Ay, cuándo será aquel día / de aquella feliz mañana / que nos lleven a los dos / el matecito en la cama. / ¿Cuándo, cuándo / cuándo, mi vida, cuándo? (Folklore argentino: El Cuándo)
En las fiestas escolares argentinas, promediando el siglo XX,
se bailaba el Cuándo muchos años después de que esa danza de la época de la
Independencia, llevada al parecer por el ejército de San Martín a lugares tan
apartados como Chile y Perú, hubiera dejado de ejecutarse en el mundo real. Probablemente
en la escuela primaria se suprimían los versos picarescos que transcribí más
arriba. Me parece recordar en cambio, una versión parecida a la que todavía hoy
se canta en los llanos de Venezuela:
Ayer me dijiste que hoy. / Hoy
me dices que mañana. / Mañana irás a decirme / que venga la otra semana. (Jorge
Guerrero: Inconsecuente)
Tarjeta postal años `30 |
Los hombres quieren algo que las mujeres tienen, mientras
ellas, conocedoras de las debilidades humanas, no están dispuestas a entregarlo
demasiado pronto, porque en realidad no necesitan con la misma urgencia a los
hombres (o al menos así lo demuestran en público). Es la estrategia consabida
de una milenaria guerra de los sexos.
Si ellas se hacen desear, como han aprendido de sus madres y
amigas, pueden controlarlos a ellos, cuando ambos se encuentran en la
privacidad, a pesar que en la vida pública de una cultura patriarcal, ellos
continúen ejerciendo el poder.
Mujeres que prometen acceder a los deseos masculinos, que a
pesar de la variedad de palabras dulces o urgentes, educadas o torpes que se
utilizan, pueden resumirse en uno solo, que es el reclamo de una pronta
intimidad sexual. A pesar de que ellas no desdeñan la idea, no están dispuestas
a ceder ahora, por razones que van desde el oportuno dolor de cabeza, al qué
dirán aquellos que no forman parte de la pareja y podrían no enterarse nunca de
la entrega.
Respecto de esa aceptación teórica, no suele definir un
plazo bien determinado. Antes habría que establecer compromisos que aseguren a
las mujeres no salir perjudicadas con el trato. En los comercios del pasado
fijaban carteles odiosos que informaban: “Hoy no se fía, mañana Sí” o el todavía
más sincero y desalentador: “Hoy no se
fía, mañana tampoco”. En el diálogo amoroso pasaba lo mismo. Entre el deseo y
la satisfacción, había que incorporar una demora de dimensiones considerables.
La entrega sexual debe haber sido buscada desde el comienzo
de los tiempos, tanto como ahora, porque se trata de satisfacer urgencias
básicas, presentes en todas las especies animales. En Occidente, desde el
Medioevo, según la hipótesis de Denis de Rougemont, hace ocho siglos apareció la
noción del amor, que llega para presentar el viejo tópico del sexo desde una
perspectiva nueva y también para enredar todo el trámite.
Anne Harding y Gary Cooper en Peter Ibbetson |
En 1935, Peter
Ibbetson, una película atípica de Hollywood, planteaba la historia de una
pareja frustrada, que lograba consolidar una relación perfecta… en sueños,
porque ambos estaban separados por una variedad de obstáculos: el matrimonio de
ella con otro hombre, la cárcel y una condena perpetua para él, etc. Mi tía
Matilde debió haberme contado la historia, de la que luego oí una adaptación
radial, en el programa Radio Cine Lux. Más de veinte años más tarde pude verla
por primera vez en un cine de Praga.
Planteaba un desafío al sentido común y al mismo tiempo era
la consecuencia lógica de una estrategia delirante de postergaciones. La
felicidad podía dejarse para más tarde, y era más intensa cuanto más se la
demoraba, de acuerdo a una peligrosa idea proveniente de los místicos
orientales que prendió en Occitania.
La decisión de formar pareja depende de impulsos
elementales, que la inmensa mayoría de los seres humanos experimenta y por lo
tanto cuesta ignorar, pero las instancias que tradicionalmente debían superarse
hasta lograr la feliz coincidencia,
podían ser interminables, costosas y por lo tanto desalentadoras para quienes
lo intentaran. Durante el cortejo amoroso, las frustraciones del deseo se
acumulaban, mientras que en forma paralela el objeto amoroso adquiría un valor
superior al que le hubiera correspondido, de suceder todo de manera espontánea,
como se da entre los animales.
Tarjeta postal años ´30 |
Durante mi infancia conocí a gente que demoraba
indefinidamente cualquier posibilidad de ser feliz en su vida erótica, y a
pesar de ello rara vez se quejaba. Mi padre era una de las excepciones, porque
más de una vez reclamó que no se sentía cómodo con su esposa, ni con su
profesión, ni mucho menos con los hijos que le habían tocado suerte, y sin
embargo no abandonaba todo lo que había logrado reunir antes de cumplir los treinta
años, para probar en otro sitio y con otra gente mejor suerte.
Si las quejas tenían fundamento, me pregunté años más tarde
¿por qué no hizo nada para escapar del encierro que describía? Si se trataba de
un simple desahogo, con el objeto de dramatizar su situación ante los amigos,
¿no hubiera debido evitarlas, para no quedar como un cobarde delante de ellos,
o al menos tomarlas en broma?
Mi tía Matilde esperó veinte años el regreso de un
pretendiente de su juventud al que mi abuelo se oponía. ¿Hizo por ello un
matrimonio feliz? Podría suponerse que la espera derivó en el establecimiento
de una relación duradero, puesto que ambos siguieron juntos hasta que murieron,
pasados los ochenta años, pero fui testigo de que ninguno toleraba demasiado al
otro. Estaban casados por inercia, porque estaba mal visto separarse, viéndose
obligados a cargar con la responsabilidad de exponer las causales del fracaso, que
no debían ser agradables para ninguno, y sobre todo porque la sociedad de
entonces no consentía el divorcio.
La fidelidad se garantiza a sí
misma contra la infidelidad por el simple hecho de que se acostumbra a no
separar ya el deseo del amor. Porque si el deseo va de prisa y sin rumbo, el
amor es lento y difícil, compromete realmente toda una vida, y no existe nada
menos que este compromiso para revelar su verdad. (Denis de Rougemont: El amor
y Occidente)
Resulta paradojal (y sin embargo coincidente) las imágenes
de mi padre y mi tía Matilde fieles a sus parejas, no por un tiempo corto, sino
a lo largo de una vida interminable de infelicidad, a pesar de haber comprendido
muy pronto que el matrimonio no llegaría a corresponderse nunca con la relación
que ellos habían imaginado.
Tengo la impresión de que mi padre deseaba tanto a mi madre
que perdía los estribos, mientras que mi tía no deseaba de ningún modo a su
marido, que la aburría soberanamente. Sin embargo, los dos hermanos coincidían
en esa aceptación de la infelicidad de sus matrimonios, como un componente de
sus vidas que hubiera sido mejor no haber conocido, y que a pesar de todo no podían
eludir. No serían felices en este mundo, y de acuerdo a las evidencias, tampoco
les importaba si iban a ser compensados por tanto sacrificio en el más allá.
Mis tías maternas sobrellevaron noviazgos de seis, siete,
ocho años, durante los cuales dedicaron prolongados esfuerzos a la preparación
del matrimonio. En el pasado, una novia (secundada por las otras mujeres de su
familia) debía elaborar su ajuar, que consistía en ropa de cama, toallas, mantelería,
incluso vestuario del primer hijo, todo primorosamente bordado, con los
monogramas de la pareja, para dejar evidencia del tiempo que se le había
dedicado. Mientras tanto, el novio debía trabajar, para que le fuera posible
ahorrar dinero, comprar muebles o fabricarlos, llegaba a construir una casa.
¿Por qué habrían de resistirse ambos a tanto trabajo, si disponían de años y
años de preparación? El matrimonio se definía, gracias a esta dedicación
paralela de los contrayentes, como una empresa decisiva para quienes la
emprendían, un proyecto que debía prolongarse en el tiempo.
Las nociones de sacrificio y compromiso eran bastante nítidas
en los más opuestos niveles, política o éticamente, aunque carecieran de todo
valor legal. Se hablaba de literatura comprometida (con el socialismo, pero
también con la causa de la Derecha) como se hablaba de consumir productos
nacionales, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando desaparecieron los
productos importados de los países de mayor desarrollo y hubo que desarrollar
sustitutos locales. Winston Churchill
prometía a sus electores, nada parecido a ventajas y la satisfacción de necesidades
elementales, sino sangre, sudor y lágrimas. ¿Dónde se encontraría hoy un
dirigente político que se atreviera a plantear consignas tan impopulares?
Tarjeta postal años ´30 |
Para llegar a ser felices, había que pasar antes por una
prolongada etapa de apreturas, que no estaba permitido rechazar, porque de
hacerlo, quien lo intentara quedaba convertido en alguien inaceptable. Los
niños eran invitados a ahorrar en la escuela, sacrificando satisfacciones
inmediatas, como ir al cine, comprar golosinas o revistas de historietas, con
la promesa de un futuro mejor, que nadie sabía cuándo llegaría, ni era capaz de
visualizar.
Los adultos vivían para ser juzgados constantemente por la
comunidad de familiares y vecinos, tanto en sus actos públicos como en los
privados. Los evaluadores lo conocían muy bien y se consideraban con derecho a
hacerlo. Opinaban aquellos que disponían de información insuficientes y no
obstante daban crédito a sus prejuicios. Cuando se lo describe de este modo,
puede parecer un sistema opresivo de control social, pero al mismo tiempo
ofrecía una contención grupal que daba sentido a las decisiones cotidianas de
los individuos.
No ser nunca demasiado libre puede ser una causa justificada
de insatisfacción, pero ser efectivamente libre, total responsable de cada una
de sus decisiones, desorienta, y en muchos casos aterra a buena parte de la
gente, por la imagen de orfandad que implica.
La gente ahorraba, postergando la satisfacción de sus deseos
de consumidor, con el objeto de reunir el dinero que le permitiera comprar algo
costoso al contado. Como ese capital se guardaba debajo del colchón o en un
rincón que se suponía seguro del ropero o la cómoda, las instituciones
bancarias no identificaban, ni tampoco tentaban al común de la gente con
ofertas de crédito plagadas de engañosa letra chica. que a la larga se
revelaban penosas de solventar.
La buena imagen personal, de acuerdo a la evaluación que
suministraba la sociedad, era algo palpable y difícil de satisfacer, que
demandaba sacrificios grandes o pequeños de todo aquel que pretendiera ser
aceptado. El qué dirán de parientes, vecinos y amigos, tenía un peso capaz de
controlar el comportamiento de gran parte de comunidad, sin necesidad de
utilizar cámaras de vigilancia y efectuar denuncias telefónicas a la policía. ¿Pueden
concebir que esto haya sido efectivamente así, los miembros de las nuevas
generaciones, que crecieron aislados, acostumbrados a pagar con tarjetas de
crédito, decididos a aprovechar cualquier oportunidad que se les cruza en el
camino y resulta atractiva, dejando de lado cualquier preocupación sobre la
forma en que los compromisos serán cubiertos?
Ni contigo ni sin ti / tienen
mis males remedio. / Contigo porque me matas / y sin ti porque me muero. / (…)
Sabrás que el amor no espera. / Me tienes que contestar / El que espera
desespera / Ya no me hagas esperar, / Ayer me dijiste que hoy / y hoy me dices que
mañana / y mañana me dirás / que se te quitó la gana. (Rubén Fuentes Gasson: Ni
contigo ni sin ti)
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La demora en satisfacer los impulsos de todo tipo, desde los
eróticos a los consumistas, definía el peso de la moral dominante en la vida
cotidiana de la gente en el pasado. No se trataba de instalar restricciones que
aseguraran la felicidad efectiva de nadie, sino de aceptar el código de la
moral cristiana, que suministraba algo parecido a una inmunidad ante cualquier crítica
de los parientes y conocidos.
¿A quién podía interesarle convertirse en infractor
declarado, al estilo de Giaccomo Casanova durante el siglo XVIII? En el
Medioevo, un desafío similar podía costarle la vida a cualquiera. A mediados
del siglo XX, los efectos de la condena social no llegaban a ser tan temibles,
pero todavía se hacían sentir. X era estigmatizado como un irresponsable en
asuntos de faldas (muchos lo envidiaban, aunque en público se lo criticara). W era
un derrochador o imprevisor que no tenía cabeza para el dinero. De Z solo cabía
esperar lo peor, de acuerdo a su intemperancia, con lo que se justificaba
hacerle un vacío.
Con tal de evitar sanciones de ese tipo, la gente guardaba
las apariencias de fidelidad en su vida de pareja, fingía laboriosidad mientras
hubiera observadores cerca, y aparentaba frugalidad, contención y respeto a las
instituciones, virtudes que probablemente hubieran deseado tirar por la ventana,
para entregarse a todo tipo de excesos, de haberse dejado llevar por sus
impulsos.
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