martes, 4 de octubre de 2011

Animales domésticos (o no) de la infancia


A mediados del siglo XX, en la casa de mi familia estábamos rodeados por animales domésticos. Había gallinas de todos los colores, que nos daban huevos y mi madre se resistía a matar (lo mismo fuera retorciéndoles el cogote o decapitándolas con el hacha). Teníamos gatos que mantenían a raya a los temidos ratones. Un perro atado ladraba a cualquier extraño que se hubiera aventurado por su territorio (el nuestro). En el corral, un par de caballos que arrastraban los carruajes en los que mi tío Miguel visitaba a los clientes del almacén dispersos por el campo de San Pedro y Santa Lucía, dos veces por semana.
Entre los animales invasores, había moscas pertinaces, mosquitos que llegaban de la laguna apenas caída la tarde y espantábamos encendiendo espirales de piretro. Había avispas muy temidas que se aposentaban al abrigo de una cornisa y palomas torcazas que tampoco aportaban nada y escondían sus nidos en lo alto de un rosal leñoso, enredado en la base del tanque de agua. En ciertas épocas llegaban las dañinas langostas que devoraban las cosechas y los niños, instigados por las maestras de escuela, recogíamos en bolsas de arpillera que luego se quemábamos. El mismo trato se le dedicaba a los bicho canastos.
La observación y atención de los animales domésticos era una de las actividades más instructivas para los niños. Nos mandaban a buscar huevos, teníamos que alimentar con maíz a las gallinas, preparábamos afrecho húmedo para los patos, alcanzábamos los restos del almuerzo al perro, acariciábamos el lomo de los gatos, pasábamos una rasqueta metálica por el costado de los caballos, poníamos queso en las trampas de los ratones. Veíamos el comportamiento sexual de estos animales, tan frecuente y previsible que no llamaba demasiado la atención. El gallo pisaba rápidamente a una gallina y pasa a otra cosa, los gatos mordían el cuello de las gatas, después de haber maullado durante horas, los caballos copulaban ostentosamente en medio del corral, una vez al año, mientras el perro, que vivía en obligado celibato, se higienizaba con la lengua los genitales de aspecto cambiante.
No debíamos mirar. Los adultos intentaban distraernos (retarnos hubiera sido peor) cuando nos descubrían recibiendo evidencias tan claras del comportamiento reproductivo animal, cuando la información que nos daban en el hogar o en la escuela sobre la sexualidad humana, era ninguna. Los animales nos instruían sin necesidad de palabras, mientras los seres humanos continuaban encargando los niños a París o aguardaban la llegada de la cigüeña.
Al repertorio de los animales domésticos se sumaban los depredadores visitantes, comenzando por los ratones que alcanzaban gran tamaño y se escondían en sus madrigueras o circulaban por el cielo raso de las habitaciones, en medio de la noche. También estaban las comadrejas que muy de vez en cuando llegaban tras los huevos de las gallinas, los halcones que volaban muy alto pero podían descender para robarse un pollito, las pequeñas lagartijas verdosas tal vez no hicieran mal a nadie, pero de todos modos gozaban de mala fama y debíamos perseguir, los caranchos que sobrevolaban las islas del Paraná.
Había sapos, inofensivos pero de aspecto desagradable, que en verano llegaban de quién sabe dónde, atraídos por las luces de la casa, tal vez desde la gran zanja recolectora del agua de lluvia de calle Litoral. Ellos permanecían quietos y de pronto avanzaban a saltos. Los adultos los espantaban con una escoba, nos decían que eran capaces de comer las brasas o los cigarrillos encendidos que algunos malintencionados les arrojaban, para verlos echar humo y reventar a continuación. Pobres sapos, que a veces eran arrojados a los pozos de agua, para que la purificaran al comerse las larvas de insectos; su fealdad nos alentaba a asustarlos, pero nunca se nos hubiera ocurrido matarlos.
En la casa de nuestros vecinos, los Boccardo, había una cigüeña a la que nunca vi volar, porque le cortaban las plumas de las alas. Tenían también un teru teru (Vanellus Chilensis) pájaro estridente, cuyo plumaje gris y negro lo camuflaba entre las flores del jardín. Nadie me dijo que controlaba las plagas del jardín y avisaba la presencia de extraños. Los animales domésticos eran vistos como parte de la familia, que no hacía falta justificar.
Uno de los vecinos de mis primos Gaido, tenía un palomar que me asombraba. Era una construcción instalada en la terraza, provista de habitáculos ordenados, como no me había tocado ver nunca. El dueño de casa y sus dos hijos pasaban mucho tiempo limpiando el palomar y curando a las palomas. Durante los fines de semana, sus aves competían con las de otros criadores de la Asociación Colombófila, identificadas por los anillos en sus patas. ¿Cómo podían recorrer cientos de kilómetros y regresar al nido? Los animales domésticos estaban cerca, pero de todos modos se reservaban complejidades, enigmas que nos obligaban a respetarlos.
Nuestras gallinas, menos heroicas, dormían protegidas por dos grandes matas de laurel y recorrían todo el barrio. Durante la época en que mi abuelo construyó y mantuvo la casa, debieron estar encerradas en un gallinero rodeado por una cerca de alambre de tres metros de alto. Durante mi infancia, la puerta del gallinero y el sitio donde las gallinas hubieran debido dormir, habían desaparecido, nunca supe por qué, puesto que la totalidad de las casas vecinas tenía pequeños gallineros bien ordenados. Nuestras gallinas más curiosas se acercaban a la casa, pero no entraban en las habitaciones. Otras salían a la calle, pasando por debajo del gran portón de madera y cinc, para dedicarse a recorrer el barrio en busca de piedritas o gusanos. La imagen de esas gallinas callejeras, que nadie robaba, ni terminaban víctimas del tránsito, define un mundo que hace tiempo dejó de existir y ahora cuesta imaginar.
Mis tíos Bovio faenaban de vez en cuando un cerdo que habían criado en un rincón del gallinero de su casa y los niños asistíamos al espectáculo del trabajo de todos los parientes, creo que sin el menor susto de nuestra parte. Era formidable ver a la familia convocada para realizar una serie abrumadora de tareas tan especializadas, que iban desde el sacrificio del animal, del que se recogía la sangre para fabricar morcillas, hasta el aprovechamiento de cada una de sus partes: las tripas se usaban para envasar la carne de los chorizos, condimentada con pimentón, los jamones se curaban con sal gruesa y humo, la panceta se salaba, las orejas, hocicos y otras partes blandas de la cabeza se preparaban como gelatinoso queso de chancho, las patitas se hervían con porotos o garbanzos, etc.
Los adultos de mi infancia lo habían aprendido de sus padres, los hombres y las mujeres por igual, y nos lo transmitían a los niños, mediante el ejemplo, sin recurrir a explicaciones. Esa comunicación de los adultos y entre distintas generaciones, en torno a algo tan fundamental como la comida, se ha interrumpido.
El fin de semana que duraba la celebración, la mesa de la cocina permanecía en medio del patio para facilitar el trabajo, una gran olla de hierro negro hervía las viandas que iban a alimentar a toda la familia, mis parientes dialogaban durante el trabajo, contaban historias, bebían vino tinto, revelaban que eran efectivamente un equipo, donde cada uno contaba con los otros.

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