viernes, 1 de mayo de 2015

Juegos y adoctrinamiento infantil (I): Jerarquías de antaño



Todo lo que hemos aprendido en Occidente ha sido la mezcla de géneros, pecados, el matrimonio homosexual Todo lo contrario a la Ley islámica. [Si mi padre estuviera vivo] le pediría permiso para llevar a cabo una operación martirio y volver a Francia para hacerlos estallar y vengar a los musulmanes. (Abu Musab, 12 años)

La ONG Save the Children, ha calculado que miles de niños han sido llevados por sus padres cuando se incorporaron a las filas de Daesh en Siria, donde esperaban imponer a sangre y fuego un califato islámico. Durante su estadía, ellos memorizaban el Corán, asistían a clases de la Sharia (Ley Islámica) y aprendían a disparar armas de fuego. Em 2014, la fotografía de un niño de siete años, hijo de un militante australiano, que sostenían sonriendo la cabeza de un ajusticiado, recorrió el mundo como prueba de la eficacia del adoctrinamiento al que eran sometidos desde temprano los niños entregados por sus padres al movimiento donde ellos militan. ¿Acaso el niño fotografiado entendía el sentido de sus actos? ¿Lo veía como un juego más?
Tú no piensas como yo, pero tus hijos ya me pertenecen. (Adolf Hitler)
Los niños resultan demasiado atractivos para los pedófilos, los fanáticos religiosos y para quienes sostienen ideologías políticas extremas, por los mismos motivos. Todos confían ejercer sobre ellos su poder, que se encuentra cuestionado en el mundo de los adultos que tienen criterio formado y advierten su peligrosidad. Al dedicarse a los niños, esperan convertirlos en sus seguidores incondicionales, imaginan que en su inocencia  (ignorancia) los niños confirmarán sus delirios y les permitirán concretar cada una de sus fantasías.
Los niños desinformados, sorprendidos en su buena fe, suelen oponer poca o ninguna resistencia al discurso delirante. Más aún, se convierten en seguidores fieles de quienes llaman su atención con promesas irrealizables. De los niños sería fácil obtener todo lo que un adulto sin límites morales se proponga, aprovechando el descuido de otros adultos, aquellos que se supone encargados de velar por la suerte de los niños, y sin embargo están convencidos de que no hace falta vigilar demasiado a los menores, porque solo son un estorbo.

Las experiencias a las que los adultos someten a los niños, no se imprimen en los niños como una placa fotográfica, sino que son asimiladas, son incorporadas a l sustancia propia de su ser. (Jean Piaget)

Periódicamente se denuncian los casos de profesores fanáticos, que aprovechan la discutible impunidad que disfrutan en la sala de clases y el temor de los estudiantes a recibir una mala evaluación (si no responden lo que se espera de ellos). No es nada nuevo en el mundo contemporáneo y poco cuesta hallar situaciones similares en cualquier época y lugar. Si en las aulas de Cataluña, hoy los docentes nacionalistas inculcan críticas acerbas a la monarquía española y desde hace una generación obligan el uso de la lengua vernácula, en el pasado los niños soviéticos memorizaron las consignas socialistas y durante los tiempos de Stalin fueron alentados a denunciar a los enemigos de la Revolución, tal como los niños japoneses, durante la Segunda Guerra Mundial, fueron acostumbrados a pensar que debían sacrificarlo todo para servir al Emperador, tal como los niños alemanes de las Juventudes Hitlerianas llegaban a considerar normal el sacrificio de sus jóvenes vidas para mantener al Führer en el poder.

En festejos y eventos musicales tenemos una excelente oportunidad de lograr un efecto político más allá de la formación típica. Las canciones tienen el más amplio poder para construir comunidades. Por lo tanto, las usaremos deliberadamente en los momentos en que queremos despertar la conciencia de ser parte de una comunidad, para profundizar el poder de dicha organización. (Memo interno de las Juventudes Hitlerianas)

Cantando y jugando colectivamente, actividades que nadie podría creer más inocentes y adecuadas para desarrollar valores como la solidaridad, los jóvenes se sumaban a quienes sostenían un régimen dispuesto a sacrificarlos cuando se hubieran agotado los uniformados adultos. Gracias a los enormes recursos que disponían las Juventudes Hitlerianas, los niños alemanes no podían dudar demasiado en el momento de escoger: la tutela del Estado era preferible a la tutela de la familia.
Durante el ceremonial de ingreso a las Juventudes Hitlerianas, se incluía el juramento de lealtad al régimen nazi, que incluía la denuncia de los traidores, todos aquellos que se le opusieran, sin importar que fueran los mismos padres.
Menos comprometidos en decisiones tan peligrosas, los niños argentinos de mediados del siglo XX, debían leer en clase La Razón de mi Vida de Eva Perón y se les evaluaba por su capacidad para memorizar o parafrasear ese texto, que no podía ser analizado ni cuestionado. Si algo importaba y se premiaba, era la lectura unilateral, sacralizadota de esas páginas abrumadoramente distribuidas (del mismo modo que se estudiaba el Catecismo de la Iglesia Católica) con el objeto de verificar la conformidad ideológica de esas mentes jóvenes, respecto de un régimen político llegado para quedarse.
Los docentes confían obligar a los estudiantes a repetir como loros las consignas políticas o religiosas que ellos sostienen, hasta grabarlas para siempre en sus mentes. Un adoctrinamiento tan descarado como éste, probablemente sería resistido por cualquier audiencia menos cautiva que la de esos chicos entregados por sus padres. Los docentes confían que comprometiendo a los jóvenes en la repetición de slogans, que para ellos probablemente no llegan a tener demasiado sentido, terminarán convenciéndolos de que se trata de una verdad incuestionable, que deben defender no importa cómo.

Los profesores que tratan de convencer a sus alumnos de su particular posición ideológica o política, están desempeñando de forma incorrecta su rol como docentes. El adoctrinamiento en las aulas es una práctica antidemocrática. (Andrew Hargreaves)

Recuerdo a mi padre enseñándome a jugar a las damas, cuando tenía cuatro o cinco años, y probablemente poco después al ajedrez (el mismo tablero tenía pintadas las dos cuadrículas por un lado y otro). Jugar con mi padre hubiera debido ser un momento privilegiado en nuestra  deficiente comunicación, pero en la práctica no pasaba de confirmar su concepción arcaica, desactualizada, del rol formador que le tocaba ejercer.
A mi padre le disgustaba perder, debía sentirse humillado por esa alternativa que los jugadores expertos minimizan, cuando dicen que lo fundamental es competir, y aunque mis posibilidades de ganarle fueran tan escasas como le correspondía a un aprendiz, no recuerdo que celebrara las raras oportunidades en que sucedía eso.
No puedo acusarlo de hacer trampas (si lo hacía, mi superficial conocimiento de las reglas del juego me hubiera impedido descubrirlas, y sobre todo mi acatamiento de las normas de respeto de los mayores hubiera truncado cualquier intento de reclamar justicia). En esos momentos, yo sabía de algún modo que una cosa era el juego y otro el mundo real.  No podía ganarle a mi padre, porque él me alimentaba, me mandaba al colegio, me había dado un apellido. Yo estaba en deuda con él y algún día debería pagárselo con los intereses acumulados (en realidad, ya estaba haciéndolo a los siete u ocho años, al dejar que él me ganara).
Después de todo, pienso tantos años más tarde, mi padre me había enseñado a jugar y más de un padre en su situación se siente orgulloso de que su hijo sea capaz de aprender aquello que él aprecia, que lo diferencia de las relaciones entabladas por otros padres e hijos, ignorantes de las reglas del juego. Enseñar a jugar, en esa perspectiva, era demostrar que alguien no está de más en el mundo. El ganar o perder un juego puede ser visto como un detalle irrelevante. Debo suponer, en cambio, que por no compartir esa visión, ni mi padre ni yo disfrutábamos demasiado de los juegos que compartíamos.  Para que la comunicación funcionara, necesitábamos la vecindad de otras personas que garantizaran la imposibilidad de cualquier trampa, como cuando jugábamos a las cartas en familia (la escoba de 15, el Chinchón). Solo entonces, la amenaza de la autoridad paternal se disolvía y pasábamos a ser todos iguales, participantes de un juego cuyas reglas debían ser respetadas.
Ese mundo jerarquizado, sin resquicios para ser ocupados por la rebeldía infantil, aparecía visualizado en la rutina de la escuela, en las normas inapelables del Catecismo y hasta en los espacios considerados como válvulas de escape de la imaginación infantil, las historietas de Walt Disney, donde los sobrinos del Pato Donald personificaban a los infractores conformistas.

Los niños no sugieren que deba desvirtuarse la subordinación, solo que se cumpla con justicia. Ellos son “buenos, diligentes y estudiosos”; él debe ser caritativo y recto. La rebelión de los pequeños es para que los padres sean auténticos y cumplan con su lado del contrato. Quien rompe la norma sacra no solo pierde el poder, sin incluso la capacidad de percibir unívocamente la realidad. (Ariel Dorfman y Armand Mattelart: Para leer el Pato Donald)

Donald era un adulto y por lo tanto los sobrinos le debían subordinación, pero al mismo tiempo Donald era un personaje inmaduro, sujeto a impredecibles ataques de rabia y los sobrinos eran testigos de esa imperfección que cuestionaba su rol de ordenador de la existencia infantil. Se estaba definiendo el perfil del adulto incompetente, necesitado de una guía, suministrada por los jóvenes que a su vez se habían formado al amparo de los medios, como los nuevos consumidores líderes del sistema, a quienes los adultos se verían obligados a seguir.
Si había algo confiable en el universo Disney, habitado por los personajes ficticios y los lectores del mundo real, era la posibilidad de que todos los sueños se cumplieran en su interior. Ese ámbito en constante desarrollo incluía inicialmente las películas de dibujos animados que debían verse en las salas de cine, luego las revistas de historietas que debían comprarse todas las semanas, a continuación los programas de radio o televisión que se sintonizaban diaria o semanalmente, los parques de diversión que podían frecuentarse en familia, el abundante merchandising que cabía incorporar a la vida diaria de cada uno de los seguidores.
El Manual de Cortapalos de Huey, Dewey y Louie, los sobrinos de Donald Duck, marcó la mente de una generación de jóvenes lectores, a partir de su creación en 1951 por Carl Banks. Es un texto pedagógico que nace de la ficción, pero a todas luces aspira a plantearse como un modelo de vida para sus jóvenes lectores. Siguiendo el esquema de los Boy Scouts y otras organizaciones juveniles militarizadas del siglo XX, plantea una estructura jerárquica, competitiva, ritualística, marginada del control de los padres, en la que inicialmente no participaban las chicas, donde los miembros progresan hacia el disfrute de poderes cada vez mayores, a medida que derrotan a los pares y ganan el reconocimiento de los superiores.
Hay que divertirse, es el mensaje, bajo los auspicios de Walt Disney, que a pesar de ser un notorio anticomunista, colaborador asiduo del Senador McCarthy durante la caza de brujas que aterrorizó a la industria de Hollywod de los `50, plantea un modelo de comportamiento infantil, que no difiere mucho del preconizado por las organizaciones, que nazis o comunistas había desarrollado durante los `30, para captar a la juventud.

La diversión connota infancia y juventud. Si alguien es capaz de divertirse, aún posee parte del vigor y la alegría de sus años mozos. (…) Ser divertido es, en cierto sentido, ser libre. Cuando una persona es divertida, desdeña momentáneamente las restrictivas necesidades que la compelen en los negocios y la moral en la vida doméstica y comunitaria. (Harry Overstreet: Influyendo en la conducta humana)


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