sábado, 17 de octubre de 2015

Erotismo del siglo XX: Horizontes de frustración ilimitada


Ay, cuándo será aquel día / de aquella feliz mañana / que nos lleven a los dos / el matecito en la cama. / ¿Cuándo, cuándo / cuándo, mi vida, cuándo? (Folklore argentino: El Cuándo)
En las fiestas escolares argentinas, promediando el siglo XX, se bailaba el Cuándo muchos años después de que esa danza de la época de la Independencia, llevada al parecer por el ejército de San Martín a lugares tan apartados como Chile y Perú, hubiera dejado de ejecutarse en el mundo real. Probablemente en la escuela primaria se suprimían los versos picarescos que transcribí más arriba. Me parece recordar en cambio, una versión parecida a la que todavía hoy se canta en los llanos de Venezuela:

Ayer me dijiste que hoy. / Hoy me dices que mañana. / Mañana irás a decirme / que venga la otra semana. (Jorge Guerrero: Inconsecuente)
Tarjeta postal años `30

Los hombres quieren algo que las mujeres tienen, mientras ellas, conocedoras de las debilidades humanas, no están dispuestas a entregarlo demasiado pronto, porque en realidad no necesitan con la misma urgencia a los hombres (o al menos así lo demuestran en público). Es la estrategia consabida de una milenaria guerra de los sexos.
Si ellas se hacen desear, como han aprendido de sus madres y amigas, pueden controlarlos a ellos, cuando ambos se encuentran en la privacidad, a pesar que en la vida pública de una cultura patriarcal, ellos continúen ejerciendo el poder.
Mujeres que prometen acceder a los deseos masculinos, que a pesar de la variedad de palabras dulces o urgentes, educadas o torpes que se utilizan, pueden resumirse en uno solo, que es el reclamo de una pronta intimidad sexual. A pesar de que ellas no desdeñan la idea, no están dispuestas a ceder ahora, por razones que van desde el oportuno dolor de cabeza, al qué dirán aquellos que no forman parte de la pareja y podrían no enterarse nunca de la entrega.
Respecto de esa aceptación teórica, no suele definir un plazo bien determinado. Antes habría que establecer compromisos que aseguren a las mujeres no salir perjudicadas con el trato. En los comercios del pasado fijaban carteles odiosos que informaban: “Hoy no se fía, mañana Sí” o el todavía más sincero y desalentador:  “Hoy no se fía, mañana tampoco”. En el diálogo amoroso pasaba lo mismo. Entre el deseo y la satisfacción, había que incorporar una demora de dimensiones considerables.
La entrega sexual debe haber sido buscada desde el comienzo de los tiempos, tanto como ahora, porque se trata de satisfacer urgencias básicas, presentes en todas las especies animales. En Occidente, desde el Medioevo, según la hipótesis de Denis de Rougemont, hace ocho siglos apareció la noción del amor, que llega para presentar el viejo tópico del sexo desde una perspectiva nueva y también para enredar todo el trámite.
Anne Harding y Gary Cooper en Peter Ibbetson
En 1935, Peter Ibbetson, una película atípica de Hollywood, planteaba la historia de una pareja frustrada, que lograba consolidar una relación perfecta… en sueños, porque ambos estaban separados por una variedad de obstáculos: el matrimonio de ella con otro hombre, la cárcel y una condena perpetua para él, etc. Mi tía Matilde debió haberme contado la historia, de la que luego oí una adaptación radial, en el programa Radio Cine Lux. Más de veinte años más tarde pude verla por primera vez en un cine de Praga.
Planteaba un desafío al sentido común y al mismo tiempo era la consecuencia lógica de una estrategia delirante de postergaciones. La felicidad podía dejarse para más tarde, y era más intensa cuanto más se la demoraba, de acuerdo a una peligrosa idea proveniente de los místicos orientales que prendió en Occitania.
La decisión de formar pareja depende de impulsos elementales, que la inmensa mayoría de los seres humanos experimenta y por lo tanto cuesta ignorar, pero las instancias que tradicionalmente debían superarse hasta lograr la feliz coincidencia,  podían ser interminables, costosas y por lo tanto desalentadoras para quienes lo intentaran. Durante el cortejo amoroso, las frustraciones del deseo se acumulaban, mientras que en forma paralela el objeto amoroso adquiría un valor superior al que le hubiera correspondido, de suceder todo de manera espontánea, como se da entre los animales.
Tarjeta postal años ´30
Durante mi infancia conocí a gente que demoraba indefinidamente cualquier posibilidad de ser feliz en su vida erótica, y a pesar de ello rara vez se quejaba. Mi padre era una de las excepciones, porque más de una vez reclamó que no se sentía cómodo con su esposa, ni con su profesión, ni mucho menos con los hijos que le habían tocado suerte, y sin embargo no abandonaba todo lo que había logrado reunir antes de cumplir los treinta años, para probar en otro sitio y con otra gente mejor suerte.
Si las quejas tenían fundamento, me pregunté años más tarde ¿por qué no hizo nada para escapar del encierro que describía? Si se trataba de un simple desahogo, con el objeto de dramatizar su situación ante los amigos, ¿no hubiera debido evitarlas, para no quedar como un cobarde delante de ellos, o al menos tomarlas en broma?
Mi tía Matilde esperó veinte años el regreso de un pretendiente de su juventud al que mi abuelo se oponía. ¿Hizo por ello un matrimonio feliz? Podría suponerse que la espera derivó en el establecimiento de una relación duradero, puesto que ambos siguieron juntos hasta que murieron, pasados los ochenta años, pero fui testigo de que ninguno toleraba demasiado al otro. Estaban casados por inercia, porque estaba mal visto separarse, viéndose obligados a cargar con la responsabilidad de exponer las causales del fracaso, que no debían ser agradables para ninguno, y sobre todo porque la sociedad de entonces no consentía el divorcio.

La fidelidad se garantiza a sí misma contra la infidelidad por el simple hecho de que se acostumbra a no separar ya el deseo del amor. Porque si el deseo va de prisa y sin rumbo, el amor es lento y difícil, compromete realmente toda una vida, y no existe nada menos que este compromiso para revelar su verdad. (Denis de Rougemont: El amor y Occidente)

Resulta paradojal (y sin embargo coincidente) las imágenes de mi padre y mi tía Matilde fieles a sus parejas, no por un tiempo corto, sino a lo largo de una vida interminable de infelicidad, a pesar de haber comprendido muy pronto que el matrimonio no llegaría a corresponderse nunca con la relación que ellos habían imaginado.
Tengo la impresión de que mi padre deseaba tanto a mi madre que perdía los estribos, mientras que mi tía no deseaba de ningún modo a su marido, que la aburría soberanamente. Sin embargo, los dos hermanos coincidían en esa aceptación de la infelicidad de sus matrimonios, como un componente de sus vidas que hubiera sido mejor no haber conocido, y que a pesar de todo no podían eludir. No serían felices en este mundo, y de acuerdo a las evidencias, tampoco les importaba si iban a ser compensados por tanto sacrificio en el más allá.
Mis tías maternas sobrellevaron noviazgos de seis, siete, ocho años, durante los cuales dedicaron prolongados esfuerzos a la preparación del matrimonio. En el pasado, una novia (secundada por las otras mujeres de su familia) debía elaborar su ajuar, que consistía en ropa de cama, toallas, mantelería, incluso vestuario del primer hijo, todo primorosamente bordado, con los monogramas de la pareja, para dejar evidencia del tiempo que se le había dedicado. Mientras tanto, el novio debía trabajar, para que le fuera posible ahorrar dinero, comprar muebles o fabricarlos, llegaba a construir una casa. ¿Por qué habrían de resistirse ambos a tanto trabajo, si disponían de años y años de preparación? El matrimonio se definía, gracias a esta dedicación paralela de los contrayentes, como una empresa decisiva para quienes la emprendían, un proyecto que debía prolongarse en el tiempo.
Las nociones de sacrificio y compromiso eran bastante nítidas en los más opuestos niveles, política o éticamente, aunque carecieran de todo valor legal. Se hablaba de literatura comprometida (con el socialismo, pero también con la causa de la Derecha) como se hablaba de consumir productos nacionales, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando desaparecieron los productos importados de los países de mayor desarrollo y hubo que desarrollar sustitutos locales.  Winston Churchill prometía a sus electores, nada parecido a ventajas y la satisfacción de necesidades elementales, sino sangre, sudor y lágrimas. ¿Dónde se encontraría hoy un dirigente político que se atreviera a plantear consignas tan impopulares?
Tarjeta postal años ´30
Para llegar a ser felices, había que pasar antes por una prolongada etapa de apreturas, que no estaba permitido rechazar, porque de hacerlo, quien lo intentara quedaba convertido en alguien inaceptable. Los niños eran invitados a ahorrar en la escuela, sacrificando satisfacciones inmediatas, como ir al cine, comprar golosinas o revistas de historietas, con la promesa de un futuro mejor, que nadie sabía cuándo llegaría, ni era capaz de visualizar.
Los adultos vivían para ser juzgados constantemente por la comunidad de familiares y vecinos, tanto en sus actos públicos como en los privados. Los evaluadores lo conocían muy bien y se consideraban con derecho a hacerlo. Opinaban aquellos que disponían de información insuficientes y no obstante daban crédito a sus prejuicios. Cuando se lo describe de este modo, puede parecer un sistema opresivo de control social, pero al mismo tiempo ofrecía una contención grupal que daba sentido a las decisiones cotidianas de los individuos.
No ser nunca demasiado libre puede ser una causa justificada de insatisfacción, pero ser efectivamente libre, total responsable de cada una de sus decisiones, desorienta, y en muchos casos aterra a buena parte de la gente, por la imagen de orfandad que implica.
La gente ahorraba, postergando la satisfacción de sus deseos de consumidor, con el objeto de reunir el dinero que le permitiera comprar algo costoso al contado. Como ese capital se guardaba debajo del colchón o en un rincón que se suponía seguro del ropero o la cómoda, las instituciones bancarias no identificaban, ni tampoco tentaban al común de la gente con ofertas de crédito plagadas de engañosa letra chica. que a la larga se revelaban penosas de solventar.
La buena imagen personal, de acuerdo a la evaluación que suministraba la sociedad, era algo palpable y difícil de satisfacer, que demandaba sacrificios grandes o pequeños de todo aquel que pretendiera ser aceptado. El qué dirán de parientes, vecinos y amigos, tenía un peso capaz de controlar el comportamiento de gran parte de comunidad, sin necesidad de utilizar cámaras de vigilancia y efectuar denuncias telefónicas a la policía. ¿Pueden concebir que esto haya sido efectivamente así, los miembros de las nuevas generaciones, que crecieron aislados, acostumbrados a pagar con tarjetas de crédito, decididos a aprovechar cualquier oportunidad que se les cruza en el camino y resulta atractiva, dejando de lado cualquier preocupación sobre la forma en que los compromisos serán cubiertos?

Ni contigo ni sin ti / tienen mis males remedio. / Contigo porque me matas / y sin ti porque me muero. / (…) Sabrás que el amor no espera. / Me tienes que contestar / El que espera desespera / Ya no me hagas esperar, / Ayer me dijiste que hoy / y hoy me dices que mañana / y mañana me dirás / que se te quitó la gana. (Rubén Fuentes Gasson: Ni contigo ni sin ti)
Tarjeta postal años ´30

La demora en satisfacer los impulsos de todo tipo, desde los eróticos a los consumistas, definía el peso de la moral dominante en la vida cotidiana de la gente en el pasado. No se trataba de instalar restricciones que aseguraran la felicidad efectiva de nadie, sino de aceptar el código de la moral cristiana, que suministraba algo parecido a una inmunidad ante cualquier crítica de los parientes y conocidos.
¿A quién podía interesarle convertirse en infractor declarado, al estilo de Giaccomo Casanova durante el siglo XVIII? En el Medioevo, un desafío similar podía costarle la vida a cualquiera. A mediados del siglo XX, los efectos de la condena social no llegaban a ser tan temibles, pero todavía se hacían sentir. X era estigmatizado como un irresponsable en asuntos de faldas (muchos lo envidiaban, aunque en público se lo criticara). W era un derrochador o imprevisor que no tenía cabeza para el dinero. De Z solo cabía esperar lo peor, de acuerdo a su intemperancia, con lo que se justificaba hacerle un vacío.
Con tal de evitar sanciones de ese tipo, la gente guardaba las apariencias de fidelidad en su vida de pareja, fingía laboriosidad mientras hubiera observadores cerca, y aparentaba frugalidad, contención y respeto a las instituciones, virtudes que probablemente hubieran deseado tirar por la ventana, para entregarse a todo tipo de excesos, de haberse dejado llevar por sus impulsos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario