martes, 8 de enero de 2013

Desprestigiadas buenas maneras (II)



Cultive buenas maneras / para sus malos ejemplos / si no quiere que sus pares / le señalen con el dedo. / Cubra sus bajos instintos / con una piel de cordero. (Joan Manoel Serrat: Lecciones de urbanidad)
 

La vida en sociedad depende de reglas que promueven o restringen ciertos comportamientos de sus miembros que no quedan librados al capricho personal, tanto si se manifiestan en público, como si ocurren en privado. Cada cultura tiene sus reglas (como las referidas al matrimonio) y no son demasiadas aquellas que un gran número de sociedades comparten (es el caso de la prohibición del incesto, de acuerdo a las teorías de Claude Lévy-Strauss).
No puedo decir que en mi niñez desconociera las normas de la Urbanidad, porque me sobraban los adultos decididos a imponérmelas, tanto si se lo pedía como si deseaba no escucharlos, aunque lo último era imposible. Todos se sentían calificados para educarme, aunque no hubieran leído el Manual de Carreño, y al transmitir ese conocimiento difuso me hacían un favor, porque de inmediato pasaban a exigirme que lo acatara.
Por eso, yo saludaba respetuosamente a los mayores antes de que ellos me dirigieran la palabra. Era puntual en la escuela. Efectuaba los mandados que me encomendaban mis padres y no me quedaba con el vuelto, para comprar golosinas. No me llevaba el cuchillo a la boca durante las comidas. Tampoco bostezaba, tosía ni estornudaba con la boca destapada. No levantaba la falda a las damas, como se me ocurrió hacer cuando tenía cuatro edad y a continuación me fue recordado por años, frente a quienes no se hubieran enterado (y no precisamente para felicitarme por ese gesto de inocente curiosidad).
Una de las palabras identificada muy temprano por los niños de mi generación, era el monosílabo NO. Ahora los padres temen pronunciarlo, con consecuencias fatales para el futuro de ellos y sus hijos. Durante mi infancia, a nadie se le hubiera ocurrido que podía causarnos algún trauma. ¡No hagas ruido con la sopa! ¡No hables con la boca llena! ¡No te sientes torcido! ¡No cuentes con los dedos! ¡No te rasques la cabeza! ¡No metas las manos en los bolsillos del pantalón! ¡No pongas los codos sobre la mesa! ¡No escribas fuera de los renglones! ¡No te comas las uñas! ¡No muerdas la hostia durante la Comunión! ¡No te rías en un velorio! ¡No hables en voz alta mientras pasan la película! ¡No andes con los zapatos desatados! ¡No apartes la cara cuando la señora te besa! ¡No te distraigas en clase! ¡No pidas otro bombón, cuando estamos de visita o las recibimos!
Me recuerdo preguntando repetidamente por qué tal cosa o tal otra, desde muy temprano en la vida (la etapa del Edipo, se diría después de Piaget) y no por ello creo que haya sido recompensado por una respuesta satisfactoria todas las veces. Preguntar demasiado no estaba bien considerado. Era preferible oír a los adultos y recordar sus órdenes.
Gracias a ese aprendizaje forzado, a los ocho o nueve años me lavaba detrás de las orejas sin que tuvieran que revisarme después, era capaz de armar solo el nudo de mi corbata (el Oxford o el Cambridge por igual) y lustrarme los zapatos con betún Nugget, para que brillaran a pesar de haberse deformado por años de uso.
Elaboración de un nudo de corbata
Ir a la escuela sin corbata o con los zapatos sucios, hubiera sido mal evaluado (no recuerdo si eso formaba parte de la nota de concepto de Presentación Personal). Usar lenguaje inadecuado en clase o agredir a un compañero, hablar con alguien mientras la maestra exponía, me hubiera expuesto a sanciones variadas, como esa vez que el profesor de Química de la Secundaria consideró que me estaba burlando de él y me mandó fuera de la sala. Cuando alguien se rebelaba, le caían las amonestaciones que se acumulaban y podían excluirlo del sistema escolar.
Ligas de hombre
Cuando me puse los primeros pantalones largos, en el segundo año de la Secundaria, me dieron también ligas que sostenían en su lugar las medias de hombre (que por entonces no incluían elástico y tendían a caer sobre los tobillos, un descuido inaceptable hasta en los futbolistas). Si hoy tengo que hacer un nudo de corbata, cosa que me sucede un par de veces por año, sé cómo hacerlo, pero las medias de hombre ya no necesitan ligas y en buena hora sucedió eso, porque las ligas dificultaban la circulación de la sangre.
Carlos Gardel con su chambergo
El uso del sombrero se había desactualizado pocos años antes de que yo estuviera en situación (en obligación) de lucir uno. Las gorras y boinas eran exclusividad de los viejos y los obreros. Por lo tanto, los jóvenes de mi generación no estábamos obligados a aprender a saludar a las damas quitándonos el sombrero, como había sido de rigor durante siglos, ni tampoco nos permitían abrigarnos la cabeza de la lluvia y el frío del invierno o el calor del verano. Simplemente, la cabeza iba descubierta.
El sombrero había sido también una refinada herramienta de seducción masculina o femenina. Aumentaba la estatura y escondía la humillación del cabello raleado en un hombre joven. Al cubrir buena parte de la cara, otorgaba cierto enigma a la mirada de ambos sexos, posibilitaba poses en diagonal, como el abanico de las damas. La capucha de los jóvenes de hoy, las gorras con enormes viseras, son más bien una forma de camuflaje defensivo, que siembra dudas sobre la identidad de quien las usa y anuncia lo peor de ellos.
Los años `60 derrumbaron en poco tiempo gran parte de los códigos tradicionales del comportamiento. Las mujeres que habían fumado siempre en privado, fumaban de pronto en público y se maquillaban los ojos, sin que las consideraran prostitutas. Los hombres ostentaban cabelleras enormes, collares y pulseras, sin que los motejaran de vagabundos. En algún momento, los padres dejaron de castigar a los hijos, por desobedientes que se mostraran, para no responsabilizarse de lo que podía ser su frustración emocional (que costaría años y años de psicoterapia, una vez convertidos en adultos). De los viejos no se respetaba nada, porque se esperaba que defendieran instituciones caducas que merecían desaparecer lo antes posible. De pronto, los parámetros de la urbanidad tradicional habían rotado de tal manera que resultaba imposible tomarlos en serio. Se los respetaba en ocasiones infrecuentes, como las fiestas de bodas o las ceremonias oficiales, pero durante el resto del tiempo volvían a ser vistos como una lengua muerta.
El desarrollo de las comunicaciones permitió entrar en contacto con otras culturas, que tenían una tradición de miles de años de existencia y obligaban a dejar de lado los dogmas provincianos, para reconocer la validez de otros códigos de comportamiento, diferentes de los nuestros, en ocasiones chocantes y a pesar de ello tan válidos como los nuestros.
Mi esposa trabajó varios años como Secretaria de un Banco internacional y gracias a eso aprendió que para los coreanos y japoneses, por ejemplo, era un gesto de buena educación eructar después de haber comido. Carreño hubiera sufrido un infarto, de verse obligado a compartir la mesa con ellos. Para él, ni el estornudo, ni el bostezo, ni la tos estaban permitidos. ¿Había que corregir a esos ejecutivos para que no dieran tan mal ejemplo a los nativos del continente americano?
Al viajar, uno se entera que los europeos no consideran que sea necesario el baño frecuente, situación por la cual la asistencia a una poblada sala de teatro en invierno, incluye no solo la experiencia de costosos perfumes, sino la de intensos aromas corporales. ¿Son ellos menos civilizados que los centroamericanos fanáticos del baño cotidiano y el abuso de desodorantes?
Joven Sophia Loren
Recuerdo de mi infancia las conversaciones de los hombres que comentaban el rasurado de las piernas de mujeres con las que no estaban emparentados. Al parecer, solo se rasuraban las pantorrillas, porque la ropa cubría el resto y se reservaba como sorpresa (no demasiado agradable) el vello de los muslos para quienes lograban mayor intimidad. Las axilas de las mujeres, como se sabe, tampoco se exponían en público hasta comienzos de los `50 y por lo tanto desconocían las buenas maneras de la depilación y el desodorante. Los norteamericanos, fanáticos de un look idealizado de la mujeres, que proviene de la era victoriana, cuando su cuerpo se equiparaba con el mármol de las estatuas antiguas, comprobaron espantados que la joven Sofia Loren no escondía sus axilas peludas.
En países de Europa central, comprobé hacia fines de los `60, las mujeres no se depilaban las piernas, porque ese había sido un rasgo distintivo de aquellas que se acostaban con los invasores alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Tampoco los hombres se hubieran puesto nunca pantalones blancos, porque esa prenda refería a los colaboradores de los nazis, una generación antes. En cuanto a la comida, no estaba bien visto dejar nada en el plato, a diferencia de lo que me había enseñado Carreño, porque el desperdicio ofendía la sensibilidad de una sociedad que había pasado hambre no hacía tanto.
En el pasado, aprendí a lo largo de mi vida, las reglas del comportamiento tardaban en imponerse en amplios sectores de la sociedad, hasta volverse obligatorias y fuera de toda discusión para la mayoría. Tardaban mucho más en perder vigencia y ser reemplazadas por nuevas restricciones. Los medios de comunicación masiva han alterado en la actualidad esos ritmos generacionales, a pesar de que la uniformidad instantánea y universal se encuentra lejos de haberse alcanzado. En buena hora, me digo. Cuando no haya diferencias, nos habremos convertido en algo semejante a la sociedad de las abejas o las hormigas.

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