sábado, 6 de febrero de 2016

Sueño de noches de verano en San Pedro


¿Están bien seguros de que nos hallamos despiertos? Algo me dice que dormimos, que soñamos todavía… (William Shakespeare: Sueño de una noche de verano)
Siesta
Cuando la memoria revisa el pasado, no lo recupera intacto, como se espera de un alimento que se guardó en el congelador, o de una fotografía que se archivó cuidadosamente en un álbum familiar. Mucho se ha perdido, a veces hasta volverlo irreconocible, y no poco se le ha incorporado, gracias a lo que se experimentó después, sobre todo en lo más reciente, modificando para siempre la imagen que se había conservado. También los alimentos incorporan sabores desconfiables, a pesar de que continúan siendo comestibles, y las fotos en colores se desvanecen una bruma rojiza que no impiden reconocer a los personajes retratados.
El recuerdo adquiere una extrañeza mayor que la despertada por algo que es realmente nuevo y parece no esconder ningún secreto. Propone sonidos, aromas, siluetas de personajes que se han vuelto inhabituales y cuesta identificar. ¿Cómo es posible que algo tan conocido haya sido así? El recuerdo tiene baches, derivaciones, enigmas que desubican a quien lo explora.
Titania en Sueño de una noche de verano
Debo haber leído Sueño de una noche de verano de Shakespeare a los doce años, cuando descubrí la colección Austral con sus pequeños volúmenes impresos en papel barato y una nómina final de autores y obras, que se convirtió en una de mis guías de lectura fundamentales durante la adolescencia. A pesar de la ripiosa traducción de Astrana Marín, era un texto capaz de despojar a la oscuridad de las amenazas que prometían las películas de Hollywood, y poblarla de experiencias asombrosas.
Luciérnaga
Las noches de verano de San Pedro estaban iluminadas por el vuelo errático de las luciérnagas, que a veces atrapábamos por un rato en un frasco, para admirar de cerca su parpadeo verdoso. No recuerdo haber investigado de dónde venían, ni cuál era el principio que explicaba su luz fría. Se trataba solo de un placer visual, nada mágico ni técnico, propio de la naturaleza que uno percibe y admira sin terminar de entender, como el croar de las ranas y los sapos en los zanjones de calle Colón, el estridor de los grillos en algún rincón de la casa, el coro de las cigarras incansables, el maullido prolongado de los gatos en el techo.
La sexualidad de los animales parecía despertar al caer el sol. Volaban, corrían, nadaban, solicitando con sonidos la atención de una pareja. Aunque los chicos no entendiéramos muy bien qué significaba eso, de algún modo sabíamos que sobre ciertas materias no debíamos preguntar a los adultos, porque los pondríamos en apuro y ellos no tendrían una respuesta satisfactoria, y lo que todavía era más probable, nos reprenderían por haber sido más curiosos de lo permitido.
Las noches de verano podían ser casi tan calurosas como los días. Uno intentaba dormir y la ropa de cama se convertía en un estorbo pegajoso. A veces, después de dar muchas vueltas sin conciliar el sueño, uno bajaba de la cama con la almohada, y se tendía sobre el fresco piso de baldosas. Desde esa perspectiva, todo lo habitual se volvía nuevo: los muebles de siempre, las siluetas de los parientes magnificadas por la perspectiva, despertar con el gato mirando a pocos centímetros de la cara.
Acaroína
A mediados del siglo XX, no habíamos oído aún hablar del dengue, la malaria era un problema de países tropicales, que afortunadamente no eran el nuestro, como nos informaba Selecciones del Reader´s Digest, al reportar la guerra en el distante sudeste asiático y las virtudes de la quinina sintética, pero de todos modos los mosquitos eran el tormento de las noches de verano en San Pedro.
En todas partes se confiaba en el poder desinfectante de la acaroína. Cuando un gato en celo marcaba con su orina un rincón de la casa que consideraba su territorio, se lo frotaba con Acaroína para devolverle su condiciones de habitabilidad para los humanos. Cuando se juntaba agua en una zanja o en un barril de agua de lluvia (todas las casas de mi barrio, donde no había agua corriente, contaban al menos con un barril en el que se recogía el agua de lluvia, para lavarse el cabello) se derramaba un poco de acaroína, en la creencia de que a partir de ese momento ningún mosquito se atrevería a depositar sus huevos en ese líquido. La acaroína dejaba un olor persistente, que no resultaba agradable para nadie. Era el olor de los hospitales, de las estaciones de ferrocarril y de los baños públicos, generaba gases inflamables, causaba molestias en las papilas olfativas, y no obstante lograba convencer a todo el mundo, de que las condiciones sanitarias de cualquier lugar donde se aplicara, mejoraban de inmediato.
En todas las comunidades hay rituales grandes o pequeños que aplacan el desasosiego colectivo, ante las amenazas que pueden no haberse convertido en realidad, pero de todos modos nadie sabe cómo controlar. Hoy es el virus del Zica, ayer la poliomielitis, una segunda guerra mundial que desangraba a medio planeta, la bomba atómica.
Vecinos tomando el fresco
Cuando los vecinos de mi barrio se sentaban por la noche a conversar y tomar el fresco en las veredas, no era extraño que estuvieran gran parte del tiempo palmeándose cada vez que sentían la picadura de un mosquito, o que se dedicaran a espantarlos con una pantalla de cartón y mango de bambú, gentileza de alguna tienda del centro.
¿De qué hablaban los adultos en esas noches, de vereda a vereda? Por más que busco en la memoria, no encuentro nada. Supongo que intercambiaban trivialidades relacionadas con la vida cotidiana, quizás anécdotas recientes de gente conocida. Ninguna confidencia comprometedora, nada urgente, malintencionado, ni trascendente. Tal vez reciclaban noticias de la radio o el diario que los chicos estábamos en condiciones de oír. La visión de gente que se veía todos los días desde hacía muchos años, disfrutando el tiempo libre entre ellos, sin depender de los actuales medios de comunicación, que atosigan a los consumidores con una oferta ilimitada de estímulos difíciles de eludir, puede resultar inverosímil para las nuevas generaciones. ¿Cómo se las componían a mediados del siglo XX, los habitantes de San Pedro para no morir de tedio? Habían formado parejas que permanecían unidas y criaban a sus hijos, aunque no se entendieran demasiado; se habían incorporado a pequeñas comunidades que no experimentaban otros cambios que el nacimiento de nuevos miembros o la muerte de otros. ¿Qué rutina tan insoportable era esa?
Espiral de piretro
Desde la actualidad cuesta imaginar el organizado estilo de vida de entonces. Para librarnos de los mosquitos, encendíamos espirales de piretro, que primero debían separarse de sus gemelas (venían en sobres, de a dos y había que montarlas en frágiles pedestales de lata para encenderlas a continuación). Las instalábamos en el piso, al comienzo de la noche, antes de irnos a dormir y sahumaban las habitaciones durante el resto de la noche. Por la mañana, había que barrer la espiral de ceniza que dejaban (aunque recuerdo un platito o un cartón que permitía quitar el rastro). Que las espirales pudieran ser tóxicas, que causaran náuseas o dolores de cabeza, como se ha denunciado repetidamente en Asia, que los temibles formaldehidos emitidos por la combustión de una espiral equivalieran a medio centenar de cigarrillos encendidos, no lo sabíamos por entonces y probablemente no llegábamos a experimentarlo tampoco, porque dormíamos con puertas y ventanas abiertas.
Los aerosoles no habían llegado al mercado aún. Cuando aparecieron, durante los años `60, prometían un progreso fuera de toda discusión. No era cosa de mantener alejados a los mosquitos mientras durara el humo de una espiral, sino de liquidarlos instantáneamente, cada vez que se hicieran oír. Un par de décadas más tarde, los aerosoles  fueron convertidos en algunos de los principales responsables del deterioro de la capa de ozono y los cambios climáticos que hoy aquejan al planeta.
Mosquitero
Para librarnos de los mosquitos, se colgaban sobre nuestras camas amplios mosquiteros de tul, muy eficaces como barrera a la circulación del aire fresco de la noche, que olían a moho, porque habían permanecido guardados en el fondo de los armarios, durante los meses húmedos del invierno y daban la sensación de acostarse bajo la falda de una novia. Eran artefactos eficaces, que permitían permanecer libres de picaduras de mosquitos, pero el zumbido persistente de los machos, mientras cortejaban a las hembras, impedía conciliar el sueño hasta muy tarde, por lo que se despertaba en la mañana con la sospecha de no haber descansado lo suficiente y el deseo de llegar cuanto antes al descanso reparador de la siesta.

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