sábado, 26 de marzo de 2011

El colegio de la adolescencia

Escuela Normal (también Colegio Nacional) de San Pedro
Entrar en la secundaria cambió mi vida. Un signo de la nueva etapa, fue que no volví a encontrarme con mis compañeros de primaria. El tránsito de un nivel educativo a otro no era, como en la actualidad, imperceptible. A mediados del siglo XX, pocos estudiantes de la primaria pasaban a la secundaria (y luego, muchos menos ingresaban a la universidad). Para los planes sobre mi futuro que debió haber tenido mi padre, pero nunca compartió conmigo, se trataba de mandarme a lo que entonces se denominaba Sección Comercial Anexa al Colegio Nacional de San Pedro. ¿Podían haber inventado un rótulo menos descalificador?
Mi promoción era la tercera o cuarta y algunos de nuestros profesores habían egresado apenas un par de años antes de la misma institución. Otros docentes eran maduros y enseñaban también en la Escuela Normal. Sospecho que no se suponía que fuéramos demasiado brillantes, puesto que nos dedicaríamos al comercio. A nosotros no nos enseñaban dos lenguas clásicas (Griego y Latín) tal como sucedía en el Bachillerato hasta 1950. Tampoco estudiábamos dos idiomas modernos, sino uno durante los cinco años (la mayoría optaba por el inglés, que ya por entonces había desplazado al francés como lengua diplomática y de los negocios). Nos obligaban a estudiar Mecanografía (gracias a lo cual fui capaz de escribir “al tacto” como se nos decía) durante el resto de mi vida, y tomar dictado de hasta 120 palabras por minutos, en el ramo Taquigrafía (una habilidad que hubiera podido conducirnos, en el mejor de los casos, a convertirnos en funcionarios del Congreso de la República).
Constantini, nuestro profesor de Castellano, era un hombre joven y utilizaba técnicas heterodoxas, como evaluar los aciertos parciales, que de pronto se daban en la dinámica de una clase. A él le debí, por ejemplo, un 10 por acertar la definición de la palabra ¡Zape! que aparecía en un dictado y solo Dios sabe cómo recordaba después de haber leído una novela de Pardo Bazán.
Mis compañeros no podían ser más heterogéneos, advierto en la distancia. Uno de los más chistosos (no digo que ocurrente) siguió una carrera militar, me han dicho. Otro de los que gozaban de fama de divertidos, se convirtió en empresario de la agroindustria y no creo que siga haciendo rimas obscenas con su apellido, cuando alguien lo nombre. A uno cuyo nombre no recuerdo, le decíamos Alan Ladd (también Cara de Piedra), ya no recuerdo si por rubio o inexpresivo. Mi amigo E.S. viajaba todos los días en tren, desde Baradero. Compartíamos el gusto por los programas nocturnos de música de Radio Splendid y las comedias musicales del cine. ¡Qué distante parece todo eso! Un día lo sorprendieron con una postal pornográfica que nos había mostrado generosamente. Era la foto de una mujer desnuda, de pie, cuyo pubis aparecía cubierto por un grueso punto oscuro. Nuestra bella profesora de Inglés, que tenía un delicado bozo en el labio superior, debió haberla descubierto, porque recuerdo su reproche a mi compañero: ¿acaso no tenía él una madre, una hermana? A la distancia, el argumento suena poco atinado. El haber sido descubierto lo hacía acreedor de amonestaciones, ¿pero se suponía que mi amigo sintiera por todas las mujeres el mismo respeto, la misma distancia que le correspondía tener por su familia?
Quien ostentaba el promedio más alto del colegio, era H.P.F. (las iniciales las había propuesto él, que debía detestar su anticuado primer nombre). Confieso que no lo estimaba, a pesar de que nunca hubo ningún conflicto entre nosotros, por el simple motivo de que a él parecía no costarle nada superar obstáculos que para mí eran una muralla temible. Sus respuestas eran fluidas y oportunas, las prácticas de caligrafía impecables, su desempeño deportivo sobresaliente. No recuerdo qué falta de disciplina lo dejó fuera del cuadro de honor que lo designaba para bajar la bandera nacional por las tardes, con lo que yo pasé a reemplazarlo.
Una de mis compañeras, Ruth E., que era rubia y de ojos grises, comprometida en matrimonio con un hombre trece o catorce años mayor desde que la recuerdo, fue consagrada Reina de la Primavera en una celebración que incluía desfile de carrozas y show musical en Pellegrini y Tres de Febrero. No sé si las otras chicas la detestaban por ese privilegio que había logrado merecidamente y sin alardes, por decisión de un jurado en el que participaba nuestro profesor de Taquigrafía, un hombre joven que mostraba la secuela de la poliomielitis.
En el mismo edificio, por la mañana funcionaba la Escuela Normal, por la tarde el Colegio Nacional y la sección Comercial anexa, que era donde yo estudiaba. Nunca se me ocurrió protestar por la decisión de mi padre, que me inscribió en esa carrera que debía hacer de mí lo que hoy se considera un Contador o Auditor, porque detestaba la materia básica, Contabilidad, no lograba manejarme con el Debe y el Haber de la doble partida, mi letra cursiva inglesa era lamentable y solo me destacaba en Mecanografía y Taquigrafía, entre las materias que podían considerarse propias de la especialidad.
Quejarme no pasó nunca por mi cabeza, porque la otra alternativa era la misma que había tenido que afrontar mi padre cuando se rebeló contra la oportunidad que le brindaba mi abuelo de estudiar en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Era eso o la atención al público de un almacén de barrio. Mi padre eligió lo segundo y lo lamentó el resto de su vida. Yo pretendía otra cosa, aunque todavía no supiera qué. Pensé en estudiar Arquitectura, una idea que me llevó a estudiar la Historia de la disciplina, desde lo más reciente a lo más antiguo. Me imaginé estudiando Psiquiatría, después de haber visto varias películas de Hollywood que le otorgaban glamour de cine negro a esa profesión, pero no tardé en desmoralizarme al averiguar que antes debería completar Medicina. La sola idea de participar en una disección (aunque fuera de una rana, para repetir el experimento de Faraday) me revolvía el estómago. Como había tenido buenas notas en Química Orgánica (probablemente gracias a una buena profesora) me hizo pensar en seguir una carrera que se relacionara con esa materia. Esa fue una de las alternativas de mi vida que no exploré. Otra, estudiar Arquitectura.

1 comentario:

  1. HOla Oscar,aunque no se me ocurre ningun comentario,me deleito con tus escritos.
    Un abrazo virtual
    Susana C

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