viernes, 6 de marzo de 2015

Territorios disputados por la guerra de los sexos



Operarias fabriles años `20
Desconcierto, por decir lo menos. Incomodidad evidente. Resistencia a los hechos consumados y al parecer irreversibles. Enojo, con frecuencia. Las fronteras que tradicionalmente se establecían entre las actividades propias de hombres y mujeres, fueron desplazándose en el curso del siglo XX, más de lo que se habían modificado en el curso de los dos o tres milenios previos. Experimentar la aceleración de ese proceso fue una de las oportunidades que dejaron una huella más profunda en nuestra generación.
En pocos años cambió de manera contradictoria una mentalidad bien asentada, que se vio obligada a rechazar aquello que hasta poco antes había aceptado. Cambiaron las leyes que iban a remolque de las protestas colectivas.
La música popular no podía ignorar ese sentimiento colectivo de alteración de parámetros considerados inamovibles, desde su óptica habitual, la masculina, expresada verbalmente en la letra de los tangos, boleros y rancheras, y gestualmente en el control de la pareja femenina por los brazos del hombre durante el baile. Desde los `60 se bailaba separado y se confesaba sin pudor la desorientación masculina:

Fumé mil puchos mientras pensaba / qué estará haciendo mi peor es nada. / ¿Qué puedo hacer si ella es así / con una hippie yo me metí. / Nunca viví nada igual / yo en mi casa y ella en el bar. / Sale de noche y vuelve de día / dice que estudia filosofía. (Francis Smith: Yo en mi casa, ella el bar)

¿Cómo saber dónde podía estar una mujer que de pronto se había vuelto imprevisible, porque no daba cuenta de sus actos (poco importa si por desordenada o rebelde respecto de la autoridad masculina)?  El dato fundamental era que las mujeres no se resignaban a permanecer entre las cuatro paredes del hogar, dónde se las había encerrado por generaciones, para mantenerlas a resguardo (según argumentaban sus guardianes) al margen de los riesgos y penurias de la vida, que los hombres más fuertes, mejor capacitados o simplemente resignados a la dureza de ese estilo de vida, afrontaban sin quejarse, todos los días, tanto cuando salían a trabajar, como cuando se iban de juerga con sus amigos.
Mary O´Graham
Durante el último tercio del siglo XIX, que hubiera maestras como Mary O´Graham, Florence y Sarah Atkinson, contratadas en los EEUU por el presidente Domingo Faustino Sarmiento, con el objeto de profesionalizar la docencia primaria, un territorio donde predominaban las mujeres, no causaba demasiada extrañeza. Reiteradamente la maestra se autodesignaba como “segunda mamá”. La educación se encontraba tan cerca de la atención maternal, que la profesión docente podía ser compartida por hombres y mujeres (ellos en los cargos directivos, ellas en el contacto directo con el aula).
Más rara era la situación de algunas pocas mujeres, como Elida Passo, Cecilia Grierson, Elvira Rawson o Alicia Moreau, que se habían empecinado en inscribirse en un reducto masculino como la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Si bien fueron aceptadas tras haber insistido bastante, tampoco les aguardaba una vida profesional demasiado fácil.
Doctora Cecilia Grierson (al centro)

Intenté inútilmente ingresar al profesorado de la Facultad [de Medicina] (…). No era posible que a la mujer que tuvo la audacia de obtener en nuestro país el título de Médica Cirujana, se le ofreciera alguna vez la oportunidad de ser jefa de sala, directora de algún hospital o se le diera algún puesto de médica escolar, o se le permitiera ser profesora de la Universidad. (Cecilia Grierson)

Solo en 1927 y no antes de superar una firme oposición burocrática, María Teresa Ferrari llegó a ser la primera profesora universitaria del continente. La rareza de una mujer médica, abogada, profesora o ingeniera (como Elisa Bachofen, titulada en 1917), era comparable a la exhibición de un ternero con dos cabezas en un parque de diversiones. Llamaba la atención, nadie hubiera negado que se trataba de un hecho notable, que se comentaba en ocasiones con sorna y en otras como el anuncio del Apocalipsis, pero al mismo tiempo no permitía esperar que la excepción se convirtiera en regla.
Las mujeres predominaban en oficios que dependían del trato personal con una clientela femenina. Sombrereras, corseteras, zurcidoras de medias, peluqueras, vendedoras de tienda, podían acercarse al cuerpo de otras mujeres y tocarlo para tomar sus medidas, efectuar pruebas o ayudarlas a decidir qué les quedaba mejor, sin ofender el pudor de sus clientes, ni despertar los celos de padres y maridos.
En décadas posteriores, algunos de esos oficios tradicionales desparecieron. Los sombreros dejaron de usarse. Las fajas reemplazaron a los corsets. ¿Quién se molestaría en zurcir los puntos corridos de las medias de nylon? Mientras tanto, los hombres invadieron las peluquerías de damas y los cocineros profesionales desplazaron a las mujeres en hoteles y restaurantes, los diseñadores de moda se encargaron de vestir a la clientela adinerada.
Telefonistas comienzos años ´40
Durante mi infancia, a mediados del siglo XX, no conocí mujeres pediatras, ni abogadas, pero abundaban las modistas, peluqueras y profesoras de piano (dudo que un hombre les hubiera disputado esas tareas tan poco lucrativas). Había profesoras en la educación secundaria, y algunas de las que conocí en San Pedro estaban muy bien evaluadas, como la señora Montaldo, que enseñaba Física o la señorita Austin, que enseñaba Inglés, mientras otras eran objeto de burlas por su incapacidad, como sucedía con la profesora de Religión.
Había operadoras, que atendían la central telefónica de San Pedro y pedían el número con el que uno pretendía comunicarse, y se las imaginaba como solteronas chismosas, que oían todas las conversaciones y derivaban chismes insubstanciales de ese conocimiento (hoy hubieran sido funcionarias calificadas de los organismos de Inteligencia).  La profesión de enfermera, tan necesaria en los momentos de crisis, no gozaba de buena fama (¿cómo podía tomarse en serio la actividad de mujeres que, al igual que las prostitutas, dejaban de lado el pudor y entraban en contacto con la miseria del cuerpo humano?).
Las mujeres habían salido a estudiar con un entusiasmo inexplicable para muchos hombres desconfiados, como si el estado de ignorancia que dejaban atrás fuera un grillete del que deseaban librarse desde hacía tiempo. Las satisfacciones que las aguardaban no se correspondían con las expectativas. Para su decepción, no encontraron las puertas abiertas en ese mundo en el que ellas habían cambiado mentalmente, mientras la visión masculina solía ser la misma.
Ellas se habían incorporado a profesiones liberales o tan solo continuaban fuera de su casa, al emplearse como operarias de fábricas, empleadas domésticas, vendedoras, oficinistas, una dependencia de los hombres similar a la que habían sobrellevado puertas adentro o todavía más desventajosa. Estaban compitiendo con los hombres, que las percibían como una amenaza, porque aceptaban salarios menores y una eficacia similar.
Sumadas al mercado de trabajo, no iban a respetarlas más que antes, se les había advertido y lo estaban comprobando. Se les exigía “buena presencia” (términos que incluían juventud, atractivo sexual y disponibilidad para ser cortejadas por sus superiores masculinos). Se consideraba el embarazo como una enfermedad y la atención de los hijos más pequeños como un handicap que desaconsejaba contratarlas.
Grete Stern: Todo el peso del mundo (collage)
A pesar de los indicios desalentadores, ellas no estaban dispuestas a renunciar a la independencia que acababan de ganar. En el curso de un par de generaciones se estaba produciendo una alteración imposible de ignorar en la relación entre los géneros. A medida que ganaban espacio en la administración pública y el mundo de los negocios, las mujeres no estaban dispuestas a devolverlo.
Desde fines de los 40´ la participación de mujeres en la política nacional fue incrementándose lentamente. Durante décadas de exclusión de los derechos cívicos, las feministas habían luchado por obtener el voto y sus adversarios les respondían con argumentos que iban desde los modelos de sumisión que suministra la Biblia, hasta el temor de que ellas se revelaran más ignorantes y fáciles de influir que los hombres.
Desde los 60´, gracias a la píldora anticonceptiva, fue definiéndose otra imagen de la mujer contemporánea, que dejaba de estar sometida al hombre, que estaba en condiciones de desgraciarla y huir, sin que ella pudiera hacer otra cosa que lamentarse de su suerte, para entrar en otra situación, en la que ella decidía cuándo aceptaba embarazarse, cuándo disfrutaba sin compromisos ni temores, la sexualidad que antes debía negociar.
Uno de las fantasías más temidas por los hombres tomaba cuerpo: las mujeres no dependerían más del capricho masculino, que en un momento las endiosaba y en el siguiente las hundía en el oprobio. Ellas disponían de sus propios ingresos, ganados de manera lícita (no como en el pasado, cuando no les quedaban muchas alternativas fuera de la prostitución) eran consideradas miembros productivos de la sociedad, y en el ámbito privado tomaban la iniciativa también sobre lo sexual.
Elegían pareja sin atender presiones familiares, tal como elegían los zapatos o peinados que consideraban más satisfactorios, desechando aquellos que no les convenían. Los hombres de la modernidad se vieron obligados a reconocer que en la intimidad ellos iban a verse obligados a rendir examen de suficiencia, en un terreno que tradicionalmente habían considerado su coto de caza.
Hoy las mujeres de buena parte del planeta alcanzan un nivel de escolaridad superior al masculino. Las tasas femeninas de asistencia escolar son más altas que aquellas de los hombres y se demuestran más responsables en el estudio, por lo que egresan antes. El acceso a roles de creciente responsabilidad, tanto en sus empleos como cuando sostén de sus hogares, afirma una independencia que comenzó a plantearse hace medio siglo y no se ha revertido.
Alicia Moreau de Justo

De los trabajos de la tierra, el único que va a conseguir una mujer es el trabajo de poda. No, el patrón poda a la mujer le da, que la mujer acompañe al marido sí, pero sola no, será que a lo mejor el patrón piensa que las mujeres no sabemos podar. (…) Quizás las mujeres son mejores que algunos hombres para la poda, porque por ahí los hombres, por hacer más rápido el trabajo, cortan mal y, a lo mejor, una hace más prolijo el trabajo. (Claudia: citada en Elena Mingo: Género y Trabajo: la participación laboral de las mujeres en la agricultura del Valle de Uco, Mendoza, Argentina)

Ámbitos que hasta no hace mucho se consideraban reservados para los hombres, como el periodismo político, deportivo o económico, son ocupados hoy por mujeres, sin que nadie tenga que justificar la situación como un experimento por el cual hay que pedir disculpa a los más conservadores. La pesca, la minería y la construcción son todavía ámbitos masculinos donde trae mala suerte incluir mujeres. El culto católico sigue resistiéndose a la incorporación de mujeres en roles similares a los de los hombres, pero en otras iglesias cristianas eso comienza a variar.
Ellas están ahí (vale decir, por todas partes) y si en algunas actividades son discriminadas, buscan a otras mujeres que las defienden en Tribunales. Si sus parejas las defraudan, se divorcian sin tener que buscar engorrosas pruebas de infidelidad. Si las abandonan con hijos no reconocidos, exigen exámenes de ADN. Todavía son insultadas, golpeadas y asesinadas por los más recalcitrantes partidarios del viejo orden paternalista, pero la condena de la sociedad (aunque tardía) llega a ejecutarse, mientras que en el pasado la mayor parte de esos crímenes quedaban impunes.

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