jueves, 17 de mayo de 2012

Romerías y otras formas de acercamiento de las parejas

Hombres y mujeres experimentan una atracción mutua desde el comienzo de los tiempos (o desde mucho antes, si aceptamos las hipótesis de Darwin sobre la evolución de las especies). Los animales en los que se han diferenciado los sexos, entran por temporadas en un estado de excitación que tiene como objetivo hallar pareja para la reproducción. Las formas en que esa atracción tan primitiva se manifiesta, varían de acuerdo a las culturas humanas, que intentan poner freno a impulsos como esos, que en gran parte escapan a la razón.
En San Pedro, a mediados del siglo XX, la búsqueda de pareja se daba siguiendo ciertas pautas que a los jóvenes de la actualidad pueden parecerles risibles cuando se las describe, por lo complicadas, prolongadas e infructuosas que resultaban. No es tanto el tiempo que desde entonces ha pasado, pero los quiebres culturales ocurren de pronto y dividen dos épocas hasta volverlas irreconocibles.
En el Medioevo que describe Shakespeare, Romeo descubre a Julieta en un baile de enmascarados que se celebra en la casa de los enemigos de su familia. Por un lado, no debería conocerla ni interesarse en ella, dada la disputa existente entre los dos grupos. Por el otro, la sociedad le brinda mediante los vaivenes de la fiesta en la que hombres y mujeres se acercan, la oportunidad de superar esa limitación y descubrir a la pareja con la que para su dicha o desgracia habrá de ligarse.
Perseguir un rostro en esas romerías de pueblo en las que me deslumbraba una muchacha desconocida y la buscaba guiándome por su vestido o el de sus compañeras, por alguien que va delante y detrás de ella hasta que en cualquiera de las vueltas el orden se desbarata y la muchacha ya no aparece detrás de quien debió aparecer. (Abelardo Castillo: Crónica de un iniciado)
¡Romerías! Las fiestas más concurridas y ruidosas de mi infancia en San Pedro, a mediados del siglo XX. Era una tradición que se había prolongado durante milenios y estaba por desaparecer en esos años. Desde la Antigüedad, la gente peregrinaba en ciertas fechas a santuarios religiosos, con el objeto de reunirse y festejar algún acontecimiento notable, capaz de aglutinarlos. Quebrar la rutina de la vida productiva, compartir un espacio dedicado al ocio, entrar en contacto con posibles parejas, definen tres actividades que en el pasado se relegaban a ocasiones poco frecuentes y por eso más apreciadas.
Hoy los jóvenes se divierten por su lado, a altas horas de la noche, en lugares que los adultos conocen de oídas, y los niños y adultos se aislan en otros lugares, en torno a la televisión o reuniones familiares. A mediados del siglo XX, toda la familia participaba de las mismas fiestas. Para un chico resultaba extraño ver a tanta gente conocida, con otras ropas, que reservaban para las fiestas o gente que uno no solía ver nunca, hablando, riendo, bebiendo cerveza, bailando en la cancha de básquetbol de un club social, engalanada con tantas luces, guirnaldas de papel de barrilete y música ejecutada por un orquesta del lugar o llegada desde Buenos Aires.
Las sensaciones mareaban al chico que no había tocado el alcohol y se limitaba a consumir naranjada o limonada (bebidas de todos modos inhabituales). Recuerdo las Romerías del Club Mitre, porque se hacían a pocas cuadras de mi casa y yo acompañaba a mis tías, a las que se sumaban a veces mis padres. Era emocionante ver de cerca a la Orquesta Característica de Feliciano Brunelli, que conocíamos por la radio Belgrano (¿o pudo ser la Santa Paula Serenaders o Héctor y su orquesta, que tenían programas diarios en Radio El Mundo?). Era el mismo repertorio que habíamos oído tantas noches, cuando nos reuníamos en la cocina, en torno a la radio, después de haber terminado los deberes escolares, pero estar presente mientras los artistas que habían carecido de una identidad precisa ejecutaban esa música, pegados al escenario, hacía toda la diferencia.
El joven Juan Carlos Mareco (Pinocho) era el animador de alguna de esas romerías. También su nombre me resultaba familiar, y verlo como un hombre adulto, de cuya garganta salían tantas voces diferentes, algunas de ellas infantiles, reforzaba el misterio que rodeaba a la radio, en vez de diluirlo.
Mientras yo enfrentaba el mundo de mis fantasías, concretado y desconcertante, las parejas bailaban en la pista. Eran tantos que costaba reconocerlas. Mis tías solteras podían aceptar la invitación de algún conocido o desconocido que se acercara a la mesa donde estábamos mirando lo que sucedía. Ni mi madre ni mis tías que estaban de novio, hubieran podido aceptar cualquier invitación sin despertar la ira de los hombres que las habían reservado para ellos, estuvieran casados o solo comprometidos para hacerlo.
Paula Rego: La danza
Bailar era permanecer libre, fuera del núcleo de los parientes, durante alrededor de tres minutos. Había que concentrarse en la coreografía, porque tanto había que bailar tangos como valses, pasodobles o fox-trots, y la necesidad de no hacer el ridículo ante la pareja de baile y los testigos que observaban del otro lado de la barrera de tablitas blancas no era cosa de olvidar. Mi padre se confesaba “pata dura” y no recuerdo que sacara a bailar a mi madre, ni a ninguna otra mujer. Alguno de mis futuros tíos solo sabía bailar tango y vals, por lo que se abstenía del resto de los bailes, aunque hubiera deseado tener a su novia en brazos más tiempo.
Después de un baile, ellas comentaban las incidencias del encuentro: el perfume excesivo de la pareja, su falta de conversación o las preguntas demasiado personales que ellas se habían negado a responder, la decisión de aceptar o no aceptar una nueva invitación, si la recibían. No eran temas interesantes para un chico. La vida de los adultos corría paralela a la de los niños la mayor parte del tiempo, entre otras razones, porque los adultos se encargaban de mantenerla fuera de nuestro alcance.
Dos o tres veces por semana, se paseaba en San Pedro por calle Mitre, al atardecer y primeras horas de la noche. En mi memoria, las mujeres jóvenes recorrían pausadamente esas cinco o seis cuadras. Iban por una vereda, tomadas del brazo, regresaban por la otra. Aparentemente, pasaban revista a las vidrieras de las tiendas iluminadas, comentaban entre ellas sus asuntos, reían para demostrar que se encontraban sanas, que tenían buenas dentaduras y un mejor estado de ánimo. Los hombres permanecían en el borde de la vereda, mirándolas pasar. En algún momento, unas y otros se detenían a consumir algo en la terraza de la vereda o el salón del Bar Butti: un refresco, un café, un copetín acompañado con aceitunas, queso y otras menudencias.
Crecí sabiendo que entre los adultos pasaba algo que no llegaba entender. Aquellos que habían sido nuestros mejores amigos, de pronto nos apartaban y los veíamos salir en búsqueda de gente de su edad, con una urgencia que resultaba desconocida. Nunca han faltado los datos enigmáticos de la vida de los adultos que los niños aceptan sin preguntar qué significan, puesto que lo más probable era entonces (y sigue siendo ahora) es que los adultos no les respondan la verdad. ¿Por qué la gente caminaba por una vereda de la calle Mitre, yendo hasta una cuadra antes de la plaza de la Iglesia y regresaba por la otra vereda, hasta poco antes de Tres de Febrero? Una red de altoparlantes suministraba música popular y estentórea publicidad.
Por eso entonces, nadie había imaginado habilitar calles peatonales, como la Obligado en San Pedro del siglo XXI, que sigue una corriente de otras ciudades grandes y pequeñas. Ahora las peatonales declaran como principal objetivo facilitar la concurrencia de clientes a los comercios, no el contacto de la gente. En el viejo San Pedro, si se excluía a las confiterías y heladerías, el resto de los comercios estaba cerrado a esa hora, aunque las vidrieras permanecieran iluminadas. En las laberínticas ciudades del Medioevo, la plaza del mercado cumplía la misma función de permitir la exposición y facilitar el contacto de quienes estaban disponibles para formar parejas.
Los corsos del centro una vez por año, las fiestas de la Primavera, las romerías de verano que se celebraban en las sedes de clubes deportivos, los bailes de barrios, que se improvisaban en los sitios con recintos más amplios de la vecindad, como el salón de los Cedraschi o el galpón del almacén de mi padre, brindaban las oportunidades para que las mujeres jóvenes se expusieran ante los hombres solteros, unas y otros vestidos con sus mejores ropas, acabados de bañar, perfumados, con los peinados que consideraban más seductores. Como esas fiestas no eran frecuentes, debían ser aprovechadas como si cada una de ellas fuera la última oportunidad de conseguir pareja.

1 comentario:

  1. cuantos rcuerdos,yo a las Romeria nunca fui ,pero en mi familia se hablaba de ellas,pero si recuerdo los paseos por la calle Mitre y escuchar la musica....

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