi)
Nadie hablaba a mediados del siglo XX de inteligencia emocional,
ni de educación para la tolerancia de la diversidad. Más bien se lo hubiera
considerado una injustificable pérdida de tiempo, que no correspondía ventilar
en un colegio, cuando había que pasar tanta materia más urgente, exigida por los
programas del Ministerio de Educación.
En tercer año del secundario se sumó a nuestro curso un
estudiante nuevo, que acumulaba dos hándicaps temibles, cada uno por su lado:
el acné juvenil que enrojecía su cara siempre sonriente, y ser hijo de un
profesor que acababa de incorporarse al plantel y residía en las afueras de la
ciudad. Tanto el padre como el hijo se convirtieron en víctimas de una mayoría
circunstancial, formada por aquellos que ya nos conocíamos, aunque no tuviéramos
tanto en común entre nosotros. La llegada de desconocidos bastaba para
establecer una coherencia agresiva.
¿Qué podía hacerse para hostilizar a ambos? Nada concreto,
dada la disciplina que por entonces regía en el sistema educativo y prodigaba
amonestaciones y expulsión a quienes no respetaran las reglas de convivencia.
André Gide |
Cuando comparo este episodio con los recursos que disponen
hoy los adolescentes en las llamadas redes sociales, advierto que tal vez no
hubiera menos crueldad e inconciencia entonces, pero por suerte nos faltaban
los medios para causar más daños por venganza o diversión. Ahora,
los jóvenes viven permanentemente conectados a sus teléfonos celulares, que los
acompañan a todas partes, incluyendo las escuelas, de donde parece imposible
desterrarlos, porque los ocultan o no pueden evitar consultarlos, desatendiendo
el aprendizaje.
El bullying (un
término desconocido hace medio siglo, que se ha instalado en el vocabulario
cotidiano de la gente) puede hacerse de manera presencial o utilizando la complicidad de
las redes sociales, que facilitan la distribución de textos e imágenes capaces de
documentar y perpetuar lo sucedido. Cuando se decide agredir a alguien, ahora
se disfruta, desde muy temprano en la vida, de un anonimato y una repercusión
que a mediados del siglo XX resultaban impensables. Los escolares se acosan
para divertirse, para ser aceptados por el grupo de acosadores. Eso incrementa
en forma paralela la fragilidad de los victimarios, que se vuelven dependientes
de las redes sociales y temen recibir un trato parecido en cualquier instante.
Hinchas de futbol |
La desconfianza cohesiona a un grupo humano, mientras dura
el enfrentamiento de la mayoría con una minoría real o imaginaria, que puede
ser designada como culpable de todos los males que experimenta la sociedad. Es
la imagen del chivo expiatorio que permanece desde hace miles de años. Alguien
debe ser sacrificado, para beneficiar a la mayoría. ¿Por qué no comenzar con un
extranjero o con alguien que por cualquier motivo no llega a reconocerse del
todo como parte del colectivo? Digamos un homosexual, un gitano, un gordo, el
miembro de un culto religioso minoritario. Que sufra aquel que no puede
resistirse al tormento al que será sometido para exorcizar los demonios de la mayoría.
Probablemente el temor no suministra ninguna base demasiado
sólida para intentar empresas humanas de cierta complejidad, pero es motivador
y después de manifestarse se vuelve cada más difícil volver atrás, porque se
han tomado decisiones injustificables, basadas más que nada en prejuicios y el
miedo.
En el mejor de los casos, a medida que pasa el tiempo, la
desconfianza y discriminación inicial cede, los prejuicios se revelan
infundados, y aunque solo sea por aburrimiento de las posiciones extremas,
gracias al efecto desgastador de la rutina, casi todo el mundo termina aceptando
aquello que antes rechazaba.
Imagina que tu gobierno te dice
que hay un conjunto bastante numeroso de inmigrantes que van a venir a tu país.
Ante esa noticia, lo primero que quieres saber cuáles son sus intenciones y van
a participar o no en la economía, o si, por lo contrario, lo hacen con la
intención de competir con nosotros. Los colectivos que están vistos como
explotadores, no nos gustan, y si además son de fuera, no nos caen bien.
Tampoco nos agrada la gente pobre. Es algo generalizado, que se da en todo el
mundo. En cambio, los estereotipos concretos dependen de cada cultura. (Susan
Fiske)
Encontrarse en minoría, expuesto a la discriminación, no
resulta una situación cómoda, cuando por cualquier motivo la mayoría se siente
insegura de aquello que tradicionalmente consideró sus posesiones. Aquellos susceptibles de ser discriminados
ven cómo proliferan las actitudes defensivas, que comienzan por designar al de
afuera como un probable competidor, en enemigo, alguien que les arrebatará los
escasos empleos, que tendrás más seguidores en Facebook y cortejará a las
mujeres más atractivas, que los otros, los llegados antes, creían reservadas
para ellos y nadie más, como si Dios les hubiera indicado esa misión. Hagan lo
que hagan esos intrusos, los miembros de la mayoría no van a tolerar siquiera que
piensen en estorbar su camino.
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