sábado, 1 de octubre de 2011

De Juvenilia al bullying del siglo XXI


Los adolescentes de Juvenilia, en la segunda mitad del siglo XIX, eran poco convencionales, pero fáciles de controlar. Provenían de los sectores más adinerados de la sociedad. Admiraban el conocimiento de algunos adultos que eran sus profesores, mientras criticaban la estrechez de criterio de otros. Sus mayores desafíos a la autoridad eran fumar cigarrillos y escapar por las noches del recinto del colegio en el que se los concentraba. Sus gestos de rebeldía parecen justificados y contribuyen a unirlos contra los adversarios comunes, que son la estupidez y el dogmatismo.
En esta segunda década del siglo XXI, el portal You Tube se ha convertido en la tribuna privilegiada para aquellos que cometen abusos contra sus iguales, con el auxilio de otros miembros del grupo al que todos ellos pertenecen, haciendo víctimas a individuos que por algún motivo se encuentran desprotegidos o no pueden responderles.
El abuso en el interior de respetables instituciones educacionales, gracias a la relativa protección o la ignorancia que ofrecen las jerarquías, dista de ser una situación nueva. Los colegios ingleses más prestigiosos fueron el territorio tradicional de esos maltratos. Los chicos se golpean y humillan desde hace siglos como parte de rituales de iniciación.
En la actualidad se habla del tema, los órganos de prensa lo recogen como noticia, la evocación de lo sucedido ocupa varios minutos de los noticieros, donde testigos o víctimas conmovidas evocan el bullying, el tema preocupa a los parlamentarios que plantean leyes antidiscriminatorias, en contraste con la relativa impunidad que eso disfrutó en el pasado. Cuesta decidir si antes había menos violencia que en la actualidad, o si se miraba en otra dirección cuando ocurrían atentados de todo tipo, mientras no pusieran en riesgo la propiedad ajena.
Ahora el abuso puede ser registrado por las cámaras de video instaladas en los teléfonos celulares que todo el mundo posee y permiten elevar las imágenes a Internet, para aumentar (inmortalizar) la humillación de la experiencia. Antes el abuso quedaba guardado en la memoria de las víctimas y un reducido número de testigos, hasta que se olvidaba o confundía con otras anécdotas del mismo tipo. En la actualidad, la prueba de lo sucedido circula por el hiperespacio y llega a millones de espectadores que se horrorizan o disfrutan el espectáculo.
Desde muy temprano, los estudiantes se golpean, se patean, se escupen, se insultan, son despojados de sus pertenencias, son sometidos a vejámenes variados y todo eso queda publicado, como si se tratara de una hazaña del agresor y sus cómplices, digna de ser imitada y también destinada a amenazar e inmovilizar cualquier reacción del colectivo.
Uno de los recuerdos más enigmáticos de mi infancia, es un encuentro con dos compañeros de escuela primaria que tenían apellidos comenzados por P. y me amenazaron con golpearme cuando los encontré en la calle, montados en bicicletas, no muy lejos de mi casa. No me parece que hayan concretado su amenaza, ni por qué lo hacían. Uno de los matones había sido hasta entonces un amigo y compañero de curso, a quien solía visitar en su casa para consultar las tareas escolares.
Di por sentado que el otro lo controlaba y lo había obligado a cambiar su actitud. El líder era el chico lindo del colegio, que llegaba por Tres de Febrero, desde el centro de San Pedro a nuestra Escuela Nº 2 ubicada en una calle de tierra. Lo recuerdo petulante, con su anticuada corbata de moño azul con pintas blancas, como los chicos de las ilustraciones de Vida Espiritual, una serie de libritos de Constancio C. Vigil que aparecían anunciados en Billiken y yo quería poseer, entre los siete y ocho años.
Nunca le conté el encuentro a mi familia y la situación tampoco se repitió, pero puso fin a mi relación con quien había considerado mi amigo. ¿Por qué dos chicos amenazaban a un tercero? Imagino que para sellar un pacto entre los agresores y definir el poder de ambos sobre el más débil (de paso, también para fijar el status privilegiado del líder sobre el seguidor).
Durante mi paso por la secundaria, utilicé una bicicleta para atravesar la ciudad y llegar desde mi casa en Libertad y Chivilcoy, al edificio del Colegio Nacional o el Estadio Nacional, los días que nos tocaba Educación Física. Éramos decenas de estudiantes, pero solo dos empleábamos bicicletas en el turno de la tarde, una chica de apellido Roselló (si la memoria no me engaña) y yo. Las dejábamos estacionadas a ambos lados de la escalera que sube a la sala de actos y la Biblioteca.
Con frecuencia encontraba los neumáticos desinflados. Llevar todos los días un inflador con mis libros y cuadernos era una de las alternativas. La otra, caminar con la bicicleta desinflada tres cuadras, a la hora de salida, hasta llegar a un bicicletería en la calle del cine Palma, donde me permitían inflar gratis los neumáticos, cada vez que sufría el percance. Yo era el extraño. Vivía fuera del centro de la ciudad, me pasaba la vida leyendo, era tartamudo y tenía uno de los mejores promedios a pesar de mi handicap comunicacional. Si me molestaban, aunque los descubrieran, ¿qué les pasaría?
El hostigamiento duró años. Nunca se me ocurrió pensar que fueran estudiantes que me conocían, compañeros de curso que por cualquier motivo se hubieran planteado perjudicarme. Nunca denuncié la situación a las autoridades del Colegio. Probablemente no lo haya mencionado tampoco a mi familia. Era algo que podía pasar y efectivamente pasaba, como la lluvia en invierno, que me obligaba a conducir la bicicleta con más prudencia, para no quedar empapado de la cabeza a los pies, en los charcos de la avenida Sarmiento. No tenía cómo evitar el bullying y por eso no le otorgaba importancia.
Hubiera podido ser peor: que me cortaran los frenos o que la bicicleta desapareciera, porque al salir, todos los estudiantes estábamos vestidos iguales y nos movíamos en la misma dirección. Que no sucediera, me indica que se trataba de un juego del que se podía hacer víctima a alguien que se revelaba vulnerable, por el hecho de estar en minoría y no tener control sobre sus pertenencias.
Comparado con los crueles rituales de Oxford o Eton, nada de lo que viví resulta digno de atención. Nunca vi azotes, servidumbres sexuales, cobros de peajes o bandas de mayores que se impusieran a los menores, solo porque en el pasado ellos hubieran tenido que tolerar el mismo juego, en esos lugares ideales para el abuso entre pares que eran los baños del colegio durante los recreos o el vestuario del Estadio Municipal, antes o después de las clases de Educación Física. De acuerdo a mi experiencia, los escolares nos respetábamos, a pesar de que la vigilancia de los adultos no se hiciera sentir demasiado.
¿En qué contexto no institucional, privado, quizás de enemistad personal, adquiría sentido un gesto poco amistoso como la rutina de desinflar mi bicicleta? Estábamos al borde de un quiebre cultural. Durante los ´50 se establecieron los mitos de los enfrentamientos generacional que continúan vigentes medio siglo más tarde. Los jóvenes pasaron a ser considerados rebeldes con aspiraciones comunes, enfrentados a los adultos.
Las anécdotas del Colegio Nacional de Buenos Aires evocadas por Miguel Cané en Juvenilia, eran todas amables, aunque no siempre respetuosas de una disciplina escolar que ya por entonces resultaba anacrónica. Se trataba de una visión edulcorada, mentirosa, del comportamiento juvenil, que casi un siglo más tarde los escolares continuábamos consumiendo por obra y gracia de los programas de estudio. Una generación más tarde, con la dictadura militar, esa visión trivial se derrumbó. Los escolares se habían politizado, no eran solo rebeldes sin causa y podían ser reprimidos por el Estado, con tanta ferocidad como se reprimía a los adultos.
Escapar de esa atmósfera cruel, después de recuperar la democracia, no es una tarea fácil. Hoy la juventud es vista con evidente desconfianza. Los chicos roban las pertenencias de sus compañeros, consumen y distribuyen drogas, portan armas y no dudan en usarlas contra sus iguales o contra los docentes. La solidaridad y el respeto de la autoridad son cosa del pasado. Los adultos que se encuentran en los colegios no son menos temibles: hay docentes o preceptores que abusan de sus estudiantes, registran y difunden sus imágenes obscenas, distribuyen drogas. La crónica periodística brinda historias horribles que complementan al bullying y dan cuenta de una atmósfera penosa, donde el aprendizaje queda relegado a las relaciones de poder.

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