domingo, 1 de julio de 2012

Esperanzas perdidas: El Fin del Futuro

Walt Disney: Patro Donald
En mis recuerdos me veo rumbo de la Escuela Nº 2, entonces ubicada en Tres de Febrero y Chivilcoy, a comienzos de mayo de 1945, mientras oigo las campanas de la iglesia en la distancia. Anunciaban el fin de la Segunda Guerra Mundial, que habíamos estado esperando desde hacía tanto tiempo, que cualquier futuro sería digno de ser vivido. Adolf Hitler había sido derrotado en Berlin. Antes que entregarse y ser juzgado por sus crímenes, había preferido envenenarse junto a Eva Braun y sus fanáticos seguidores lo incineraron para que no sufriera humillaciones póstumas. Los guerrilleros italianos no le brindaron tanta consideración a Mussolini, cuando lo ahorcaron junto a Chiara Petacci, su amante, cuando intentaban escapar del país. La fotografía del par de cuerpos colgados no se borraría tan pronto de mi memoria.
Benito Mussolini, Chiara Pettaccia muertos
Solo quedaban dispuestos a prolongar el enfrentamiento bélico los japoneses, que preferían inmolarse colectivamente, por lo que oía decir a los adultos que habían aprendido la palabra kamikaze, antes que rendirse. Las historias de hijos que mataban a sus padres o padres que mataban a sus hijos más pequeños y luego se suicidaban, para librarlos del oprobio, tal como se recuerda en Level Five, el documental de Chris Marker, todavía no habían llegado a la prensa. Los japoneses eran presentados como la amenaza amarilla, una fuerza anónima y ciega, tan incontrolable como las langostas que llegaban en verano y debían ser espantadas por los niños que golpeábamos latas o las quemábamos en hogueras, después de haberlas atrapado en zanjas, para que no devoraran las cosechas.
Niños judíos llegando a campo de concentración
El descubrimiento de los horrores de los campos de concentración fue filtrándose de a poco y encontraron el escepticismo de los adultos que admiraban la disciplina e industriosidad de los alemanes. Las bombas atómicas que fueron lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki tiempo después, nos eran presentadas por los diarios y la radio como una experiencia disuasiva admirable, en lugar de constituir una crueldad innecesaria, que castigaba a la población civil, cuando el fin de la guerra era inevitable. Gracias a las bombas atómicas, se afirmaba, no se perderían miles de vidas norteamericanas.
Antes de cumplir los diez años, lo más probable es que uno carezca de una visión articulada del mundo, pero en ese entonces la actualidad resultaba más atractiva que la suministrada por los cuentos de hadas o los radioteatros de aventuras que ofrecía Radio Splendid en la tarde. Los personajes de comic (Superman, el Capitán Marvel) participaron en la Segunda Guerra Mundial, y a pesar de los superpoderes formidables que les conocíamos, no lograban que los bondadosos Aliados impusieran la paz de una buena vez.
El cine europeo que de vez en cuando llegaba a San Pedro, abriéndose paso entre las comedias musicales de la Metro-Goldwyin-Meyer y los melodramas de Zully Moreno, traía datos desconcertantes. Las imágenes de antiguas ciudades arrasadas por los bombardeos, de gente hambreada (Paisá, En cualquier lugar de Europa, Balada Berlinesa) ofrecían evidencias difíciles de entender para nosotros, que éramos pobres y sin duda provincianos, pero comíamos todos los días y disponíamos de un techo. ¿Eso había ocurrido en el mundo? No es que me resultaran desconocidos los hechos, pero leer los artículos de la prensa gráfica o escuchar los boletines de la radio no causaba la misma impresión de realidad.
El cine (todavía no era la televisión, que llegó a comienzos de los `50) no podía mentir, pero de todos modos desconcertaba, porque hasta poco antes reinaba el optimismo de los aliados o el escapismo de los europeos (de Italia llegaban comedias de teléfonos blancos, de Alemania, fantasías como Las aventuras del Barón de Münchaussen, donde descubrí mis primeras mujeres desnudas en la pantalla). La gente de casi todo el mundo se había matado durante años y al llegar la paz, de todos modos continuaban pasando hambre, no tenían techo ni trabajo, querían juzgar a los responsables de su situación o estaban muriendo por causa las radiaciones.
Después de semejantes horrores, cualquier futuro, estábamos convencidos, debía ser mejor, porque de acuerdo a mi maestra de tercer grado, la señorita Elba Bernasconi, la Humanidad entera habría aprendido de la guerra una gran lección. El país donde nos tocó en suerte nacer, Argentina, había sido marcada por Dios para ser el granero del mundo. Yo imaginaba una hilera interminable de panes y buenos cortes de carne vacuna, rumbo al humillado continente europeo. Desde los muelles del puerto de San Pedro se cargaban naves de ultramar y a veces íbamos a mirar de lejos nuestro aporte indirecto a la paz mundial.
Cuando no más de tres años más tarde un álbum del Pato Donald me informó sobre la existencia del nuevo Estado de Israel y los conflictos con los palestinos, mi visión del futuro esplendoroso que aguardaba a la humanidad comenzó a enturbiarse. La guerra que había sido desterrada para siempre, continuaba activa por aquí o allá. No era la misma de antes, conviene aclararlo.
La Guerra Fría nos introdujo de nuevo en un mundo de propaganda amenazante, donde los buenos y los malos se dividían el mundo y estaban a punto de iniciar la batalla de la cual probablemente nadie saldría ganador, dado el tipo de armamento nuclear que se disponía. Era la amenaza roja que debía detenerse a cualquier precio. Ese fue el mundo de mi adolescencia. Los justicieros de la Segunda Guerra Mundial invadían pequeños países de Centro América, rusos y norteamericanos acumulaban bombas atómicas y estaban a punto de perder el control, en Corea, Berlín o Irán. Fueron años de un aprendizaje brutal de Geografía, siguiendo el vaivén de los enfrentamientos entre las grandes potencias. Hoy aquí, mañana allá. El futuro se encontraba hipotecado, sin importar lo que sucediera. Quizás la guerra mundial que se nos anunciaba repetidamente quedara postergada, pero no la discriminación institucionalizada de grandes sectores de la sociedad, ni el agotamiento de los recursos renovables, ni la contaminación ambiental, ni… La lista de amenazas que un chico debe identificar ahora, es mucho más compleja que la que a mí me tocó aprender durante mi infancia. El desengaño de los jóvenes respecto del modelo idealizado que suministraban los maestros y los medios de comunicación.
No hay futuro en el sueño de Inglaterra. / (…) Cuando no hay futuro, ¿cómo puede haber pecado? / Somos las flores del basurero / Somos el veneno en tu máquina humana / Somos el futuro, tu futuro. (Sex Pistols: God save the Queen)
El estribillo de la canción de los Sex Pistols, desde los últimos años `70, ha calado hondo en la mentalidad contemporánea. De acuerdo a amplios sectores de la sociedad, que rechazan el sistema, no hay futuro posible. Si alguien supone con optimismo que eso significa una reproducción sin demasiados cambios del presente, la continuidad de los problemas y solucione actuales, por no encontrar nada mejor, una sensación de encierro termina por imponerse.
Cuando Voltaire define a Cándido, el protagonista de la novela que lleva su nombre, como un perfecto imbécil, convencido de vivir en el mejor de los mundos posibles, uno que ningún esfuerzo humano sería capaz de alterar, describe la visión desesperada de aquellos que se descubren atrapados en situaciones horribles, que se les fueron de las manos y ni siquiera pueden darse el lujo de darles la espalda. A lo largo de mi vida, partiendo de una convicción bastante menos esperanzada que la de Cándido, he llegado más de una vez a sobrevivir en crisis donde otros quedaron atrapados. No lo presento como una hazaña, porque no lo es, pero al menos he de morir viejo.
Has agotado todo tu crédito / en una familia de niños que te quitan las píldoras / y fuman tu pipa / después de que la guerra quebró tu Banco / los bastardos quebraron el mundo esta vez. (No Future Shock)

1 comentario:

  1. que bueno Oscar,es muy grato leer tus recuerdos,yo tambien fui a esa escuela,pero en esa epoca y ahora es la escuela N° 6

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