domingo, 2 de noviembre de 2014

De las cartas de amor al SMS


Muy señor mío: tomo la pluma en la mano, para decirle por la presente que me encuentro bien de salud, como espero que usted también, Dios mediante…
A mediados del siglo XX el aprendizaje de las fórmulas tradicionales de la comunicación escrita, comenzaba en la escuela primaria. En algunos momentos, podía parecer una acumulación tediosa de destrezas manuales, pero hoy se sabe que al ejercitarlas se activan zonas del cerebro que de otro modo permanecerían tal como estaban.
Quizás el estudiante no quedara capacitado para expresar todo lo que pasaba por su cabeza, pero al menos adquiría ciertas herramientas que le permitían establecer un contacto escrito con otras personas. En mi caso, ese aprendizaje continuó durante la educación secundaria, porque asistí a una Escuela de Comercio donde nos enseñaban a redactar misivas convencionales, de esas que tarde o temprano uno debe afrontar y se encuentran formalizados en modelo que se recicla con mínimas alteraciones.

La gente cree que el lenguaje es algo simple. El lenguaje tiene múltiples niveles, como un edificio con un diferente plano para cada piso. En el lenguaje escrito hay letras, palabras, frases, que son diferentes niveles del lenguaje. Están relacionados, pero no de una manera simple. El deletreo está al nivel de la palabra, pero frases están al nivel de la sintaxis. Palabras y sintaxis (esquemas para organizar el orden de las palabras) son semi-independientes. La organización de las frases para crear textos es otro nivel. (Virginia Berninger)

Tal vez la gente escribe hoy más que antes, gracias a un teclado, no en un papel, utilizando un lápiz o una pluma movidos por una mano experta, y dudo que escriba lo mismo de antes. En el pasado, se escribía menos y se le prestaba mayor atención al escrito. Hoy, los teléfonos celulares nos acompañan a todas partes, durante las actividades cotidianas y ofrecen tanto la posibilidad de dialogar utilizando la voz, como de redactar y leer breves textos, que reclaman una urgencia pocas veces justificada; pueden enviar y recibir imágenes fijas o en movimiento, pero de todos modos triviales, etc.
Los mensajes de texto se han convertido en una rutina de la gente (a veces, también en una adicción vergonzosa) de la que probablemente cuesta librarse. Leerlos o redactarlos requiere muy poco esfuerzo. No se corrigen y pronto se olvidan. Cuando se compara esta facilidad sin criterio, con las nociones de responsabilidad y sentido que acompañaban tradicionalmente a la comunicación escrita, se llega a la certeza de no haber ganado tanto con la novedad tecnológica.

Las frases se me resistían, como las cosas. Las observaba, las rodeaba, fingía que me alejaba y retornaba súbitamente a ellas, para sorprenderlas desprevenidas; la mayoría de las veces conservaban su secreto. (Jean-Paul Sartre: Las palabras)

¿Cómo se escribe hoy, cuando la pantalla del teléfono limita el número de caracteres que puede incluir un mensaje? Se escribe en cualquier sitio donde uno se encuentre y se envía (y recibe) de inmediato cualquier mensaje de otros participantes de la comunicación, por lo que no se tiene la oportunidad de preparar o corregir lo escrito.
Se escribe sin atender a las reglas de cortesía, porque no hay espacio para saludos y despedidas. Se escribe desentendiéndose de la ortografía y la sintaxis, porque o bien se las ignora, o no se estima que sea necesario concederle atención a tales añejeces.
La necesidad de escribir a mano se vuelve cada vez menos frecuente para los jóvenes. ¿Para qué hacerlo, cuando hay teclados que cumplen con esa función y programas que suministran una enorme variedad de tipografías, incluyendo algunas que imitan la escritura manual?  He descubierto que algunos de mis estudiantes, cuando son obligados a escribir a mano, solo son capaces de hacerlos en letras de imprenta.
Mi infancia y mi adolescencia, en cambio, fueron atormentados por observaciones de maestras y profesores que reprobaban mi caligrafía poco ortodoxa (“patas de mosca” fue descrita alguna vez) fruto de la rapidez del trazado y el insuficiente control muscular, o que se empeñaban en adiestrarme en el trazado de la Cursiva Inglesa o la Redondilla (incluso la Gótica heredada del Medioevo) utilizando plumas de acero de punta abierta o cuadrada, para lo cual se requería un tiempo y una concentración que al parecer me faltaban.
El llenado de los cuadernos de caligrafía de la secundaria me exponía a evaluaciones mediocres que bajaban mi promedio de otras materias. Yo sabía que tarde o temprano terminaría arruinando un ejercicio, por no tomarme el tiempo que requería. La escuela planteaba modelos de vida demasiado estrictos, sin alternativas para los educandos. Si no se disponía de la pluma adecuada, era inútil ponerse a escribir. Si no se sostenía la lapicera en diagonal, respecto del papel, entre los dedos índice y pulgar, ciertos rasgos se volvían imposibles. Si se cargaba demasiado la pluma, en lugar de drenarla en el borde del tintero, era inevitable un manchón en el cuaderno o la manga del guardapolvo. Si se dejaba el tintero destapado, la tinta se volvía espesa, inmanejable. Si no se tenía el papel secante a mano, cualquier error derivaba en una marca indeleble.
Era una cultura normativa, que no toleraba discrepancias o descuidos, porque el resultado los denunciaba.
La aparición a mediados del siglo XX del bolígrafo (que para nosotros era Birome) condenaba al desuso las plumas cucharita y con ellas los tinteros de los pupitres escolares, los rasgos de distinto grosor, la necesidad de recargar la lapicera con tinta, el papel secante, etc. Una nueva modalidad de escritura se había impuesto, que permitía seguir el hilo de los pensamientos sin interrupciones, mientras suprimía paralelamente el disfrute estético de la caligrafía.
Para los chinos y japoneses, la caligrafía era un arte no inferior al de la pintura, que costaba aprender y era el fruto de especialistas admirados. Los musulmanes pueden condenar la pintura figurativa, que entra en competencia con el único Hacedor del universo, pero ven obstáculo en el lucimiento de la caligrafía. En nuestra cultura actual, se ha vuelto una formalidad arcaica, decorativa, que nadie practica y de todos modos se considera inútil.
En algún momento, cuando aprendí a leer, descubrí en un cajón del tocador de mi madre, algunas cartas que mi padre le había enviado durante su noviazgo, escritas en un papel lila que conservaba el perfume a violetas de tal vez nueve o diez años antes. Resultaba tan extraño reconocer esa letra familiar, que aparecía en los libros de cuentas del almacén, intentando describir sentimientos personales, en correcta cursiva inglesa, que alternaba los rasgos delgados y los gruesos, delicadamente inclinada hacia la derecha. No recuerdo el contenido de esas misivas, pero debió ser algo que aún le importaba a mi madre, incluso después del desengaño que fue su matrimonio, porque de otro modo no las hubiera conservado, junto a las fotos familiares, a pesar de la convicción de que la relación era un fracaso.
La caligrafía de mi padre era una de las pocas adquisiciones que mantenía de su paso por el Colegio Nacional de Buenos Aires. Cuando lo pienso mejor, tal vez fuera la marca de la educación de mi abuelo, que lo dedicó a llenar los libros de Contabilidad de su comercio, tal como él me obligó a mí, cuando estuve en edad de secundarlo. Prestarle atención a la caligrafía era una forma de facilitar una comunicación más fluida entre nosotros. Nada resultaba menos adecuado que una “letra de médico”, rápida pero imposible de descifrar para casi todo el mundo.
Las palabras de amor que había usado mi padre en sus esquelas de noviazgo, tal vez no fueran del todo suyas, comprendí más tarde. Solo de ese modo se explicaba que ya no las usara en su vida cotidiana (si es que no era porque el desencanto del matrimonio las había vuelto desactualizadas, inútiles). Existían volúmenes de modelos de cartas, que la gente de mi barrio utilizaba cuando se encontraba en la alternativa de escribir algo más personal que una tarjeta de felicitaciones. Lo que hubiera debido ser más personal, recurría a los modelos expresivos que planteaba lo aceptado, tal como en San Pedro las fotos que salían de los estudios de Suñer o Bennazar se encontraban posadas y cuidadosamente retocadas, para que todo el mundo luciera bien y no tuviera que avergonzarse de sí mismo.
Cuando en la actualidad busco algo similar en Google, descubro para mi sorpresa que los modelos de correspondencia amorosa no han desaparecido, que continúan ofreciendo a la gente la descripción de sentimientos y actitudes tan actuales como los dinosaurios. ¿Alguien los utilizará, exponiéndose al ridículo?
Un cambio de mentalidad se ha verificado en nuestra cultura. Ni siquiera fue necesario que pasara mucho tiempo para convencerse de ello. En la actualidad, no son pocos los que prefieren dar por terminada una relación amorosa mediante un mensaje de texto. Se ahorran (puede suponerse) la incomodidad de recibir la respuesta incómoda durante un diálogo cara a cara, o lo que todavía es peor, una negociación plagada de lágrimas y reproches, que puede conducir al resultado opuesto. Un mensaje de texto es breve, definitivo, y si la otra parte se empeña en continuar la comunicación, con un gesto que no cuesta el menor esfuerzo, se bloquean sus respuestas.
Queda en pie, sin embargo, la pregunta sobre el efecto que esos mensajes producen en aquellos que los reciben. ¿Dejan alguna huella? ¿Vuelven a ser consultados? ¿Se olvidan tan pronto como aparece otro mensaje, probablemente no menos trivial, reclamando por unos segundos la atención del receptor?

Nunca una lágrima emborronará un e-mail. (José de Saramago)

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