martes, 1 de diciembre de 2015

Discriminación y tolerancia de la diversidad: un lento aprendizaje (II)



Cuando yo era niño, hablaba, pensaba y razonaba como un niño; pero al hacerme hombre, dejé atrás lo que era propio de un niño. (Pablo de Tarso: Corintios 12: 11)

Kaneto Shindo: Genbaku no ko
El siglo XX no fue una época de feliz inocencia, fácil de preservar, porque gran parte de los medios que hoy conocemos se encontraban activos e impregnaban de información, desinformación, publicidad, propaganda y diversión a todos los que se encontraban expuestos a su discurso. Si la diversión inyectaba amnesia, con la información adquirían demasiada visibilidad los conflictos contemporáneos. El planeta que mostraban los medios, no era nada amable, ni parecía destinado a mejorar en el futuro.
Como las comunicaciones no eran tan eficientes como en la actualidad, los grandes enfrentamientos tardaban en ser conocidos y llegaban filtrados por la palabra, en lugar de depender de las evidencias instantáneas y gráficas que hoy se emplean y suelen generar tanta ansiedad y angustia.
Ruinas de Hiroshima
Antes de cumplir los diez años me había enterado de los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki por la prensa, pero no atinaba a medir las terribles consecuencias de la radioactividad  sobre la gente, hasta siete u ocho años más tarde, cuando me topé con Genbaku no ko, la película de Kaneto Shindo, que dramatizaba de manera contundente esos datos. Conocía el establecimiento del Estado de Israel en Palestina, me parece recordar que por una aventura del Pato Donald, pero no entendía las consecuencias de los enfrentamientos militares, ni conseguía relacionarlos con el Holocausto judío de la Segunda Guerra Mundial, hasta que vi Nuit et Brouillard, el documental de Alain Resnais sobre los campos de concentración nazis, que por la crudeza de la imágenes de archivo costaba mirar, y luego ya no podía ser olvidado.
Durante mis primeros veinte años de vida, me informaba de acuerdo al interés que me despertaban ciertas situaciones puntuales, como la invasión de Guatemala y el derrocamiento de Jacobo Arbenz por la CIA, o los recambios en la cúpula del poder en la URSS, tras la muerte de Stalin. Debo reconocer que nunca me informaba de manera suficiente,  objetiva, ni oportuna, pero eso lo comprendí bastante más tarde. Por eso quizás no percibía los efectos de la discriminación de los judíos en la vida cotidiana. Probablemente me faltó curiosidad, o me sobró indiferencia. Prestaba atención a los sucesos internacionales, por ser destacados en los titulares de la prensa y la radio, pero no alcanzaba a ponerlos en contexto, ni distinguir las repercusiones podían darse en aquellos que tenía cerca y hubieran podido suministrarme datos más efectivos, si se me hubiera ocurrido mencionar mi curiosidad.
Al menos una de mis compañeras de estudios debió ser judía, según lo que prometían su apellido y hecho de que se retiraba de clase, con otra que debía ser evangélica, cuando llegaba la hora de Religión (Católica, antes de que Perón se ganara la enemistad de la Iglesia, con iniciativas tales como la Ley 14394, que permitía el divorcio). Nunca pregunté a mis compañeras qué hacían en el ramo paralelo de Moral. Probablemente algo tan aburrido como esa versión más enjundiosa del catecismo que sobrellevábamos nosotros, los católicos. Nunca me pareció que la religión o la nacionalidad fueran asuntos capaces de enfrentar a la gente.
Entrada al campo de concentración de Auschwitz
Si los judíos que conocí más tarde, en la Universidad, se sentían amenazados como individuos o comunidad, no solían mencionarlo. Dudo que se sintieran ajenos a lo que sufrían otros como ellos, pero jamás hablamos del Shoah (el Holocausto), a pesar de que uno de ellos, Peter R. había nacido en Europa, durante la Segunda Guerra Mundial, y su padre había sido ahorcado en un campo de concentración, apenas un día antes de la liberación. ¿Valía la pena, sin embargo, que mi amigo mencionara eso, para conmover a quienes ya sentíamos afecto por él, tomando en cuenta lo que él era en el presente? No lo hacía nunca. ¿Qué hubiera pasado de no recibir la solidaridad que merecía, sino el rechazo de alguien con quien compartía clases, como el compañero que había leído y creía la denuncia de Los Protocolos de los sabios de Sión?
Una de las alternativas era que los judíos fueran acusados de exagerar sus problemas, en un país que al menos nominalmente los había recibido con los brazos abiertos, revelando que a pesar de tantas muestras de generosidad, continuaban siendo quejosos y resentidos. De Sirotta se llegó a decir que se había autoinfligido las agresiones que mostraba su cuerpo. Norma Penjerek fue presentada como cómplice de su horrible muerte. Aquellos a quienes se discriminaban, no podían solicitar piedad, porque eso era lo primero que se les negaba.
Shylock
Shakespeare podía ser antisemita, como era frecuente entre los intelectuales de su tiempo, y no obstante llegó a crear en Shylock, no solo la figura del judío desalmado, cuyas maquinaciones son finalmente derrotadas por Portia, sino también la de un ser humano acorralado, indefenso, que se revela contra un sistema que lo ha marginado y reducido a un rol odioso de prestamista.

SHYLOCK: Soy un judío. ¿Es que acaso un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no se alimenta de la misma comida, no es herido por las mismas armas, ni sujeto a la mismas enfermedades, ni curados por los mismos medios, ni calentado y enfriado por el mismo verano y el mismo invierno que un cristiano? Si nos pinchan, ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenan, ¿no morimos? Y si nos ultrajan, ¿no nos vengaremos? (William Shakespeare: El Mercader de Venecia)

Klos y Kadar: Obchod na korze
¿Cómo vivían los judíos las explosiones aisladas de discriminación que se daban en Argentina durante la primera mitad del siglo XX? No había situaciones extremas, que justificaran reacciones viscerales, como la de la anciana protagonista de Obchod na korze (La tienda en la calle mayor) el filme checo de Klos y Kadar, que entraba en pánico al oír la palabra pogrom. En Europa Central, las operaciones represivas patrocinadas por el Estado eran periódicas y temibles. Durante un pogrom, los judíos eran despojados de sus propiedades, se los encarcelaba, se los obligaba a emigrar y eventualmente  se les daba muerte. En España, tras la derrota de los musulmanes por los Reyes Católicos, se les ofrecía la opción de convertirse al cristianismo o morir. De todos modos, la condición de cristiano nuevo continuaba despertando sospechas. En cualquier momento podían perderlo todo, por lo que no era extraño que decidieran trasladarse al Nuevo Mundo, donde esperaban hallar un ambiente menos prejuicioso.
Convención nazi en el Luna Park de Buenos Aires, 1928
La represión había sido durante más de mil años la actitud del cristianismo respecto de los judíos, a quienes se consideraba culpables de la muerte de Jesús de Nazaret. Poco importa si esto se correspondía con la verdad o era falso, porque desde hace siglos se utiliza el mismo argumento para despojar a los judíos de sus medios de vida, en beneficio de aquellos que detentan el poder.
Muchos años después entendí el peso de la discriminación, cuando en los países donde residí tuve que tolerar, por ejemplo, chistes ofensivos sobre mi nacionalidad, que probablemente no se referían a mí, como persona, pero que tampoco se hubieran hecho si yo no hubiera estado presente. ¿Cómo reaccioné? Era mejor reírse ante las ofensas, demostrando que no importaban, o simular que no se había percibido la mala intención que se manifestaba detrás de una ocurrencia trivial, porque después de todo se trataba de alguna estupidez que no merecía recordarse.
Durante la adolescencia, aprendí que nunca me iban a discriminar por ser negro, ni chino, ni mujer, ni gordo, ni petizo, ni víctima del acné, porque el azar me había librado der tales humillaciones. Bastaba que fuera tartamudo. En tal caso, de acuerdo con mi experiencia, uno comenzaba por automarginarse de manera preventiva, con el objeto de evitar humillaciones que prometían ser penosas. Yo no hablaba demasiado, ni interactuaba más de lo necesario con gente de mi edad. Eso me llevaba a buscar la compañía de gente adulta y a pensar bastante lo que iba a decir, para estar seguro de los recursos verbales que utilizaba. No era casual que prefiriera escribir o dibujar, antes que hablar en público.

Puesto que yo soy imperfecto y necesito la tolerancia y la bondad de los demás, también he de tolerar los defectos del mundo hasta que pueda encontrar el secreto que me permita ponerles remedio. (Mahatma Gandhi)

Nadie hablaba a mediados del siglo XX de inteligencia emocional, ni de educación para la tolerancia de la diversidad. Más bien se lo hubiera considerado una injustificable pérdida de tiempo, que no correspondía ventilar en un colegio, cuando había que pasar tanta materia más urgente, exigida por los programas del Ministerio de Educación.
En tercer año del secundario se sumó a nuestro curso un estudiante nuevo, que acumulaba dos hándicaps temibles, cada uno por su lado: el acné juvenil que enrojecía su cara siempre sonriente, y ser hijo de un profesor que acababa de incorporarse al plantel y residía en las afueras de la ciudad. Tanto el padre como el hijo se convirtieron en víctimas de una mayoría circunstancial, formada por aquellos que ya nos conocíamos, aunque no tuviéramos tanto en común entre nosotros. La llegada de desconocidos bastaba para establecer una coherencia agresiva.
¿Qué podía hacerse para hostilizar a ambos? Nada concreto, dada la disciplina que por entonces regía en el sistema educativo y prodigaba amonestaciones y expulsión a quienes no respetaran las reglas de convivencia.
André Gide
Ambos recibieron sobrenombres que a pesar de circular a sus espaldas, tarde o temprano llegarían a su conocimiento y deberían molestarlos. Hoy no recuerdo si el padre o el hijo era conocido como “el Chacra”, pero estoy seguro de que fue al padre a quien alguien decidió anotar en el pizarrón, poco antes de que entrara en la sala de clases, el nombre Coridón, cosa que lo afectó al punto de increparnos a todos, incapaz de individualizar quién lo agredía. Yo no entendía qué estaba pasando, no había leído los poemas de Teócrito y Virgilio, en los que un pastor griego se enamora infructuosamente de un chico. Tampoco sospechaba que André Gide hubiera publicado con ese título, un libro de ensayos que defiende la homosexualidad. Aún hoy me pregunto si alguno de los estudiantes disponía de algún dato concreto sobre el docente, o si el rumor había surgido de los mismos colegas del docente, pero lo cierto era que la alusión tenía un sentido inequívoco para él, que nos miró en adelante como a sus enconados adversarios.
Cuando comparo este episodio con los recursos que disponen hoy los adolescentes en las llamadas redes sociales, advierto que tal vez no hubiera menos crueldad e inconciencia entonces, pero por suerte nos faltaban los medios para causar más daños por venganza o diversión. Ahora, los jóvenes viven permanentemente conectados a sus teléfonos celulares, que los acompañan a todas partes, incluyendo las escuelas, de donde parece imposible desterrarlos, porque los ocultan o no pueden evitar consultarlos, desatendiendo el aprendizaje.
El bullying (un término desconocido hace medio siglo, que se ha instalado en el vocabulario cotidiano de la gente) puede hacerse de manera presencial o utilizando la complicidad de las redes sociales, que facilitan la distribución de textos e imágenes capaces de documentar y perpetuar lo sucedido. Cuando se decide agredir a alguien, ahora se disfruta, desde muy temprano en la vida, de un anonimato y una repercusión que a mediados del siglo XX resultaban impensables. Los escolares se acosan para divertirse, para ser aceptados por el grupo de acosadores. Eso incrementa en forma paralela la fragilidad de los victimarios, que se vuelven dependientes de las redes sociales y temen recibir un trato parecido en cualquier instante.
Hinchas de futbol
La desconfianza cohesiona a un grupo humano, mientras dura el enfrentamiento de la mayoría con una minoría real o imaginaria, que puede ser designada como culpable de todos los males que experimenta la sociedad. Es la imagen del chivo expiatorio que permanece desde hace miles de años. Alguien debe ser sacrificado, para beneficiar a la mayoría. ¿Por qué no comenzar con un extranjero o con alguien que por cualquier motivo no llega a reconocerse del todo como parte del colectivo? Digamos un homosexual, un gitano, un gordo, el miembro de un culto religioso minoritario. Que sufra aquel que no puede resistirse al tormento al que será sometido para exorcizar los demonios de la mayoría.
Probablemente el temor no suministra ninguna base demasiado sólida para intentar empresas humanas de cierta complejidad, pero es motivador y después de manifestarse se vuelve cada más difícil volver atrás, porque se han tomado decisiones injustificables, basadas más que nada en prejuicios y el miedo.
En el mejor de los casos, a medida que pasa el tiempo, la desconfianza y discriminación inicial cede, los prejuicios se revelan infundados, y aunque solo sea por aburrimiento de las posiciones extremas, gracias al efecto desgastador de la rutina, casi todo el mundo termina aceptando aquello que antes rechazaba.

Imagina que tu gobierno te dice que hay un conjunto bastante numeroso de inmigrantes que van a venir a tu país. Ante esa noticia, lo primero que quieres saber cuáles son sus intenciones y van a participar o no en la economía, o si, por lo contrario, lo hacen con la intención de competir con nosotros. Los colectivos que están vistos como explotadores, no nos gustan, y si además son de fuera, no nos caen bien. Tampoco nos agrada la gente pobre. Es algo generalizado, que se da en todo el mundo. En cambio, los estereotipos concretos dependen de cada cultura. (Susan Fiske)

Encontrarse en minoría, expuesto a la discriminación, no resulta una situación cómoda, cuando por cualquier motivo la mayoría se siente insegura de aquello que tradicionalmente consideró sus posesiones.  Aquellos susceptibles de ser discriminados ven cómo proliferan las actitudes defensivas, que comienzan por designar al de afuera como un probable competidor, en enemigo, alguien que les arrebatará los escasos empleos, que tendrás más seguidores en Facebook y cortejará a las mujeres más atractivas, que los otros, los llegados antes, creían reservadas para ellos y nadie más, como si Dios les hubiera indicado esa misión. Hagan lo que hagan esos intrusos, los miembros de la mayoría no van a tolerar siquiera que piensen en estorbar  su camino.

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