domingo, 15 de diciembre de 2013

Expectativas y resacas navideñas

La Navidad que conocí en mi infancia en San Pedro, a mediados del siglo XX, todavía no era blanca (globalizada de acuerdo a los paradigmas del marketing de las empresas multinacionales) y por lo tanto no llegaba a ser consumista. Bing Crosby había cantado White Christmas de Irving Berlin, en el contexto de Holiday Inn, una película musical en blanco y negro de 1942, donde las alusiones cristianas brillaban por su ausencia y todo se equiparaba a otros feriados del calendario norteamericano.
I´m dreaming of a white Christmas / with every Christmas card I write. / May your days be merry and bright / an may all your Christmasses be white, (Inving Berlin: White Christmas)
Mis primeros intentos de armar un árbol de Navidad a los ocho o nueve años, cuando acababa de tomar la Primera Comunión, guiado por los modelos que ofrecía Billiken, fueron desafortunados. Era una idea (comprobé) con la que no se lograba interesar demasiado a los adultos, a diferencia de lo que pasaba con los torneos de zancos o barriletes, donde ellos se involucraban gustosos.
Por ese entonces había bolas de vidrio de color, increíblemente frágiles, había guirnaldas metalizadas, velitas de torta de cumpleaños e incluso soportes de velitas, que podía comprar en alguna tienda del centro (probablemente La Magnolia) siempre y cuando pudiera reunir algunas monedas en mi alcancía metálica y con llave, pero conseguir un pino similar al de las ilustraciones, se reveló pronto como una dificultad insalvable.
Lo más parecido a un pino, eran los cipreses que mis tíos maternos habían plantado como el tupido cerco de su casa, sobre la calle Chivilcoy. Eso me aseguraba contar con algunas ramas, de las cuales confiaba colgar los globos, pero la resistencia de las ramas de cipreses era insuficiente, se desplomaban bajo el peso de las velas y guirnaldas. Tampoco sabía cómo mantener en pie el arbolito. La maceta de greda con tierra apisonada, era insuficiente para otorgarle estabilidad. El pino se iba torciendo solo y no tardaría en caerse o terminaría apoyado en la pared. Llenar la maceta con pesas de una balanza del almacén de mi padre, tampoco era la solución
El resultado de mi proyecto no podía ser más decepcionante. No se parecía al enorme árbol de Navidad cargado de adornos (y regalos) que tanto parecían disfrutar los personajes de las películas. Tampoco había nieve. Tal vez lo peor de todo, pasaba desapercibido en un rincón del comedor de mi casa y no estimulaba a nadie a poner regalos debajo.
No recuerdo haber experimentado una resaca navideña, porque el entusiasmo había desaparecido por sí solo, antes de la Nochebuena, durante el proceso de organizas la celebración, y la ilusión infantil no volvió a repetirse.
En mi infancia había tarjetas de Navidad, pero no se trataba de las importadas por Hallmark, donde no hace falta exprimirse el cerebro para dejar un mensaje personalizado. Se consumía el pan dulce de la tradición europea, sidra La Asturiana y fruta seca ausente de la mesa durante el resto del año. Se escuchaba antes de la medianoche, las campanas de Nuestra Señora del Socorro que convocaban a la Misa de Gallo (a la que nunca asistí, porque hubieran debido acompañarme) y luego los petardos de los vecinos (aunque el mayor estruendo se reservara para Año Nuevo).
Miracle on 34th Street
Las radios difundían villancicos, pero no había nada parecido a una programación navideña sistemática, como suele ocurrir cuando los expertos en marketing se encargan de controlar el discurso de los medios. Todo era menos espectacular y masificado que en la actualidad. No por ello supongo que fuera más auténtico. El Santa Claus de Miracle on 34th Street no tardaría en llegar, gracias a las agencias de publicidad internacionales, demostrando que la desinformación de los niños, convencidos de que los regalos pueden ser suministrados por un ser sobrenatural, que a todos vigila desde el Polo Norte y premia a los niños por ser obedientes, era más confiable que la verdad.
Dar regalos es una forma de desarrollar y mantener vínculos sociales. Por lo tanto, es importante para nuestras relaciones. (…) Todas las culturas intercambian regalos, por lo que se supone que es una necesidad humana básica. (Karen Pine)
En todas las culturas suele haber espacio para momentos privilegiados, en los que se quiebra momentáneamente la rutina de la gente, pasados los cuales resulta inevitable que todo vuelva a ser como siempre. Pueden ser festividades en las que se levantan las prohibiciones habituales y predomina el desenfreno, como era en la Antigüedad (es todavía) el caso del Carnaval en Río de Janeiro o Gualeguaychú, o épocas de tregua y reconciliación, como se daba en el Jubileo de los israelitas o la Navidad de los cristianos. Hay que llegar a programar incluso las excepciones a las normas, indica el mensaje.
Navidad inglesa siglo XIX
En Navidad la gente se enviaba tarjetas postales, portadoras de buenos deseos, que cuando alcanzaban cierto volumen, se exhibían como parte de la decoración de los hogares, testimoniando que uno tenía parientes y amigos. Esa costumbre fue impuesta en Inglaterra victoriana de la Revolución Industrial, a mediados del siglo XIX, permanece vigente hasta la fecha y a la vez ha cambiado. Ahora los saludos no llegan a través del cartero, que en ocasiones demoraba su entrega hasta después de pasadas las fiestas, y se difunden a través de Internet, son vistos en una pantalla plana, a través de imágenes en movimiento, con vívidos colores y la música apropiada o toman la forma de gift cards, vales que el receptor puede canjear por un regalo a su gusto, dentro de los límites de costo que ha establecido el emisor.
Los niños son quienes más celebran hoy la Navidad y las fiestas actuales de la Navidad parecen organizadas para satisfacer sus expectativas de consumidores de mercancías, por desubicadas que sean. Ellos quieren ser complacidos y recibir los regalos de no importa quién, comenzando por los familiares a los que se encuentran atados por lazos contradictorios, de afecto y resentimiento. Si no se los satisface, la molestia no tardará en expresarse, y entonces los adultos descubrirán qué no saben cómo controlarlos.
En España o Argentina, los regalos eran atribuidos a la generosidad de los Reyes Magos. Durante mi infancia, Papá Noel era una figura extranjera (Santa Claus, más aún) de la que teníamos conocimiento pero no nos involucraba. Antes, uno podía esperar juguetes y no obstante recibir ropa, útiles escolares o incluso golosinas. Se trataba de regalos, no de lujos..
Niños son los destinatarios de los mensajes navideños y niños también los personajes convocados para servir como evidencia el espíritu paradojal, por amable, de la Navidad.
El camino que lleva a Belén / baja hasta el valle que la nieve cubrió, / los pastorcillos quieren ver a su Rey / le traen regalos en su humilde zurrón / al Redentor, al Redentor. / Yo quisiera poner a tus pies / algún presente que te agrade, Señor / mas tu ya sabes que soy pobre también / y no poseo más que un viejo tambor / rom pom pom pom, rom pom pom pom. (Catherine Kennicott Davis: El Tamborilero)
La imagen del ruidoso tamborilero, el niño que antes de la aparición de los medios masivos convocaba a los pobladores, con el objeto de difundir alguna noticia, se incorpora al pesebre de Belén. La canción es reciente. Fue elaborada a mediados del siglo XX, a pesar de lo cual no cuesta mucho incorporar el personaje a la tradición de los retablos de figuras evocadoras del nacimiento de Jesús de Nazaret, inventados por san Francisco de Asis durante el siglo XIX.
El capitalismo del siglo XX ha sido fértil en imaginería navideña. ¿Por qué desaprovechar un tema que proclama el fin de los conflictos y estimula la buena disposición de la gente para el diálogo y el consumo? En New York, nos mostraba Miracle on 34th Street, los desfiles de la tienda Macy´s eran programados para el Día de Acción de Gracias, algunas semanas antes de la Navidad. McDonalds y Gimbel´s patrocinaban otros desfiles temáticos por la misma época. Desde comienzos del siglo XX, las mercancías quedaron asociadas a la celebración religiosa, que en forma paralela fue despojada de gran parte de su mensaje original, para que pudiera ser aceptada por creyentes y no creyentes por igual.
Los desfiles navideños norteamericanos convocan a cientos de miles de observadores y eventuales consumidores. Incluyen figuras ornamentales infladas con helio son enormes, la música estruendosa y conocida, las carrozas lujosas, hay cientos de extras bien entrenados, que lucen ropas inhabituales y se mueven al unísono. Se trata de un espectáculo gratuito y callejero, que atraviesa una gran ciudad, espectáculo cuya eficacia propagandística fue demostrada por los grandes jefes militares del Imperio Romano hacia el comienzo de nuestra era.
Durante el siglo XX, el desfile ornamental fue utilizado por regímenes de izquierda y derecha, para convencer a las multitudes de que su vida se encuentra bajo control, que pueden relajarse, aplaudir y vitorear a los participantes. Desde mediados de los años ´20, Macy´s planteaba a los norteamericanos un recordatorio difícil de ignorar: era época de no pensar en el futuro, de comprar regalos y engalanarse con ropas nuevas, como si el mentado espíritu navideño fuera una intoxicación deliciosa. Las presiones de todos los días lograban desvanecerse (no por mucho tiempo) y la gente más opuesta se comprometía a seguir un estilo de vida que no era el suyo.
Navidad para recortar y armar
Ese paraíso del consumo, ornamentado por la religión, no nos era desconocido, pero sí inalcanzable. El equivalente argentino a la atmósfera navideña de los pa se daba en Harrod´s y Gath & Chaves, dos tiendas de Buenos Aires que publicitaban las ventas navideñas mediante catálogos fascinantes para quienes vivíamos en provincia y anunciaban en La Nación la presencia del mismísimo Papá Noel en sus locales de la Capital. Definitivamente, los fastos de la Navidad eran ajenos a quienes habían nacido en la provincia y cuando pretendían mostrarle un pesebre a sus mayores, tenían que conformarse con recortar y armar las páginas centrales de Billiken.

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