domingo, 22 de mayo de 2011

Encuentros (y desencuentros) de parejas a mediados del siglo XX


La verdad es como una novia sin ajuar. (Francis Bacon)

Durante los años ´30, mi padre sostuvo con mi madre un noviazgo de seis o siete años, precaución que no obstante fue insuficiente para que la relación de ambos resultara satisfactoria cuando se casaron. Mi tía Matilde esperó veinte años a Isidro, su novio de juventud, y la opresión de la vida en común derivó en enfermedad mental apenas se casaron. Se habían equivocado en un paso que todo el mundo considera trascendente y no supieron cómo retroceder, para no sufrir las consecuencias de una relación fallida.
Mis tías maternas, a comienzos de los ´40, se casaron después de prolongados noviazgos. Eso era lo correcto en San Pedro, que las mujeres prepararan el ajuar (generalmente con sus propias manos, en lugar de comprarlo) trabajando durante años, tras haber decidido casarse, aunque sin fijar todavía fecha para el evento. Debían bordar el monograma de la pareja en sábanas, manteles y toallas, después de haber adquirido la tela con sus ahorros. Soñar con el ajuar, se consideraba un buen augurio. El matrimonio sería feliz, lo completarían bellos hijos y la aprobación de todo el mundo para la mujer que protagonizaba ese cuento de hadas.
Al hurgar en la memoria, recuerdo las sábanas caladas, que probablemente fueron bordadas en conjunto por mi madre y sus hermanas, que solo en grandes ocasiones se utilizaban en mi casa. Las novias cosían los edredones y camisas de dormir, bordaban los pañuelos, las zapatillas de noche, tejían las mañanitas (como luego los escarpines de sus hijos). Mientras no se casara, la joven no podía usar ninguna de esas prendas.
Desde épocas inmemoriales se repetían estas interminables dedicaciones al ajuar, que suministraban un aura mítica en torno al matrimonio, como el ámbito donde las destrezas de un género se ponían de manifiesto, para exclusivo disfrute de un único espectador, el marido.
Cuando las parejas no disponían de muchos recursos, el tiempo, las habilidades y energías de las novias eran la fuente principal de esos primores, que quedaban (en el caso de mis padres) como monumento a un proyecto largamente preparado y no obstante fracasado.
Un casamiento de apuro (que los había, no pocas veces exitosos, aunque estaban basados en la pura atracción física) se convertía en tema de conversación de hombres y mujeres por un tiempo, pero no tengo la impresión de que nadie fuera discriminado de manera duradera por eso. El tiempo restañaba las infracciones. Hasta las uniones de hecho terminaban por ser aceptadas con el tiempo (a pesar de la indignación de mi padre, que en esos casos aplicaba un código ético que pasaba por alto habitualmente).
Las parejas que se formaban a mediados del siglo XX, dependían de factores tan ajenos a la iniciativa de sus integrantes, como el haberse conocido desde la infancia, haber compartido la escuela o conocerse desde los bailes de fin de semana.
Cuando mi amiga S.C. recuerda su fiesta de quince años, preparada por su familia, en la que ella y sus amigas del colegio religioso tuvieron la oportunidad de bailar. La música la había traído uno de sus primos, provenía de un tocadiscos, donde tocaban discos de 78 rpm. Una de sus compañeras convenció a su padre de que permitiera la asistencia de unos cuantos amigos varones. Por ese entonces, varias compañeras tenían novio. ¿Cómo pudieron conseguirlos, cuando se movían en un ambiente que parece salido del Medioevo?
Existía un grupo de amigos que iban a la escuela pública, con quienes las chicas del colegio religioso se encontraban en los bailes. Deben haber parecido más atractivas, cuanto más encerradas se encontraban. En algunos casos, los familiares del otro género y la misma edad servían de contacto. Uno de los primos de S.C., que disfrutaba el privilegio inusitado de conducir un auto, llevó a la fiesta de quince a un grupo de jóvenes no invitados inicialmente, desde el Butti, donde habían estado esperando que les avisaran la autorización del padre. Tal era el respeto que todos tenían por los mayores, tanto las chicas como los chicos (algo que difiere bastante de lo que sucede en la actualidad).
De acuerdo a mis informantes, las amigas del mismo grupo conocían a sus novios de diversas maneras: algunas en los bailes, otras en las salidas por la calle Mitre durante la tarde cuando salíamos a caminar, mientras se escuchaba la emisora de circuito cerrado Apa, con sus secuencias de publicidad, música popular y noticias.
Las hormonas de las adolescentes eran un factor incontenible, contra el cual las restricciones de las monjas perdían la batalla. Las reglas de la educación religiosa no lograron impedir que muchas se pusieran de novio.
Como después de todo eran chicas serias, de buenas familias, los novios no tardaban en conocer a los padres y someterse a las reglas de comportamiento que ellos imponían. Años más tarde, algunas se quejan de no haber tenido la oportunidad de salir a escondidas y conocer a quienes se convirtieron en su pareja de otra manera.
Una de mis informantes cuenta que conoció a su primer novio (el mismo que iba a convertirse luego en su marido) en una fiesta que se hizo en la misma escuela religiosa, porque él tocaba en la Banda Municipal, y era pariente de una de sus compañeras.
El primer encuentro de la joven pareja fue a la salida de misa del domingo, a la que concurrían obligatoriamente (se pasaba lista). En adelante, se encontraron en las matinés bailables del club Paraná, aunque no por mucho tiempo, porque los padres no tardaron en darse cuenta y los obligaron a verse en la casa. Esto, en lugar de facilitar el conocimiento efectivo de ambos, se convirtió en un obstáculo, porque no les permitían salir por su cuenta. En algún momento decidieron casarse, hasta que la muerte los separara, sin estar demasiado informados respecto de la persona con quien lo hacían.
Casarse con el primer novio era el ideal de las chicas de entonces, como si las decisiones tomadas bajo la ceguera del enamoramiento, pudieran ser las mejores para construir una relación estable.
Más de una mujer se casaba y luego descubría que ese matrimonio había resultado un fracaso, que no existía compatibilidad con el marido, que debía compartirlo con otra, etc. Cuando había hijos de por medio, costaba rectificar la decisión inicial. Las leyes no las favorecían y la publicidad del fracaso era ya una situación humillante. Luego, estaban los medios de vida de una separada. ¿Cómo se las hubiera arreglado aquella que no disponía de una profesión o recursos propios? Cuando la pareja no había tenido hijos, de todos modos costaba iniciar la separación, porque las familias detestaban confesar el fracaso, que podía ser atribuido a la mujer antes que al hombre. No era raro que matrimonios fracasados se arrastraran durante años.
Según mis informantes, el superficial conocimiento con el que las parejas de hace cuarenta o cincuenta años llegaban al matrimonio, terminó revelándose como un obstáculo grave para una convivencia duradera.
En la actualidad, los índices de nupcialidad han descendido en todo el continente. El descrédito del matrimonio era tradicional en países del Caribe como Venezuela, donde la mayor parte de los hijos nacían fuera del matrimonio, pero hoy, tanto en Argentina como Chile, cada vez se casan menos jóvenes y cuando lo hacen es tras haber convivido varios años y haber procreado algún hijo. La gente teme fracasar en una relación estable o considera inútil cualquier compromiso a largo plazo.
Las mujeres separadas en el último tercio del siglo XX, me cuentan, concurrían a sesiones de terapia, con el objeto de superar la experiencia. ¿No era un progreso? En la generación anterior, no hubieran tenido ningún profesional que las asesorara. Algo debía haber cambiado en la mentalidad colectiva, puesto que se las consideraba víctimas y no pecadoras. Se esperaba de ellas que reorganizaran sus vidas, que armaran otras parejas, no que se encerraran para llorar (avergonzadas, golpeándose el pecho) una desgracia irreversible.
Tal vez alguien las mire todavía hoy como las únicas responsables de su desgracia. Debieron tolerar su desgracia con resignación, como una prueba que Dios les ha mandado y sus abuelas ni siquiera mencionaban. Debieron elegir mejor al hombre con el que se unieron de manera tan solemne (aunque nadie las preparó para hacer otra cosa que aceptar la imagen idealizada de los hombres que habían decidido tomarlas como pareja). La misma Corín Tellado, pésima consejera por intermedio de sus novelas de tapa blanda sometidas a la censura de los editores de la España franquista, en la realidad se las compuso para sacar a las patadas de su entorno, al marido ideal que la defraudó. Otros tiempos, otras costumbres. Las parejas fracasan, a pesar de las buenas intenciones, y en tal caso la gente trata de retomar el control de su vida.

1 comentario:

  1. Oscar
    Con emoción estoy leyendo este articulo,la verdad que me gusto un montón poderte ayudar y de esta manera recordar cosas de mi adolescencia
    Un abrazo

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