lunes, 4 de marzo de 2013

El incordio de los viejos

El hijo de la novia
Un amigo me llama para desahogar por teléfono sus preocupaciones. Su padre está internado en una Casa de Reposo (en estos casos, los eufemismos están a la orden del día) desde hace un par de años, cuando le diagnosticaron Alzheimer y no resultaba prudente ni posible mantenerlo encerrado en un departamento de un quinto piso. Mi amigo y su madre pasan a verlo todos los días, aprovechando que la institución se encuentra a una cuadra de donde ellos viven. El viejo los reconoce en ocasiones y los confunde con mayor frecuencia. Durante los primeros meses, lo visitaban dos veces por día, hasta que el médico les pidió que no lo perturbaran, obligándolo a recordar datos que el padre no puede localizar en su memoria.
El desconcierto de Ricardo Darín en El hijo de la Novia (2001) de Juan José Campanella, era más fácil de sobrellevar; el acuerdo de los parientes podía tardar en imponerse, pero finalmente era respetado por todo el mundo. En la realidad, las cosas no se ajustan de ese modo.
Algo ha cambiado en la cultura contemporánea. Cada vez hay más viejos y menos nacimientos, porque la gente disfruta de mejores condiciones de vida, y en forma paralela se preocupa de no cargarse de hijos que cueste mantener. En ese contexto, mi amigo se siente culpable de no cuidar personalmente a su padre. Sabe, sin embargo, que de intentarlo, eso entraría en conflicto con su desempeño profesional. La atención del padre requeriría dos o tres cuidadoras turnándose las veinticuatro horas del día, siete días por semana, una carga económica insostenible. Mientras tanto, hay parientes que no le perdonan a mi amigo la decisión de internarlo, pero que tampoco lo ayudarían a cuidarlo en casa.
A mediados del siglo XX las cosas eran distintas. Yo no conocí a mis abuelos paternos, porque murieron un año antes de que mis padres se casaran. La única imagen que tengo de ellos, los muestra jóvenes y hermosos, el mismo día de su boda. Supongo que al morir no tenían cincuenta años. Eso no era tan raro entonces. La gente no llegaba a vieja con demasiada frecuencia. Enfermedades que hoy no asustan a nadie, podían liquidarlos en pocos días. Los médicos eran personajes temidos, admirados y distantes, que realizaban milagros incomprensibles o parecían condenados a llegar tarde para detener la muerte. Engendrar diez hijos, era la estrategia (probablemente no pensada) de mis abuelos maternos, para asegurarse una vejez no demasiado penosa, cuando las fuerzas los abandonaran. Alguien andaría cerca, para ayudarlos a pasar esa etapa. La muerte se les adelantó y no llegaron a ser una carga para nadie.

La gente muy vieja era poca, y no se escondía detrás de las inyecciones de botox, las tinturas de pelo y el Viagra. Recuerdo haber visto una sola vez a mi bisabuelo materno, en Ramallo, después de un viaje que me pareció interminable y realicé con mis tías, a la edad de cuatro o cinco años. ¡Era un hombre con barba raleada, tan viejo y sordo que debían repetirle cada frase! Para colmo, era italiano. Si la memoria no me engaña, tenía los ojos velados por cataratas y tomaba una sopa de fideos en la que vi cómo vaciaba medio vaso de vino. Todo en él me resultaba extraño. Tengo la impresión de que mi madre y sus cinco hermanas no lo visitaban casi nunca, a pesar de que le llevaban regalos. Él estaba al cuidado de algún hijo, en una casa de ladrillos al descubierto y blanqueados con cal.
Mi hermana Marta recuerda a la bisabuela Julia, hamacándose plácidamente en una mecedora Thonet, en la quinta de los Griogini. Ese era casi siempre el destino de los viejos a mediados del siglo XX. Estaban incorporadas a las familias, que las exhibían con orgullo. De la jubilación no se hablaba. Tampoco de las Casas de Reposo. Las familias se encargaban de mantener a los viejos, cuando ellos demostraban no ser capaces de valerse por sí mismos. Las hijas solteras y los hijos casados encontraban un lugar en sus propias casas.
Recuerdo a don Pedro Fenouilh, de barba blanca y bastón, cuidado por sus dos hijas solteras y modistas, que le dejaban ocupar un espacio reservado solo para él, una gran habitación junto a la cocina y el taller mecánico que alguna vez él había utilizado. Tal vez el observador infantil que yo era entonces no percibiera los detalles que se apartaban del estereotipo de anciano planteado por los comics: bastón, barba, pipa y boina.
Ayer, como ahora, la vejez llegaba acompañada por problemas de todo tipo, pero quejarse de las dificultades hubiera sido tan absurdo como quejarse de la lluvia. La posibilidad de dejarlos en un asilo (Hogar, para los amantes de los eufemismos) cuando se volvían demasiado agresivos (por entonces, la demencia senil se diagnosticaba, pero no el Alzheimer) no entraba en la mente de nadie.
Para decidir algo así, tan mal visto por la comunidad, hacía falta una familia dispuesta a encarar la condena social, porque los viejos debían ser cuidados en casa, aunque se los escondiera en una pieza del fondo.
La madre de nuestro vecino, Pedro Boccardo, era muy vieja y estaba al cuidado de una hija soltera, de grandes pechos, que se llamaba Angelita y olía a vinagre. Cuando yo era muy chico, la visitábamos de noche, para jugar a la lotería en la mesa de su cocina. Ella nos recibía en invierno con tazas muy calientes de cacao y tajadas de pan con mermelada de ciruela. Mi imagen de la vejez se formó de ese modo: gente que estaba retirada y llevaba una vida independiente, bastante cómoda para los parámetros de bienestar de la época, que no había sido abandonada por su familia y no parecía alimentar ningún resentimiento.
Mi abuelo paterno no fue el viejo con quien tuve más contacto. Murió cuando no le faltaban mucho para alcanzar un siglo. Nadie dijo nunca que no fuera un viejo molesto, lleno de vida, a pesar de que estaba sordo y pretendía continuar saliéndose con la suya, como cuando era joven y administraba un almacén de San Pedro. A pesar de su carácter, los vecinos y clientes lo respetaban. O tal vez lo respetaban por su carácter, que no admitía oposición y su familia estaba acostumbrada a respetar. Cuando tuvo más de setenta años, decidió cambiar radicalmente la vida de todo el grupo, se mudó a Mar del Plata, donde armó otra empresa, un hotel que llevaba el nombre de la comarca española en la que nació y condenó a mi padre a la administración del almacén de San Pedro. Podían ser las decisiones de un viejo, pero no se discutían.
Mi abuela paterna debe haber muerto casi a los ochenta años. Era una mujer alta, lúcida, inagotable, con quien trabajé en la cocina del hotel de la familia, hacia el fin de mi adolescencia. No creo que nadie haya podido verla nunca como una carga. Tampoco como alguien capaz de rendirse o juzgar a los suyos. Se sometió a un marido que tenía edad suficiente para ser su padre. Lo cuidó en su vejez, que fue prolongada. Tal vez por eso, el vacío que dejó en la vida de hijos y nietos fue enorme. No era posible compararse con ella, el centro de la familia, a pesar de mantenerse siempre en segundo plano.
Durante los últimos años, los personajes de la tercera edad comenzaron a adquirir relevancia en filmes independientes, ajenos a las tendencias dominantes en el medio. The Best Exotic Marigold Hotel (2011) una comedia inglesa de John Madsen, planteó en clave de comedia a una decena de ancianos que deciden unirse para disfrutar el tiempo que les quede, lejos de Europa. Et si On Vivait Tous Ensemble? (2010) de Stéphane Robelin, presenta una situación parecida, en clave dramática y un escenario europeo. La posibilidad de que los viejos se organicen para independizarse de sus familias, no pasa de ser una utopía. Cuando los handicaps de la vejez se acumulan, hay que pedir a (y pagar) ayuda profesional o recurrir al sacrificio de la familia, si el Estado no altera profundamente su concepción de la asistencia social.
Amour
El Oscar asignado en el 2013 a Amour, el filme de Michael Haneke, replantea una situación más dolorosa, donde los ancianos pueden ser independientes económicamente, pero van quedando cada vez más lejos del contacto con el resto del mundo, por decisión propia. Ellos completan la segregación que el resto de la sociedad ha iniciado, al aceptar la hipótesis demasiado optimista de que ellos pueden valérselas solos, aunque eso no puede ser cierto.
El Alzheimer anula en Amour la memoria de uno de los integrantes de una pareja y conduce al otro a darle muerte y elegir (posiblemente) el suicidio. El mito de los esquimales que se abandonan a la muerte cuando se vuelven socialmente improductivos, regresa en gloria y majestad, en la Europa del siglo XXI que se presenta como el territorio más civilizado del planeta, con la diferencia de que ahora aparece sostenido por las mismas víctimas. Aquellos a quienes se designa como una carga, deben ser eliminados. La lección del nazismo ha quedado bien grabada.
Make Way for Tomorrow
Casi ochenta años antes, Make Way for Tomorrow, la comedia (sombría) de Leo McCarey, encaraba la crisis de la vivienda y las parejas envejecidas como conflictos paralelos que la generación de los jóvenes de entonces no lograba resolver, más que separando a las parejas para repartir la carga que los ancianos representaban para los parientes. La imagen de la Casa de Reposo de The Simpsons se estaba aproximando. Puesto que los viejos no sirven de nada, habría que ponerlos fuera de circulación.
A pesar de haber muerto antes de los sesenta años, Yazujiro Ozu dedicó varios filmes maravillosos a la compleja experiencia de madurar y envejecer. Tôkyó Monogatari (1953) se inspira en la obra de McCarey, de acuerdo al testimonio de Kôgo Noda, el guionista con el que colaboró reiteradamente Ozu y se concentra en la peripecia de una pareja pueblerina, que visita a sus hijos residentes en la gran ciudad, para comprobar que se ha producido una brecha imposible de salvar entre ellos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario