jueves, 28 de mayo de 2015

Promesas de vida ostentosa vs. amenazas de vida restringida


Thorstein Veblen
Las personas sufren un grado considerable de privaciones de las comodidades o de las cosas necesarias para la vida, con objeto de poderse permitir lo que se considera como una cantidad decorosa de consumo derrochador. (Thorstein Veblen)

Veblen describía la situación de una sociedad desarrollada, tal como se presentaba en el primer tercio del siglo XX. El tiempo que ha pasado desde entonces, solo ha demostrado la universalización de esas tendencias, que hoy parecen tan naturales y difíciles de erradicar. ¿Hubo vida civilizada antes de la proliferación de las tarjetas de crédito, de los cómodos planes de pago en cuotas fijas, de la pluralidad de marcas que solicitan el favor de los consumidores, de las modas que todos los años exigen la renovación del vestuario y cada cuatro o cinco la renovación de los artefactos por otros más modernos?
Vitrola
La sociedad tradicional ofrecía muy pocas alternativas de comportamiento a quienes crecían bajo su amparo y vigilancia combinados. Los consumidores solicitaban durante décadas la misma marca, convertida en denominación genérica (vitrola, puloil, maicena, gillette, gomina, biógrafo, birome, lavandina, cafiaspirina, Imparciales, Hesperidina, Quilmes, Ca-Si) que no planteaba ninguna mejora o cambio substancial y de todos modos resultaba satisfactoria, o bien se conformaban con productos sin marca.
Anuncio Puloil
Uno cuidaba la ropa y el calzado, como cuidaba los muebles o la radio. Si era inevitable que se desgastaran con el tiempo y el uso, reparaba con paciencia lo que tenía, o recurría a los servicios de hábiles artesanos capaces de componer cualquier desperfecto. A los zapatos desgastados se les cambiaba en unos casos la media suela y en otros la capellada. Los puntos corridos de las medias de mujer se zurcían con paciencia. La loza trizada se pegaba, aunque luego la juntura se notara. La ropa desteñida por el tiempo, se tenía de oscuro. Los pulóveres unicolores que se habían roto en los codos, se destejían y lavaban, para combinar a continuación varios colores en nuevas prendas jaspeadas.
Anuncio Gomina
La existencia sustentable no era el eslogan de una vanguardia ecologista que trataba de convencer a una mayoría entregada al despilfarro, como sucede en la actualidad, sino una actitud de elemental prudencia, que uno aprendía en la familia y en la escuela, con la intención de no arruinar el sitio donde le tocaría moverse el resto de su vida y la de sus hijos.
Resultaba más fácil obedecer las reglas enseñadas a los niños por sus mayores, que intentar cualquier innovación que mereciera la reprobación o el escarnio de quienes se sentían depositarios de la verdad. La ortodoxia en el comportamiento era premiada con la aceptación callada del colectivo, a diferencia de lo que pasaba con aquellos que por descuido o estupidez causaban escándalo. A ellos les caía el peso de la Ley (escrita o no).
Hoja de Gillette
Si alguien tenía un hijo fuera del matrimonio o se permitía “tirar una cana al aire”, ¿cómo podía ser que no tomara las precauciones necesarias para evitar que la infracción se conociera y todos lo señalaran por el resto de su vida? La debilidad humana era disculpable, en última instancia, porque nadie es perfecto y el sincero arrepentimiento suele hacer milagros para restaurar la confianza, pero la exhibición de la falta era imperdonable. El descuido en ocultar esa debilidad, sentaba un pésimo ejemplo, porque alentaba a pensar que todo en este mundo era relativo, incluyendo los valores inamovibles de la comunidad.

Después de tantos años estudiando la ética, he llegado a la conclusión de que toda ella se resume en tres virtudes: coraje para vivir, generosidad para convivir y prudencia para sobrevivir. (Fernando Savater)

Quedar fuera de la crítica era la aspiración máxima de mis familiares y vecinos. No les importaba tanto el imperativo ético, del que probablemente no habían oído hablar, como el juicio concreto de aquellos con quienes se veían obligados a convivir. Por eso resultaba tan temible la lengua de las mujeres, bien informadas o prejuiciosas, que al reunirse fuera del alcance de los hombres, amenazaban con no dejar títere con cabeza. Ellas conocían el otro lado de las relaciones controladas por sus maridos, padres y hermanos. Por lo tanto, disponían de argumentos demoledores, que comunicaban oralmente a sus iguales y formaban la opinión de la comunidad.
Puede verse este control difuso como una limitación de la libertad individual, pero es evidente que también servía como un factor de contención. Cuando existían códigos tan estrictos, aunque no estuvieran escritos, era más fácil que se los respetara.
Durante mi infancia, recuerdo a gente que habitualmente (y sin demasiado esfuerzo) hacía lo correcto. No sé si esta corrección se encontraba vigente todo el tiempo, o si en la intimidad (allí donde era menos probable causar escándalo) se resquebrajaba. Tampoco creo que me tocara nacer y crecer en el contexto de una comunidad de familias perfectamente constituidas, que disponían de pocos recursos, a pesar de lo cual había alcanzado cierto nivel de vida modesto, sin demasiadas pretensiones, gracias al trabajo sostenido de todo el mundo.
Los adultos hacían su parte y los niños la suya en la economía de la casa. Nadie esperaba vacaciones, ni fiestas de cumpleaños rumbosas. La ropa que le quedaba chica al hermano mayor, pasaba al que le seguía en edad (y con cierta frecuencia, la del padre pasaba a ser la del hijo). Los uniformes escolares se parchaban en los codos, cuando al cabo de un par de años uso, la tela cedía. Los adultos reservan las mismas prendas de buena calidad, que habían utilizado en ocasiones tales como matrimonios y funerales, para esas grandes ocasiones, que exigían lo mejor de cada uno, y disponían de otra muda de ropa de trabajo para el resto del tiempo. Cambiar de ropa porque la moda lo exigiera o se deseara representar un bienestar irreal, eran situaciones impensables.
Escuela comienzos siglo XX
Cada uno se sentía satisfecho o resignado de ser, no sin esfuerzo, quien era efectivamente y consideraba a la gente a la que en algún momento “se le hubieran subido los humos a la cabeza” como un ejemplo de torpeza indigno de imitar. Por un lado, eso indica que las posibilidades de rápidos cambios de fortuna quedaban fuera del imaginario colectivo. Tal vez alguien recibiera una herencia inesperada, fuera descubierto como futbolista prodigioso, ganara el Premio Gordo de la Lotería o hiciera un matrimonio de conveniencia con un millonario, pero todo eso quedaba relegado al plano irreal de los cuentos de hadas.

Mamita querida, ganaré dinero / seré un Baldomero, un Martino, un Boyé; / dicen los muchachos de Oeste Argentino / que tengo más tiro que el gran Bernabé. / Vas a ver qué lindo cuando allá en la cancha / mis goles aplaudan, sré un triunfador. (Juan Puey y Reinaldo Yiso: El sueño del Pibe)

Pastillitas Sen-Sen
Hacerse ilusiones, “armar castillos en el aire”, “vivir en las nubes” eran defectos que convenía ocultar, como el mal aliento con las pastillas Sen-sen (hubiera sido más prudente consultar al dentista), si uno era propenso a tal debilidad. El ahorro y la frugalidad eran actitudes que no resultaban excepcionales y tampoco era necesario mencionarlas en público, para solicitar el elogio de los amigos o la burla de los envidiosos, porque todos las practicaban diariamente en el ámbito privado. ¿Para qué destacarlas, entonces?

Hoy no se fía, mañana tampoco. (Cartel anónimo en los comercios)

El endeudamiento de la gente común se mantenía en niveles prudentes, porque la mayoría se responsabilizaba de los modestos compromisos financieros contraídos, y en el comercio solo se concedía crédito a quienes eran conocidos desde hacía varios años, disponían de un empleo fijo y estaban en condiciones de afrontarlo.
Los vecinos que conocí en mi infancia, tenían una libreta de compras en el almacén de mi padre, otra en la carnicería de los Boccardo y conseguían crédito en alguna de las tiendas del centro de San Pedro, pero su consumo estaba controlado por la confianza que pudieran despertar sus antecedentes. La posibilidad de endeudarse para acceder a un estilo de vida que no pudieran costear, se encontraba muy limitada por la realidad. ¿Acaso la gente era más desdichada, porque se conformaba con poco?

Cualquiera que no tenga más cultura que esta monocultura global, está completamente jodido. Cualquiera que crezca viendo la televisión, que nunca ve nada de religión o filosofía, se críe en una atmósfera de relativismo moral, aprenda ética viendo escándalos sexuales en el telediario, y vaya a una universidad donde los posmodernos se desviven por demoler las nociones tradicionales de verdad y cualidad, va a salir al mundo como un ser humano bastante incapaz. (Neal Stephenson)

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