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Operarias fabriles años `20 |
En pocos años cambió de manera contradictoria una mentalidad
bien asentada, que se vio obligada a rechazar aquello que hasta poco antes
había aceptado. Cambiaron las leyes que iban a remolque de las protestas
colectivas.
La música popular no podía ignorar ese sentimiento colectivo
de alteración de parámetros considerados inamovibles, desde su óptica habitual,
la masculina, expresada verbalmente en la letra de los tangos, boleros y
rancheras, y gestualmente en el control de la pareja femenina por los brazos
del hombre durante el baile. Desde los `60 se bailaba separado y se confesaba
sin pudor la desorientación masculina:
Fumé mil puchos mientras
pensaba / qué estará haciendo mi peor es nada. / ¿Qué puedo hacer si ella es
así / con una hippie yo me metí. / Nunca viví nada igual / yo en mi casa y ella
en el bar. / Sale de noche y vuelve de día / dice que estudia filosofía. (Francis
Smith: Yo en mi casa, ella el bar)
¿Cómo saber dónde podía estar una mujer que de pronto se
había vuelto imprevisible, porque no daba cuenta de sus actos (poco importa si
por desordenada o rebelde respecto de la autoridad masculina)? El dato fundamental era que las mujeres no se
resignaban a permanecer entre las cuatro paredes del hogar, dónde se las había
encerrado por generaciones, para mantenerlas a resguardo (según argumentaban
sus guardianes) al margen de los riesgos y penurias de la vida, que los hombres
más fuertes, mejor capacitados o simplemente resignados a la dureza de ese
estilo de vida, afrontaban sin quejarse, todos los días, tanto cuando salían a
trabajar, como cuando se iban de juerga con sus amigos.
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Mary O´Graham |
Más rara era la situación de algunas pocas mujeres, como Elida
Passo, Cecilia Grierson, Elvira Rawson o Alicia Moreau, que se habían
empecinado en inscribirse en un reducto masculino como la Facultad de Medicina
de la Universidad de Buenos Aires. Si bien fueron aceptadas tras haber
insistido bastante, tampoco les aguardaba una vida profesional demasiado fácil.
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Doctora Cecilia Grierson (al centro) |
Intenté inútilmente ingresar al
profesorado de la Facultad [de Medicina] (…). No era posible que a la mujer que
tuvo la audacia de obtener en nuestro país el título de Médica Cirujana, se le
ofreciera alguna vez la oportunidad de ser jefa de sala, directora de algún
hospital o se le diera algún puesto de médica escolar, o se le permitiera ser
profesora de la Universidad. (Cecilia Grierson)
Solo en 1927 y no antes de superar una firme oposición
burocrática, María Teresa Ferrari llegó a ser la primera profesora
universitaria del continente. La rareza de una mujer médica, abogada, profesora
o ingeniera (como Elisa Bachofen, titulada en 1917), era comparable a la
exhibición de un ternero con dos cabezas en un parque de diversiones. Llamaba
la atención, nadie hubiera negado que se trataba de un hecho notable, que se
comentaba en ocasiones con sorna y en otras como el anuncio del Apocalipsis, pero
al mismo tiempo no permitía esperar que la excepción se convirtiera en regla.
Las mujeres predominaban en oficios que dependían del trato
personal con una clientela femenina. Sombrereras, corseteras, zurcidoras de
medias, peluqueras, vendedoras de tienda, podían acercarse al cuerpo de otras
mujeres y tocarlo para tomar sus medidas, efectuar pruebas o ayudarlas a
decidir qué les quedaba mejor, sin ofender el pudor de sus clientes, ni
despertar los celos de padres y maridos.
En décadas posteriores, algunos de esos oficios
tradicionales desparecieron. Los sombreros dejaron de usarse. Las fajas
reemplazaron a los corsets. ¿Quién se molestaría en zurcir los puntos corridos
de las medias de nylon? Mientras tanto, los hombres invadieron las peluquerías
de damas y los cocineros profesionales desplazaron a las mujeres en hoteles y
restaurantes, los diseñadores de moda se encargaron de vestir a la clientela
adinerada.
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Telefonistas comienzos años ´40 |
Durante mi infancia, a mediados del siglo XX, no conocí
mujeres pediatras, ni abogadas, pero abundaban las modistas, peluqueras y profesoras de
piano (dudo que un hombre les hubiera disputado esas tareas tan poco lucrativas).
Había profesoras en la educación secundaria, y algunas de las que conocí en San
Pedro estaban muy bien evaluadas, como la señora Montaldo, que enseñaba Física
o la señorita Austin, que enseñaba Inglés, mientras otras eran objeto de burlas
por su incapacidad, como sucedía con la profesora de Religión.
Había operadoras, que atendían la central telefónica de San
Pedro y pedían el número con el que uno pretendía comunicarse, y se las
imaginaba como solteronas chismosas, que oían todas las conversaciones y derivaban chismes insubstanciales de ese conocimiento (hoy hubieran sido funcionarias calificadas de los organismos de Inteligencia). La profesión de enfermera, tan necesaria en
los momentos de crisis, no gozaba de buena fama (¿cómo podía tomarse en serio la actividad de
mujeres que, al igual que las prostitutas, dejaban de lado el pudor y entraban en contacto con la miseria del cuerpo humano?).
Las mujeres habían salido a estudiar con un entusiasmo
inexplicable para muchos hombres desconfiados, como si el estado de ignorancia que dejaban
atrás fuera un grillete del que deseaban librarse desde hacía tiempo. Las satisfacciones que las aguardaban no se correspondían con las expectativas. Para su decepción, no
encontraron las puertas abiertas en ese mundo en el que ellas habían cambiado mentalmente, mientras la visión masculina solía ser la misma.
Ellas se habían incorporado a profesiones liberales o tan
solo continuaban fuera de su casa, al emplearse como operarias de fábricas,
empleadas domésticas, vendedoras, oficinistas, una dependencia de los hombres
similar a la que habían sobrellevado puertas adentro o todavía más desventajosa.
Estaban compitiendo con los hombres, que las percibían como una amenaza, porque
aceptaban salarios menores y una eficacia similar.
Sumadas al mercado de trabajo, no iban a respetarlas más que
antes, se les había advertido y lo estaban comprobando. Se les exigía “buena
presencia” (términos que incluían juventud, atractivo sexual y disponibilidad para
ser cortejadas por sus superiores masculinos). Se consideraba el embarazo como
una enfermedad y la atención de los hijos más pequeños como un handicap que desaconsejaba contratarlas.
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Grete Stern: Todo el peso del mundo (collage) |
A pesar de los indicios desalentadores, ellas no estaban
dispuestas a renunciar a la independencia que acababan de ganar. En el curso de
un par de generaciones se estaba produciendo una alteración imposible de
ignorar en la relación entre los géneros. A medida que ganaban espacio en la
administración pública y el mundo de los negocios, las mujeres no estaban
dispuestas a devolverlo.
Desde fines de los 40´ la participación de mujeres en la
política nacional fue incrementándose lentamente. Durante décadas de exclusión
de los derechos cívicos, las feministas habían luchado por obtener el voto y
sus adversarios les respondían con argumentos que iban desde los modelos de sumisión
que suministra la Biblia, hasta el temor de que ellas se revelaran más ignorantes
y fáciles de influir que los hombres.
Desde los 60´, gracias a la píldora anticonceptiva, fue definiéndose
otra imagen de la mujer contemporánea, que dejaba de estar sometida al hombre, que estaba en condiciones de
desgraciarla y huir, sin que ella pudiera hacer otra cosa que lamentarse de su suerte, para
entrar en otra situación, en la que ella decidía cuándo aceptaba embarazarse,
cuándo disfrutaba sin compromisos ni temores, la sexualidad que antes debía
negociar.
Uno de las fantasías más temidas por los hombres tomaba
cuerpo: las mujeres no dependerían más del capricho masculino, que en un
momento las endiosaba y en el siguiente las hundía en el oprobio. Ellas disponían
de sus propios ingresos, ganados de manera lícita (no como en el pasado, cuando
no les quedaban muchas alternativas fuera de la prostitución) eran consideradas
miembros productivos de la sociedad, y en el ámbito privado tomaban la
iniciativa también sobre lo sexual.
Elegían pareja sin atender presiones familiares, tal como elegían los
zapatos o peinados que consideraban más satisfactorios, desechando aquellos
que no les convenían. Los hombres de la modernidad se vieron obligados a
reconocer que en la intimidad ellos iban a verse obligados a rendir examen de suficiencia, en
un terreno que tradicionalmente habían considerado su coto de caza.
Hoy las mujeres de buena parte del planeta alcanzan un nivel de
escolaridad superior al masculino. Las tasas femeninas de asistencia escolar
son más altas que aquellas de los hombres y se demuestran más responsables en
el estudio, por lo que egresan antes. El acceso a roles de creciente
responsabilidad, tanto en sus empleos como cuando sostén de sus hogares, afirma
una independencia que comenzó a plantearse hace medio siglo y no se
ha revertido.
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Alicia Moreau de Justo |
De los trabajos de la tierra,
el único que va a conseguir una mujer es el trabajo de poda. No, el patrón poda
a la mujer le da, que la mujer acompañe al marido sí, pero sola no, será que a
lo mejor el patrón piensa que las mujeres no sabemos podar. (…) Quizás las
mujeres son mejores que algunos hombres para la poda, porque por ahí los
hombres, por hacer más rápido el trabajo, cortan mal y, a lo mejor, una hace
más prolijo el trabajo. (Claudia: citada en Elena Mingo: Género y Trabajo: la
participación laboral de las mujeres en la agricultura del Valle de Uco,
Mendoza, Argentina)
Ámbitos que hasta no hace mucho se consideraban reservados para
los hombres, como el periodismo político, deportivo o económico, son ocupados
hoy por mujeres, sin que nadie tenga que justificar la situación como un
experimento por el cual hay que pedir disculpa a los más conservadores. La
pesca, la minería y la construcción son todavía ámbitos masculinos donde trae
mala suerte incluir mujeres. El culto católico sigue resistiéndose a la
incorporación de mujeres en roles similares a los de los hombres, pero en otras
iglesias cristianas eso comienza a variar.
Ellas están ahí (vale decir, por todas partes) y si en
algunas actividades son discriminadas, buscan a otras mujeres que las defienden
en Tribunales. Si sus parejas las defraudan, se divorcian sin tener que buscar
engorrosas pruebas de infidelidad. Si las abandonan con hijos no reconocidos,
exigen exámenes de ADN. Todavía son insultadas, golpeadas y asesinadas por los
más recalcitrantes partidarios del viejo orden paternalista, pero la condena de
la sociedad (aunque tardía) llega a ejecutarse, mientras que en el pasado la
mayor parte de esos crímenes quedaban impunes.
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