viernes, 5 de mayo de 2017

Vicios privados, pública virtud (I): Contradicciones demasiado frecuentes



Vicios privados, públicas virtudes. (Bernard de Mandeville: La fábula de las abejas)
Pasaporte de Raquel Liberman, denunciante de Zwi Migdal
Ser y parecer, rara vez coinciden en la experiencia cotidiana. La discrepancia no suele ser poca y por lo tanto indigna de que la tomen en cuenta. Lo aparente y lo oculto se oponen radicalmente y no pueden coexistir sin denunciarse uno al otro. No solo se trata de un procedimiento constructivo fundamental de la dramaturgia de Occidente, que desde tiempos remotos asegura las risas en la comedia y conmueve en el drama. Es el fundamento de la existencia humana, sometida a contradicciones imposibles de resolver. De un lado están los vicios, los comportamientos condenados por la moral y hasta reprimidos por las leyes, que se enmascaran detrás de fachadas respetables, mientras que por el otro lado se encuentran las virtudes, encomiadas por la moral y las leyes, que sin embargo resultan sospechosas de fragilidad.
Cualquiera que haya superado la infancia, puede argumentar que la división entre el ser y el parecer no siempre resulta nítida, y que bastante más probable es que los dos ámbitos se comuniquen por debajo de la superficie, se confundan muchas veces, o que las más seductoras apariencias solo existan con el propósito exclusivo de ocultar algo menos agradable. Nadie puede ser lo que aparenta, por muchos motivos. El primero, quizás, porque aquel que fragua una ficción no quiere aceptar una realidad que no suele ser demasiado favorable. Otro, porque es más cómodo mentir que ofrecer la verdad. “Dime de qué alardeas y te diré qué te falta” plantea del refrán. Otra alternativa, y no la menos atendible, porque el corrupto aspira a que lo consideren alguien mejor de lo que efectivamente es.
George Bernard Shaw
En la comedia de George Bernard Shaw La profesión de la señora Warren, la dama inglesa que en los últimos años del siglo XIX, ha criado a su hija en las virtudes más acendradas, no deja de ser por ello la propietaria de una exitosa cadena de burdeles, donde el dinero que suministra su clientela ha conseguido mantener la cómoda existencia de la familia. Ella no advierte en la duplicidad de su conducta, nada que deba reprocharse a sí misma, ni puede tolerar que otros, como su hija, lo intenten.

SEÑORA WARREN: Querida, el buen tono exige avergonzarse de eso [se refiere a su oficio]. ¿Qué se diría de una mujer que no lo hiciera? Las mujeres tenemos que aparentar sentir muchas cosas que no sentimos (…). Pero a mí no es posible decir una cosa cuando todo el mundo sabe que pienso otra. ¿A qué viene esa hipocresía? Si el mundo está organizado de ese modo para las mujeres, ¿por qué hemos de fingir que está organizado de otro modo? En realidad, yo no he sentido nunca una pizca de vergüenza. (George Bernard Shaw: La profesión de la Señora Warren)

Si la señora Warren ha vendido su cuerpo y el de otras mujeres que aceptaron su intermediación, es porque los hombres que suelen condenar esa actividad, requirieron que la practicara. Puesto que ellos pagaban por el servicio, ¿por qué habría de condenarse a quienes satisfacían la demanda? Hasta los hombres más virtuosos (como es el caso de los santos Agustín y Tomás) con sinceridad desconcertante,  han llegado en algún momento a justificar la prostitución como la existencia de las cloacas de una ciudad: pueden repugnar, pero serían un mal menor entre los muchos que acosan a la sociedad.

Cerrad los prostíbulos y la lujuria lo invadirá todo. (San Agustín: De Ordine)

Prostituta años `20
De acuerdo al comisario Julio Alsogaray, que investigó en Argentina el funcionamiento de la organización mafiosa Zwi Migdal a comienzos de los años `30, la esposa de uno de los máximos dirigentes figuraba en la directiva de la insospechable organización benéfica La Gota de Leche. ¿Por qué no? La hipocresía no puede ser excluida del trato social civilizado, y menos aún conviene despreciarla, puesto que indica el respeto que se le concede a las convenciones, incluyendo aquellas que no se supone no demasiado dignas de respeto. Quizás las normas colectivas no significan mucho para algunos, pero allí están, y gracias a artificios similares la cultura se impone sobre los impulsos no controlados.

El crecimiento del nacionalismo y la intrusión de los militares en la política argentina, hicieron perentoria la eliminación de los elementos delictivos foráneos y de las casas de prostitución internacionalmente inaceptables.  (Donna Guy: El sexo peligroso. La prostitución legal en Buenos Aires 1895-1955)

Durante mi infancia y juventud, las parejas argentinas casadas podían separarse cuando comprobaban que no se entendían, pero de todos modos continuaban casadas, porque el matrimonio católico era concebido como la unión que persistía hasta que la muerte separara a los cónyuges. Las nulidades gestionadas ante la Sacra Rota del Vaticano eran pocas e inverosímiles (como la historia del político que alegaba no haber consumado el matrimonio, a pesar de tener varios hijos con su mujer).
El divorcio era un trámite engorroso (y no del todo legal) que debía tramitarse en otros países donde las leyes eran más laxas, como Uruguay o México. La gente podía estar mucho tiempo en concubinato, pero guardaba un pudoroso silencio sobre el tema. Que un hombre tuviera un “doble frente”, una “sucursal” aceptada (o ignorada oficialmente) por la esposa legal, era una contradicción frecuente en muchas familias. Él no alardeaba de su situación, fuera del ámbito cómplice de otros varones. Disponer de varias mujeres demostraba el privilegio de su condición masculina. Si una mujer hubiera sido descubierta en la misma situación, sería considerada simplemente una prostituta.
¿Cómo evaluar un doble estándar que ocultaba la verdad para siempre o retrasaba la revelación para un futuro improbable? ¿Era un comportamiento hipócrita, que hubiera debido eliminarse en beneficio de la sinceridad, aunque al ponerlo en práctica se hiriera la sensibilidad ajena?
La gente se “juntaba” y quedaba expuesta al menosprecio de la comunidad. Hoy los derechos de las parejas que conviven, apenas difieran de aquellos que se casan. En el pasado, tanto el Código Civil de Dalmacio Vélez Sarsfield, sancionado en 1869, como la opinión dominante en la sociedad argentina, discriminaban a quienes no hubieran legalizado su relación de pareja. Los hijos quedaban marcados como “naturales” (nacidos fuera del matrimonio, de padres que estaban en condiciones de casarse y podían solicitar el reconocimiento) o como “ilegítimos” (un conjunto variopinto que reunía desde los incestuosos o sacrílegos, hasta los adulterinos) a quienes se les negaba cualquier oportunidad de reconocimiento.
Los niños que nacían dentro del matrimonio, debían ser el fruto de una relación consagrada por la Iglesia. Ellos recibían el apellido paterno y aspiraban a heredar el patrimonio del padre. Como no todos se ajustaban a los modelos establecidos por la sociedad, las jóvenes descarriadas se ausentaban para visitar por varios meses a parientes distantes y volvían más delgadas, o no salían de la casa (ni siquiera asomaban al jardín y al cabo de algún tiempo, era su madre quien anunciaba a los vecinos haber tenido otro hijo, a pesar de su edad avanzada; o se abandonaba durante la noche un canasto con un bebé en la puerta o el torno de algún convento; o… El ingenio popular se las componía para salvar el buen nombre de una pecadora y el de la familia que muy a su pesar había tenido que participar en la farsa.
Tita Merello y Mario Fortuna en Marcado de Abasto
 Quedar marcado por estas denominaciones, eran ofensas que los involucrados sufrían de por vida. Se trataba de hijos del pecado, a quienes debía castigarse de algún modo, probablemente con el objeto de purgar la falta de sus padres. El cine nacional había mostrado desde los años `30 el drama de la búsqueda de identidad por hijos madres solteras o concubinas. Una actriz como Tita Merello se especializó en los personajes de mujeres sacrificadas (Arrabalera, Guacho, Los isleros, Filomena Marturano, Mercado de Abasto) que luchaban por sostener a sus hijos, por lo general sin el auxilio de un hombre.
Joven Eva Duarte
A partir de 1954, bajo el régimen peronista, donde la figura de Eva Duarte había sido constantemente denostada por los opositores, por haber nacido fuera del matrimonio, las odiosas diferenciaciones entre los hijos de una categoría y otra quedaron igualados bajo la denominación “extramatrimoniales”, hasta que en 1985 las viejas denominaciones fueron equiparadas.
Había que separar la mala vida de la existencia cotidiana de una población decente, puesto que parecía imposible erradicar la mala vida. Por la Ordenanza de 1913 (llamada Ley Palacios) de la ciudad de Buenos Aires, que fue desvirtuada durante su aplicación, los burdeles no podían instalarse a una distancia menos de dos cuadras de escuelas, templos y teatros. Debían administrarlos mujeres (denominadas regentas). Las pupilas no podían ser menores de dieciocho años y se encontraban sometidas a periódicas visitas sanitarias. Hacia fines de los años `20, la clase dirigente argentina mostraba sin pudor, y hasta con orgullo los prostíbulos que frecuentaba a un visitante extranjero como el conde de Keyserling, que tampoco encontraba desagradable la experiencia.

Recuerdo un souper que me brindaron en un sencillo burdel hombres con cargos en la vida política e intelectual; la atmósfera era acogedoramente casera, la de un estanciero. Por lo tanto allá se caracteriza la vida de esas esclavas y sus rufianes en el hecho de que se gana con las muchachas tan solo, sino que también se vela por ellas. Las que han sido arrastradas a Argentina y Brasil, acaban en la mayoría de los casos de forma no desdichada. Con las “queridas” propiamente dichas, la cosa es directamente brillante. (Hermann von Keyserling: Meditaciones sudamericanas)

¿Era Keyserling un intelectual serio, o tan solo un oportunista, a quien la credulidad una mujer impresionable y dotada de suficientes medios para convertir sus caprichos en realidad (Victoria Ocampo) fue capaz de imponer ante un grupo de provincianos? Keyserling habla en todo caso con la convicción de un europeo acostumbrado a ver el mundo desde su perspectiva colonial, sin atisbos de rigor ni empatía hacia los nativos, pero seguro de no ser contradicho.
Anarquistas y prostitutas se encontraban sometidos a la discrecionalidad de las fuerzas policiales, que podían detenerlos porque molestaban a la gente decente o (en el caso de las mujeres) porque se negaban a pagar rutinariamente el derecho de permanecer ejerciendo su triste oficio. Hasta en la visión de un hombre de ideas progresistas, como José Ingenieros, la prostituta y el agitador anarquista formaban una pareja de sujetos indeseables. La difusión del discurso izquierdista y la epidemia de enfermedades venéreas, suscitaban el mismo temor.

Se va tras una prostituta, una pobre loca moral como él, síntesis de todos los odios torpes y de todas las infamias urticantes, orquídea venenosa, y con ella se lanza a propagar la huelga, la rebeldía, la devastación. (José Ingenieros: Hacia la Justicia)

Roberto Arlt
Resulta probable que Roberto Arlt haya elaborado a Haffner, el rufián revolucionario de sus novelas Los Siete Locos y Los Lanzallamas, de acuerdo al modelo que le suministraba un personaje real de la época, Noé Traumen, declarado anarquista y organizador de la Zwi Migdal, una sociedad mafiosa dedicada a importar y explotar mujeres europeas que remataba en el Café Parisien y el Hotel Palestino. La empresa fue tan exitosa, que llegó a contar con dos mil burdeles activos en el país (donde las internas debían atender en turnos de doce horas, un promedio de setenta y cinco clientes por día) y tuvo sucursales en Montevideo, Rio de Janeiro y Porto Alegre.
En la ficción de Arlt, el monólogo de Haffner alcanza las dimensiones de un delirio que busca prosélitos y confía convencer al mundo entero sobre la conveniencia y alta probabilidad del proyecto:

Cuando yo hablo de una sociedad secreta, no me refiero al tipo clásico de sociedad, sino a una supermoderna, donde cada miembro y adepto tenga intereses, y recoge ganancias, porque solo así es posible vincularlos más a los fines que solo conocerán unos pocos. (…) Los prostíbulos producirán ingresos como para mantener las crecientes ramificaciones de la sociedad. En la cordillera estableceremos una colonia revolucionaria. Allí, los novicios seguirán cursos de táctica ácrata, propaganda revolucionaria, ingeniería militar. (…) La sociedad secreta tendrá su academia, la Academia para Revolucionarios. (Roberto Arlt: Los siete locos)

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