sábado, 5 de enero de 2013

Desprestigiadas buenas maneras (I)

Cartilla española de conducta, mediados del siglo XX


Los modales (...) son en parte una estilización de los gestos y en parte supervivencias simbólicas y convencionalizadas que representan actos anteriores de dominio o de servicio o contacto personal. En gran parte son expresión de una relación de status, una pantomima simbólica de dominación por una parte y de subordinación por la otra. (Thorstein Veblen)
  
Recuerdo mi infancia, en la Escuela Nº 2 de San Pedro. Nuestro Director, que era un hombre pelirrojo, de cara cubierta por las pecas, nos ordenaba que nos pusiéramos de pie y preguntaba cómo nos llamábamos. Cada uno decía su nombre, y él respondía invariablemente: “No es correcto. Siéntese”. ¿De qué estaba hablando? Uno podía tener dudas sobre cuánto era 237 dividido por 5 o la fecha exacta de la Batalla de San Lorenzo, pero equivocarse respecto del propio nombre y no recibir ninguna explicación…
Después de haber humillado a media docena de estudiantes, el docente se dignó aclarar el misterio. La respuesta que él exigía era “XX, para servir a usted”. No pretendía verificar nuestros conocimientos de Aritmética o Historia, sino las habilidades de Urbanidad (no creo que la materia existiera en la malla curricular).
Recursos de seducción: pañuelo y sombrero
Su estrategia pedagógica era detestable, puedo juzgarla hoy, como docente profesional, porque se basaba en la frustración sistemática de los estudiantes que no habían sido instruidos oportunamente.
Aunque aprendí la lección, como demuestra que pueda relatarla casi setenta años más tarde, confieso que nunca la apliqué. La norma que pretendía enseñarnos, había quedado fuera de la práctica social mucho tiempo antes, era el remanente de una institución (la servidumbre) que nació hacia el final del Imperio Romano, se prolongó en el curso de la Edad Media y tuvo vigencia hasta el siglo XIX, pero que había desaparecido a mediados del XX.
El intento de perpetuarla mediante una fórmula verbal, hubiera debido ir acompañado por alguna referencia al contexto histórico en que se había iniciado y perpetuado, tal como se hace con la etimología de las palabras, solo que en ese caso nuestro Director hubiera visto frustrada su intención evidente de humillarnos.
La duda quedaba planteada muy temprano. ¿Pueden las buenas maneras enseñarse mediante sistemáticas frustraciones del interlocutor que incurre en faltas a un código demasiado difuso para que lo domine en poco tiempo? No debería ocurrir de ese modo, porque no se trata de textos sagrados, sino de normas humanas, discutibles, que pueden ser rechazadas por aquellos que deberían aplicarlas, a pesar de que gran parte de las convenciones sociales se imponen sin discusión, le guste o no a quienes deben demostrar ante la comunidad que las conocen. Habitualmente son arbitrarias, como planteaba hace más de un siglo Ferdinand de Saussure respecto del lenguaje.
En mi adolescencia, antes de que realmente me fuera necesario afeitarme, comencé a hacerlo. No estaba bien visto exhibir esos pocos pelos que me crecían en la cara, tal como debía concurrir al peluquero cada tres semanas, para que el cabello cortado “a la romana” creciera demasiado.
Cuando tuve veinte años, a mediados de los ´60, los Beatles impusieron el pelo que tapaba las orejas, el bigote abundante, la barba. Hoy veo a los jóvenes rapándose la cabeza y mostrando una barba de dos o tres días que no sé cómo mantienen igual, definiendo una apariencia que apenas una generación atrás se hubiera considerado apropiada solo para delincuentes.
En los años 20 y 30 (…) una persona entraba o salía de la buena sociedad por cómo se vestía. Eso puede resultar absurdo en la actualidad, porque todo vale, que la informalidad se impone en casi todas las situaciones, pero entonces el filtro riguroso que eran el aspecto, las maneras, la elegancia o la falta de ella, te permitía acceder o ser rechazado en determinados medios. (…) Lo único que lamento de ese mundo que se ha perdido son las buenas maneras. Ahora todo es más grosero. Si tú dices de alguien “es un caballero”, “es una señora”, la gente piensa que estás de cachondeo. ¿Quién es hoy en día un caballero? (Pérez Reverte)
Comic didáctico, circa 1940
En la actualidad, uno tiene la impresión de que las llamadas buenas maneras se convirtieron en otra lengua muerta, como el Sánscrito, el Griego o el Latín; que nadie las utiliza en la vida cotidiana; que son despreciadas por la mayoría, sospechosas de ocultar algo menos digno de respeto y en el mejor de los casos objeto de la nostalgia de unos pocos, que las dan por perdidas, como si el mundo se estuviera precipitando en un Apocalipsis de grosería. ¿Qué se quiere decir con eso de saber comportarse? ¿Quién tiene autoridad para imponer a los demás sus parámetros de conducta? ¿Cuán digno de respeto es el saber comportarse? ¿Qué se pierde cuando uno demuestra no conocer o desafiar las reglas del buen comportamiento?
Se entiende que no se hable mientras se come: evita respirar algunos bocados y sumirse en un ataque de tos. No cuesta mucho aceptar que en la locomoción pública se deba ceder el asiento a las embarazadas, los lisiados o ancianos, para evitar las miradas acusadoras. Tiene sentido que con el objeto de pagar la compra en el supermercado o adquirir las entradas de un espectáculo, se formen filas, porque al hacerlo se evitan discusiones y se gana tiempo. Son acuerdos impuestos, respecto de los cuales no existen opiniones divergentes.
El problema es cuando se hila más fino. ¿Quién es hoy una dama? ¿Quién es hoy un anciano? ¿A quién se considera un “superior”? ¿A quién se define socialmente como “inferior”? Los roles tradicionales de la vida en sociedad se han desdibujado con el tiempo y no siempre es cosa de lamentar que algo parecido ocurriera, porque en muchos casos los pocos roles disponibles se apoyaban en desigualdades e hipocresías que en buena hora se derrumbaron (si es que no adoptaron nuevas formas de perpetuarse, menos evidentes).
Mi padre, que a diferencia de mi abuelo no compraba ni leía libros, que se conformaba con informarse de la actualidad por la lectura cotidiana de la prensa escrita o la audición de los informativos de la radio, trajo a la casa, cuando yo tenía diez u once años, un grueso Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres, cuyo autor no recuerdo, a pesar de que solo pudo haber sido Manuel Carreño, que lo había escrito en Venezuela, a mediados del siglo XIX, una generación después de terminada la Guerra de la Independencia y cuando estaba a punto de estallar la Guerra Federal. ¿Qué lugar podían reclamar las buenas maneras en ese contexto histórico?
Llámase Urbanidad el conjunto de reglas que tenemos que observar para comunicar dignidad, decoro y elegancia a nuestras acciones y palabras. (Manuel Carreño: Manual de Urbanidad y buenas costumbres)
Lo leí (¿qué libro que cayera bajo mis ojos no leía entonces?) y me impresionó de inmediato su inutilidad. ¿Para qué aprender la técnica de entregar una tarjeta de visita, si no disponía de ninguna? ¿Cuándo podría aplicar conocimientos tan específicos como la distribución en torno a la mesa, de los asistentes a un banquete, para manifestar las distintas jerarquías entre ellos? Aunque el texto original había sido purgado de anacronismos del siglo XIX y se obviara cualquier detalle sobre el lugar y la época en que fue escrito, costaba conectarlo con la vida cotidiana de mi ciudad, a mediados del siglo XX.
Si la píldora anticonceptiva se convertiría muy pronto en el trofeo de liberación de las mujeres, si se habían puesto satélites artificiales en el espacio y no tardaría mucho en llegar un hombre a la Luna, ¿por qué continuar atado a reglas tan minuciosas que bastaba enunciarlas para que se desacreditaran?
Hombre de su tiempo, Carreño demostraba una preocupación excesiva por la trasgresión de las jerarquías sociales y la exposición de la mayor parte del cuerpo humano en la vida cotidiana. La sociedad criolla se proclamaba heredera de códigos del pudor y el honor , que habían llegado de España y delataban la prolongada influencia árabe en esa cultura. Sin duda se mentía, el doble estandar adoptado por ricos y pobres por igual, permitía mantener vigentes esas mentiras. 
Mostrar las manos, por ejemplo, resultaba inevitable durante el trato social. Por eso, Carreño aconsejaba utilizar guantes casi todo el tiempo, a niños y adultos, patrones y sirvientes. Los pies desnudos planteaban una visión humillante, en cuanto recordaban la existencia de los pobres, que trabajan, bailan y sufren descalzos, como los animales. Calzar a los sirvientes, ahorrarse la visión de los "pata en el suelo", era un reclamo de buen gusto, más que un criterio de reivindicación social.
Al dormir por separado, envueltos en largos camisones, tanto las mujeres como los hombres, debían tener cuidado de no destaparse durante el sueño o por causa de catástrofes tales como terremotos e inundaciones que los hubieran dejado expuestos ante parientes, vecinos y extraños.
Desnudar el cuerpo, anunciaba la promiscuidad irresponsable. ¿Cómo podrían los hombres tolerar el espectáculo de las mujeres con brazos o escotes descubiertos, sin verse impulsados de inmediato a violarlas? En cuanto a ellas, ver los torsos masculinos desnudos, derrumbaría cualquier santa enseñanza recibida de sus mayores.  Sobre las diversas opciones de la actividad sexual, que dieron lugar al refinado Kama Sutra de los hindúes, Carreño no se pronuncia.
Para él, ni la llamada “postura del Misionero” que hoy se considera el paradigma de lo aceptable en una relación de pareja, puede ser mencionada en un libro. No hay sexo en esas páginas, ni siquiera entre marido y mujer legítimamente unidos por la Iglesia y el Estado. Ese tema queda totalmente fuera del territorio de la Urbanidad, condenado a otro universo paralelo, que probablemente es el infierno de lo que existe, pero no se acepta ver ni oír nada, porque la sola referencia derrumbaría la coherencia del sistema.
Las parejas son mencionadas, porque los seres humanos pueden cortejarse de acuerdo a protocolos, mandarse cartas, comprometerse en cristiano matrimonio, intercambiar alianzas, casarse en ceremonias religiosas cuidadosamente codificadas, tener la cantidad de hijos que Dios quiera mantarles, que son bautizados, educados con mano firme en las tradiciones de sus mayores, y a los que en su debido tiempo son legadas herencias, etc.
En la penumbra y el silencio quedan (sin resolver) las enormes contradicciones que abundan en la realidad cotidiana. Las mujeres se encuentran sometidas a la voluntad de los hombres, de acuerdo a Carreño, porque esa debe ser una ley divina que no puede ser alterada si no se pretende incurrir en sacrilegio, tal como los sirvientes se encuentran sometidos fatalmente a su empleador (Venezuela había abolido la esclavitud más de una vez, sin llegar a convertir esa meta en realidad).
Los jóvenes debían someterse a los adultos. Padre de familia educado, que vive en país que se enrumba en una prolongada guerra civil, Manuel Carreño no podía ignorar que la realidad no coincidía con las normas que él anotaba con el objeto de revelar una verdad que habría de imponerse incluso a los más incultos, que no abririan nunca sus páginas.
Mientras tanto, apartaba la mirada del mundo real y esperaba que sus lectores, a quienes imaginaba como sus atentos discípulos, aprendieran la lección y dejaran de vivir en el error que él denunciaba con la convicción de un reformador trascendente.

1 comentario:

  1. hola Oscar,con unos años menos yo tambien soy de la generación del respeto en cuanto a los buenos modales y a la forma de vestir,pero como docente tambien sufri ,los malos modales de los alumnos y formas de vestir incoherentes,pero bueno eso es alqo que el estudiante adquiere en la familia ,es esta la que ha permitido muchas cosas

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