martes, 11 de enero de 2011

Marginaciones e integración: el Martillero

José María Vargas Vila
El aprendizaje de la soledad no fue penoso. Yo había sido un solitario y lo fui desde mi niñez. (…) Nunca tuve amores, nunca tuve amigos. Las mujeres que fatigaron mi sexo, no entraron jamás en mi corazón. Cuando entré en la soledad, no tuve que expulsarlas de ella. (José María Vargas Vila)
Acostumbrado a visitar las casas de mis vecinos, manejadas por mujeres hacendosas, que gracias a su esfuerzo mantenían los pisos brillantes y los objetos instalados desde hacía tiempo en los lugares precisos que definían las carpetas tejidas al crochet y los esquemas simétricos, me fascinaba la casa de C., el martillero del barrio, donde una capa de fino polvo se había asentado tiempo atrás sobre todas las cosas dejadas de cualquier modo y probablemente en cualquier parte por el propietario.
C. era un hombre solo o (para ser más preciso) un hombre separado de su esposa, que tenía un hijo adolescente, al que no parecía ver nunca. Del orden o el desorden de sus cosas, él era el responsable.
Viendo no hace mucho Sátantango, una película húngara de Béla Tarr, he recuperado ese ritmo pausado, desesperante, de aquellos que por estar marginados de las fuerzas sociales más relevantes, no tienen la menor esperanza de alterar su rutina, y no obstante permanecen en lo mismo, como las arañas que carecen de otros objetivos, después de haber tendido pacientemente la tela con la que confían atrapar su alimento. En el barrio había por aquí y allá personajes dotados de esas características que los volvían invisibles. Gente que giraba en torno a ejes ínfimos. Testigos de no importaba qué.
Los rumores del barrio planteaban que la separación del martillero había ocurrido por la adicción al alcohol de C. No sé si había comprado o si alquilaba una parte de la casa de las hermanas F., que mandaron a construir un muro divisorio de ladrillos en el medio del patio, a pesar de que compartían la bomba de agua. En ese barrio de familias constituidas, un solitario estaba fuera de los esquemas habituales. No se lo rechazaba, podía hablarse con él en la calle, en el almacén, pero al mismo tiempo nadie lo hubiera invitado a entrar en una casa reservada para las familias.
Bandoneón / ¿Para qué nombrarla tanto? / ¿No ves que está de olvido el corazón / y ella vuelve, noche a noche, como un canto / en las notas de tu llanto / che bandoneón? (Homero Manzi y Aníbal Troilo: Che bandoneón)
 Como nací en un barrio de trabajadores rurales y artesanos, C. era lo más próximo a un intelectual que conocí en mi infancia. Había libros en su casa (libros cubiertos de moho, como el resto de los objetos de C.) a diferencia de lo que pasaba en las casas de otros vecinos, incluyendo la de mi familia. Allí estaban, por ejemplo, El Hombre Mediocre de José Ingenieros, subrayado profusamente por su dueño, y una compilación de aforismos del colombiano José María Vargas Vila, cuyo título no recuerdo, en la que leí por primera vez la palabra aborto, que me obligó a consultar el diccionario y enterarme de una realidad que entre los adultos del barrio no se hubiera mencionado nunca en mi presencia.
C. debía ser, probablemente, un anarquista solitario, un marido desengañado que bebía regularmente sus vasos de tinto o grappa en el almacén de mi padre y perdía su tiempo en discusiones desapasionadas, que a veces resolvía con una cita de un autor desconocido para sus contertulios, pero capaz de confirmar su imagen de hombre ilustrado.
C. era también el propietario de la única máquina de escribir que existía en mi barrio, una Underwood de por lo menos treinta años antes, para concluir los contratos con sus clientes, hasta que yo comencé a pedírsela prestada (nunca me preguntó qué hacía con ella) con el objeto de redactar los pequeños artículos que me permitían colaborar bajo seudónimo en La Palabra y El Imparcial, los dos semanarios que se publicaban en San Pedro.
Hubiera debido saberlo entonces, pero los grandes gestos solían evitarse por entonces, C. era el primer fracasado que me fue dado conocer. Muchos de los hombres que podía observar en el barrio, mis vecinos y parientes, nunca llegarían demasiado lejos y a nadie parecía importarle el tema, mientras C. había encontrado su límite en este mundo y cualquiera podía notarlo. No le sería posible convencer a una mujer de que lo acompañara, ya podría recuperar a su hijo, ni escaparía de esa vida rutinaria que Juan Carlos Onetti había comenzado a describir en sus novelas sobre la ciudad imaginaria de Santa María, a la que yo tardé quince años en acercarme.
C. era la conciencia moderna (por lo tanto absurda) de que lo más probable en el mundo actual es que nadie se encuentre nunca a la altura de sus propios sueños. De allí el polvo que se acumulaba sobre cada cosa que había utilizado y él no se molestaba en remover. La muerte llegaría un día, para poner fin a su vida que estaba desprovista de sentido, como indicaban los gestos rituales (levantarse de la cama al mediodía, aunque durmiera vestido, llegar a paso lento al almacén, beber un vasito de grappa, un vermouth, hablar de lo que se diera en el momento con otros parroquianos, comprar algo para almorzar, a veces allí mismo, por ejemplo salame, queso, pickles y pan, recibir la visita de algún cliente o hacer una llamada telefónica para cerrar el acuerdo de un remate); solo era cuestión de ocupar sin impacientarse, el tiempo desmedido que le restara, hasta que la muerte decidiera suministrar un desenlace carente de drama, a la interminable serie de desencuentros que acumulaba su vida.



Lastima, bandoneón, mi corazón / tu ronca maldición maleva. / Tu lágrima de ron me lleva / hasta el hondo bajo fondo / donde el barro se subleva. / ¡Ya sé, no me digás! ¡Tenés razón! / La vida es una herida absurda, / y es todo tan fugaz / que es una curda, ¡nada más! / mi confesión. (Aníbal Troilo y Cátulo Castillo: La última curda)
 

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