¿Están bien seguros de que nos hallamos despiertos? Algo me dice que dormimos, que soñamos todavía… (William Shakespeare: Sueño de una noche de verano)
Siesta |
El recuerdo adquiere una extrañeza mayor que la despertada
por algo que es realmente nuevo y parece no esconder ningún secreto. Propone
sonidos, aromas, siluetas de personajes que se han vuelto inhabituales y cuesta
identificar. ¿Cómo es posible que algo tan conocido haya sido así? El recuerdo
tiene baches, derivaciones, enigmas que desubican a quien lo explora.
Titania en Sueño de una noche de verano |
Debo haber leído Sueño de una noche de verano de Shakespeare
a los doce años, cuando descubrí la colección Austral con sus pequeños
volúmenes impresos en papel barato y una nómina final de autores y obras, que
se convirtió en una de mis guías de lectura fundamentales durante la
adolescencia. A pesar de la ripiosa traducción de Astrana Marín, era un texto
capaz de despojar a la oscuridad de las amenazas que prometían las películas de
Hollywood, y poblarla de experiencias asombrosas.
Luciérnaga |
Las noches de verano de San Pedro estaban iluminadas por el
vuelo errático de las luciérnagas, que a veces atrapábamos por un rato en un
frasco, para admirar de cerca su parpadeo verdoso. No recuerdo haber
investigado de dónde venían, ni cuál era el principio que explicaba su luz
fría. Se trataba solo de un placer visual, nada mágico ni técnico, propio de la
naturaleza que uno percibe y admira sin terminar de entender, como el croar de
las ranas y los sapos en los zanjones de calle Colón, el estridor de los
grillos en algún rincón de la casa, el coro de las cigarras incansables, el
maullido prolongado de los gatos en el techo.
La sexualidad de los animales parecía despertar al caer el
sol. Volaban, corrían, nadaban, solicitando con sonidos la atención de una
pareja. Aunque los chicos no entendiéramos muy bien qué significaba eso, de
algún modo sabíamos que sobre ciertas materias no debíamos preguntar a los
adultos, porque los pondríamos en apuro y ellos no tendrían una respuesta
satisfactoria, y lo que todavía era más probable, nos reprenderían por haber sido
más curiosos de lo permitido.
Las noches de verano podían ser casi tan calurosas como los
días. Uno intentaba dormir y la ropa de cama se convertía en un estorbo pegajoso.
A veces, después de dar muchas vueltas sin conciliar el sueño, uno bajaba de la
cama con la almohada, y se tendía sobre el fresco piso de baldosas. Desde esa
perspectiva, todo lo habitual se volvía nuevo: los muebles de siempre, las
siluetas de los parientes magnificadas por la perspectiva, despertar con el
gato mirando a pocos centímetros de la cara.
Acaroína |
En todas partes se confiaba en el poder desinfectante de la
acaroína. Cuando un gato en celo marcaba con su orina un rincón de la casa que
consideraba su territorio, se lo frotaba con Acaroína para devolverle su
condiciones de habitabilidad para los humanos. Cuando se juntaba agua en una
zanja o en un barril de agua de lluvia (todas las casas de mi barrio, donde no había
agua corriente, contaban al menos con un barril en el que se recogía el agua de
lluvia, para lavarse el cabello) se derramaba un poco de acaroína, en la
creencia de que a partir de ese momento ningún mosquito se atrevería a
depositar sus huevos en ese líquido. La acaroína dejaba un olor persistente,
que no resultaba agradable para nadie. Era el olor de los hospitales, de las
estaciones de ferrocarril y de los baños públicos, generaba gases inflamables, causaba
molestias en las papilas olfativas, y no obstante lograba convencer a todo el
mundo, de que las condiciones sanitarias de cualquier lugar donde se aplicara,
mejoraban de inmediato.
En todas las comunidades hay rituales grandes o pequeños que
aplacan el desasosiego colectivo, ante las amenazas que pueden no haberse
convertido en realidad, pero de todos modos nadie sabe cómo controlar. Hoy es
el virus del Zica, ayer la poliomielitis, una segunda guerra mundial que
desangraba a medio planeta, la bomba atómica.
Vecinos tomando el fresco |
Cuando los vecinos de mi barrio se sentaban por la noche a
conversar y tomar el fresco en las veredas, no era extraño que estuvieran gran
parte del tiempo palmeándose cada vez que sentían la picadura de un mosquito, o
que se dedicaran a espantarlos con una pantalla de cartón y mango de bambú,
gentileza de alguna tienda del centro.
¿De qué hablaban los adultos en esas noches, de vereda a
vereda? Por más que busco en la memoria, no encuentro nada. Supongo que
intercambiaban trivialidades relacionadas con la vida cotidiana, quizás
anécdotas recientes de gente conocida. Ninguna confidencia comprometedora, nada
urgente, malintencionado, ni trascendente. Tal vez reciclaban noticias de la
radio o el diario que los chicos estábamos en condiciones de oír. La visión de
gente que se veía todos los días desde hacía muchos años, disfrutando el tiempo
libre entre ellos, sin depender de los actuales medios de comunicación, que atosigan
a los consumidores con una oferta ilimitada de estímulos difíciles de eludir,
puede resultar inverosímil para las nuevas generaciones. ¿Cómo se las componían
a mediados del siglo XX, los habitantes de San Pedro para no morir de tedio?
Habían formado parejas que permanecían unidas y criaban a sus hijos, aunque no
se entendieran demasiado; se habían incorporado a pequeñas comunidades que no
experimentaban otros cambios que el nacimiento de nuevos miembros o la muerte
de otros. ¿Qué rutina tan insoportable era esa?
Espiral de piretro |
Desde la actualidad cuesta imaginar el organizado estilo de
vida de entonces. Para librarnos de los mosquitos, encendíamos espirales de piretro,
que primero debían separarse de sus gemelas (venían en sobres, de a dos y había
que montarlas en frágiles pedestales de lata para encenderlas a continuación). Las
instalábamos en el piso, al comienzo de la noche, antes de irnos a dormir y sahumaban
las habitaciones durante el resto de la noche. Por la mañana, había que barrer
la espiral de ceniza que dejaban (aunque recuerdo un platito o un cartón que
permitía quitar el rastro). Que las espirales pudieran ser tóxicas, que
causaran náuseas o dolores de cabeza, como se ha denunciado repetidamente en
Asia, que los temibles formaldehidos emitidos por la combustión de una espiral
equivalieran a medio centenar de cigarrillos encendidos, no lo sabíamos por
entonces y probablemente no llegábamos a experimentarlo tampoco, porque
dormíamos con puertas y ventanas abiertas.
Los aerosoles no habían llegado al mercado aún. Cuando
aparecieron, durante los años `60, prometían un progreso fuera de toda
discusión. No era cosa de mantener alejados a los mosquitos mientras durara el
humo de una espiral, sino de liquidarlos instantáneamente, cada vez que se
hicieran oír. Un par de décadas más tarde, los aerosoles fueron convertidos en algunos de los
principales responsables del deterioro de la capa de ozono y los cambios
climáticos que hoy aquejan al planeta.
Mosquitero |
Para librarnos de los mosquitos, se colgaban sobre nuestras
camas amplios mosquiteros de tul, muy eficaces como barrera a la circulación
del aire fresco de la noche, que olían a moho, porque habían permanecido
guardados en el fondo de los armarios, durante los meses húmedos del invierno y
daban la sensación de acostarse bajo la falda de una novia. Eran artefactos
eficaces, que permitían permanecer libres de picaduras de mosquitos, pero el
zumbido persistente de los machos, mientras cortejaban a las hembras, impedía
conciliar el sueño hasta muy tarde, por lo que se despertaba en la mañana con
la sospecha de no haber descansado lo suficiente y el deseo de llegar cuanto
antes al descanso reparador de la siesta.
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