domingo, 9 de marzo de 2014

Amigos (y enemigos) del alma

Adiós muchachos, compañeros de mi vida / barra querida de aquellos tiempos. / Me toca a mí hoy emprender la retirada / debo alejarme de mi buena muchachada. (…) Dos lágrimas sinceras / derramo en mi partida / por la barra querida / que nunca me olvidó. (Julio César Sanders y César Vedani: Adiós muchachos)
La solidaria barra de los amigos, antes de la imagen amenazante impuesta por las barras bravas del fútbol actual, era para el tango el último refugio que podía encontrar un hombre en apuros. Tarde o temprano, las novias más enamoradas traicionaban los juramentos de fidelidad o se convertían en esposas rutinarias y regañonas, las madres resistían pero al final la muerte se las llevaba cuando más se las necesitaba, mientras los amigos persistían para consuelo de quien todo podía haberlo perdido.
Juan Antonio Garaycochea
Mi padre se dedicó durante gran parte de su vida a buscar el apoyo de amigos del alma, con quienes de acuerdo a su proyecto emocional, hubiera debido establecer y mantener la comunicación fluida que desdeñó o al menos no intentó con su familia. Mi abuelo había sido una presencia dominante en la familia, que no toleraba discusiones de los hijos. Protegía a los suyos (eso no podía negarse) pero al mismo tiempo les impedía librarse de su rol decisivo.
Pensar en mi abuelo como un amigo, hubiera sido un despropósito. Si mi padre quería establecer en su adolescencia un territorio propio, debía hacerlo a espaldas de su familia, con su grupo de amigos con los que jugaba al fútbol, durante las tardes de domingo, y a los naipes los sábados por la noche. Recuerdo haber oído que las salidas nocturnas se hacían a espaldas de mi abuelo. Con almohadas armaba un bulto que debía engañar a quien echara un vistazo poco minucioso a su cama.
¿Qué padre intentaría hoy, casi un siglo más tarde, prohibir las salidas de sus hijos adolescentes? Pronto quedaría desautorizado por los hechos. Los jóvenes reclaman un espacio propio y al mismo tiempo la protección ilimitada (el financiamiento) de los adultos. En el pasado, como demuestra el caso de mi padre, el control de mi abuelo fallaba, y cuando descubrían su desobediencia, supongo que el castigo (de haberlo) no resultaba intimidante. Eso permitió a mi padre incorporarse a una barra de amigos de su mismo sector social, en la que hubiera podido continuar durante el resto de su vida. Eso no sucedió, no porque mi padre decidiera irse de San Pedro, como había hecho mi abuelo, sino porque él mismo se marginó del ambiente de su soltería al casarse.
Llevar los amigos a su casa, era una decisión impensable para un hombre celoso como él. Dejar a su mujer sola en casa, aunque fuera con hermanas y los hijos que no tardaron en llegar, mientras él andaba de juerga con sus amigos de soltero, tampoco resultaba una alternativa tentadora para quien había experimentado los placeres de la irresponsabilidad hasta poco antes.
¿Quién vigilaba, mientras él estaba ausente, la invulnerabilidad del hogar? Casarse era para mi padre, como había sido para tantos hombres de la sociedad patriarcal, renunciar a los antiguos amigos, dejando ver que podía añorarlos, pero ya no confiaba demasiado en ellos.
El matrimonio, sin embargo, no llegaba a satisfacer las necesidades de comunicación de un hombre con dos dedos de frente. Tener asegurada la presencia de una mujer en la cama y la cocina era una situación conveniente para los intereses del hombre, pero la posibilidad de comunicarse con una mujer tenía limitaciones abrumadoras, los mismos que habían experimentado miles de años antes otros hombres que controlaban la sociedad patriarcal.
¿Con quién podía mi padre hablar de fútbol o política nacional? En ningún caso con mi madre, que no habría tenido nada que decir al respecto, y que de haber intentado manifestarlo, hubiera recibido una descalificación verbal inmediata: “Vos, ¿qué sabés?”. Algo así, no dejaba mucho espacio para una respuesta. El ámbito de la comunicación familiar en el que había crecido mi padre, era uno donde resulta imposible cuestionar la autoridad, uno donde lo masculino y lo femenino se encontraban nítidamente separados la mayor parte del tiempo.
¿Con quién hubiera podido hablar mi madre de la crianza de los hijos o la programación de la comida? No con mi padre, que desconocía los detalles de esas tareas y fuera de aburrirse soberanamente con el tema, no hubiera sido capaz de confirmar en el curso del diálogo su autoridad, respecto de materias que desconocía. No obstante, se hubiera creído obligado a imponer alguna opinión, para que continuaran respetándolo.
Las parejas unidas en matrimonio no estaban formadas precisamente por amigos. En muchos casos, la falta de afinidad, incluso el antagonismo quedaba al descubierto. Una de mis tías se refería a su marido como “el infeliz” y él a ella como “la desgraciada”, a pesar de que me consta que había entre ellos una cohesión que se prolongó hasta que la muerte los separó.
La relación de marido y mujer era a la vez íntima en lo sexual (puesto que no se mencionaba ninguna circunstancia de ese ámbito delante de extraños) de lo que suele ser habitual en una pareja de la actualidad, y a la vez muy distante en una cantidad de asuntos cotidianos. Por eso mi madre recurría a cada rato a sus hermanas, las vecinas y las amigas que ni siquiera vivían en el barrio o estaban disponibles por teléfono, con quienes mantenía un diálogo afectuoso y sin conflictos por años.
¿Cómo no ser amigas de quienes provenían del mismo ámbito social, experimentaban los mismos problemas y tenían las mismas expectativas? La amistad entre quienes se saben perdedores suele resultar más fácil que entre aquellos que se consideran destinados a ganar. Hasta las amigas traidoras podían ser disculpadas, porque la responsabilidad de la traición se atribuía a un hombre con poder para torcer la voluntad de cualquier mujer.
Mi padre buscaba amigos, periódicamente se convencía de haberlos encontrado entre sus clientes y proveedores, para que al cabo de una etapa de ilimitada confianza de su parte, ellos lo traicionaran, de acuerdo a sus quejas reiteradas. Tal vez los había aceptado sin darse cuenta que él había ofrecido su amistad sin condiciones, entre aquellos que después de obtener su confianza, le pedían favores y a continuación se apartaban, le quedaban debiendo dinero o lo inducían a invertir en negocios improductivos para mi padre y rentables para ellos.
Del resto de los amigos, de aquellos que uno convoca solo para disfrutar su presencia, aquellos a quienes se puede recurrir cuando se está en problemas, sea para nos oigan o ayuden, mi padre no hablaba. Para él, era como si la verdadera amistad no existiera.
Es más vergonzoso desconfiar de nuestros amigos, que ser engañados por ellos. (La Rochefoucauld)

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