domingo, 14 de octubre de 2012

Inútil humo del tabaco

Publicidad cigarrillos, circa 1940
Haber nacido y crecido en la trastienda de un almacén de barrio, me dio la oportunidad de acercarme en cualquier momento al alcohol y el tabaco, dos de las drogas cuyo consumo era y todavía es aceptado por casi todo el mundo. Si no me entregué a ellas, debe ser porque no es cierto que la oportunidad hace al ladrón. Hay temperamentos adictivos y otros que no sienten la misma urgencia. Las drogas que en la actualidad circulan por los más opuestos sectores de la sociedad, eran hace tres generaciones privilegio de la clase alta. Se las mencionaba al pasar en la letra de los tangos (“No se conocían popó, ni morfina / Los muchachos de antes no usaban gomina”) o en textos de circulación restringida (como la novela Cocaína de Pitigrilli). Correspondía a gente quizás envidiada, sin embargo desconectada de la experiencia de la mayoría.
Me recuerdo a la edad de cinco o seis años ordenando los paquetes de cigarrillos en el casillero de madera que estaba debajo del reloj de péndulo del almacén, probablemente por mi abuelo, medio siglo antes, cuando los paquetes traían regalos para atraer a los compradores: fotos de mujeres poco vestidas, artistas célebres, naipes.
Sin fumar, aprendí a diferenciar el aroma de los cigarrillos negros y el de los rubios, los colores y marcas que los distinguían: estos eran los 43, estos otros Particulares, Fontanares, Imparciales. Quizás hubiera Chesterfield y Parliament. Había también papel de armar cigarrillos y paquetes de tabaco picado que en mi infancia rara vez se vendían. Cerca estaban los cigarros de hojas, de marca Avanti, que se vendían en paquetes chatos, de cuatro toscanos, que olían más intenso que los cigarrillos comunes y eran pedidos por algunos viejos chacareros italianos. Se decía que los mascaban (y escupían) en lugar de fumarlos.
En mi niñez, no quedaban las escupideras latón dorado en otros locales públicos que no fueran las peluquerías de hombres. La costumbre de mascar tabaco no era bien vista. Había pasado de moda. Los hijos de inmigrantes no la habían heredado de sus padres. Los hombres fumaban en cualquier parte y no se disculpaban ni pedían permiso a las mujeres para hacerlo. Ellos estaban en su derecho y más bien constituía una obligación que se veían obligados a respetar, para ser aceptados por otros hombres.
En el almacén de mi padre se vendía tabaco de hebra, para alimentar pipas, pero solo recuerdo a un consumidor de esa modalidad, nuestro vecino inglés, John Cummings. Los dedos y los dientes amarillentos por el tabaco eran la confirmación de pertenecer a un género privilegiado, incluso cuando alguien era un pobre diablo (tuve que salir de Argentina para enterarme de que en otras partes se vendían cigarrillos sueltos, a quienes no podían afrontar el costo de un paquete).
Mis tíos fumaban constantemente y sufrieron problemas pulmonares que al menos en un caso condujeron a la muerte. No era, sin duda, la óptica de esa época. Mi padre fumaba ocasionalmente, en compañía de amigos. Me parece recordarlo jugando a los naipes los sábados por la noche y fumando, aunque más no fuera para no desairar a sus visitantes. Solo había un cenicero en la casa, de bronce, que representaba la cara de un diablo y entre los cuernos lucía la publicidad de Pineral.
Las mujeres no fumaban. Sé que medio siglo antes, muchas lo hacían, no en público, sí en las reuniones reservadas a su género. El tabaco, muchas veces mascado, no necesariamente quemado y aspirado, facilitaba la comunicación entre ellas.
A la distancia cuesta entender que las feministas norteamericanas de los años `20 se fotografiaran fumando en las calles de New York, para indicar su resistencia a las discriminaciones que sufrían (entre todas, aquella de fumar en público). Debió pasar bastante tiempo para que una voz femenina adaptara la letra de un tango que Gardel había cantado en 1922 para hacerla suya:
Fumar es un placer /genial, sensual / fumando espero / al hombre que yo quiero / tras los cristales / de alegres ventanales / y mientras fumo / la vida no consumo / porque flotando el humo / me suelo adormecer. (Villadomat y Garzo: Fumando espero).
Marlene Dietrich, circa 1950
¿Qué podía ser más atractivo que una mujer desafiante de las tradiciones y el recato, que sin embargo confesaba su dependencia del hombre que la hacía esperar? Que George Sand, Lola Montes o notorias prostitutas del siglo XIX se hicieran fotografiar con cigarrillos en la manos, era un espectáculo excitante para los hombres.
En las películas nacionales y extranjeras, las actrices de los años `40 fumaban. Utilizaban largas boquillas que evitaban el contacto de sus labios pintados con el papel de cigarrillo. No abrían ruidosos paquetes de cigarrillos, como todo el mundo, porque los guardaban en relucientes pitilleras (esa palabra nunca la oí en el mundo real, a pesar de leerla en novelas de Mickey Spillane y subtítulos de las películas de Hollywood). El humo creaba un filtro interpuesta entre la cámara y el rostro maquillado de las actrices, que las volvía más hermosas y distantes. ¿Había algo más seductor que el humo lanzado por los labios de Marlene Dietrich, María Félix o Zully Moreno? Anunciaban una sexualidad sin límites, que debía ser imaginada por el observador, puesto que ellas nada mostraban.
El humo resultaba fotogénico, romántico y nadie parecía asociarlo con complicaciones respiratorias o cardiovasculares. El cáncer de pulmón era un asunto que discutían los médicos y ni siquiera ellos lo relacionaban con el consumo de tabaco. Gracias al tabaco los seres humanos se seducían unos a otros en la pantalla. Bette Davis encendía dos cigarrillos en Now Voyager: uno para ella, otro para su enamorado, Paul Henried.
Tuve que esperar hasta los años `60 para ver a las mujeres jóvenes que fumaban al igual que los hombres y en la vecindad de los hombres. La píldora anticonceptiva y el cigarrillo en público coincidieron para indicar que ellas iban a tomar decisiones que las generaciones anteriores dejaban en exclusividad para los hombres. Mis compañeras de secundaria no fumaban o lo hacían muy de vez en cuando, pero las universitarias lo hacían. Pronto serían fumadoras más asiduas que los hombres del mismo segmento social y etario.
Las empresas tabacaleras han logrado relacionar en su publicidad el control del apetito por las mujeres, con el consumo de cigarrillos. La presión de los pares y las tendencias antiautoritarias, se combinan para motivar en las jóvenes de todo el planeta el deseo de fumar. Las investigaciones efectuadas en Chile durante 2008, revelaron que 40% de la población femenina de entre 13 y 15 años reconocía haber fumado durante el último mes.
Fumar daba prestigio, el suficiente para sentirse adulto. Al parecer, las adolescentes miran esto como una forma de liberación. (Roberto del Águila)
Hace medio siglo, los niños se entretenían chupando cigarros de chocolate, antes de probar a escondidas los verdaderos cigarrillos, robados a los adultos, a pesar de que se les advirtiera que al fumar podían atrofiar su crecimiento. Cuando se veían películas producidas tras el fin la Segunda Guerra Mundial, la imagen de los huérfanos en Lustrabotas o En Cualquier lugar de Europa, asociaba a los fumadores infantiles con familias destruidas e indefensión. Nada que ver con los vagabundos anárquicos y fumadores de pipa que aparecen en las novelas del siglo XIX de Mark Twain.
Durante los recreos, los adolescentes fumaban en los baños del Colegio Nacional. Se juntaban para protegerse de la vigilancia de celadores y personal administrativo que los hubieran amonestado en caso de descubrirlos in fraganti. Restricciones como esas, en lugar de desalentar el consumo de tabaco, le otorgaban un aire de desafío muy difícil de ignorar Desde la actualidad, ahogados por una cultura de la droga que promete arruinar el futuro de una generación, todo aquello que tanto alarmaba a los adultos, nos parece trivial, inocente. La búsqueda de placer (o al menos, de consuelo) adquirió en un par de generaciones un carácter de urgencia que en el pasado no tenía. ¿Adónde nos lleva?
Now laughing friends deride / tears I can not hide / oh, so I smile and say / when a lovely flame dies / smoke gets in your eyes. (Jerome Kern y Otto Harbach)

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