Las personas sufren un grado considerable de privaciones de las
comodidades o de las cosas necesarias para la vida, con objeto de poderse
permitir lo que se considera como una cantidad decorosa de consumo derrochador.
(Thorstein Veblen)
Veblen
describía la situación de una sociedad desarrollada, tal como se presentaba en
el primer tercio del siglo XX. El tiempo que ha pasado desde entonces, solo ha
demostrado la universalización de esas tendencias, que hoy parecen tan naturales
y difíciles de erradicar. ¿Hubo vida civilizada antes de la proliferación de
las tarjetas de crédito, de los cómodos planes de pago en cuotas fijas, de la
pluralidad de marcas que solicitan el favor de los consumidores, de las modas
que todos los años exigen la renovación del vestuario y cada cuatro o cinco la
renovación de los artefactos por otros más modernos?
Vitrola |
La
sociedad tradicional ofrecía muy pocas alternativas de comportamiento a quienes
crecían bajo su amparo y vigilancia combinados. Los consumidores solicitaban
durante décadas la misma marca, convertida en denominación genérica (vitrola, puloil,
maicena, gillette, gomina, biógrafo, birome, lavandina, cafiaspirina, Imparciales,
Hesperidina, Quilmes, Ca-Si) que no planteaba ninguna mejora o cambio substancial
y de todos modos resultaba satisfactoria, o bien se conformaban con productos
sin marca.
Anuncio Puloil |
Uno
cuidaba la ropa y el calzado, como cuidaba los muebles o la radio. Si era
inevitable que se desgastaran con el tiempo y el uso, reparaba con paciencia lo
que tenía, o recurría a los servicios de hábiles artesanos capaces de componer
cualquier desperfecto. A los zapatos desgastados se les cambiaba en unos casos
la media suela y en otros la capellada. Los puntos corridos de las medias de mujer
se zurcían con paciencia. La loza trizada se pegaba, aunque luego la juntura se
notara. La ropa desteñida por el tiempo, se tenía de oscuro. Los pulóveres unicolores
que se habían roto en los codos, se destejían y lavaban, para combinar a
continuación varios colores en nuevas prendas jaspeadas.
Anuncio Gomina |
La
existencia sustentable no era el eslogan de una vanguardia ecologista que
trataba de convencer a una mayoría entregada al despilfarro, como sucede en la
actualidad, sino una actitud de elemental prudencia, que uno aprendía en la
familia y en la escuela, con la intención de no arruinar el sitio donde le
tocaría moverse el resto de su vida y la de sus hijos.
Resultaba
más fácil obedecer las reglas enseñadas a los niños por sus mayores, que
intentar cualquier innovación que mereciera la reprobación o el escarnio de
quienes se sentían depositarios de la verdad. La ortodoxia en el comportamiento
era premiada con la aceptación callada del colectivo, a diferencia de lo que
pasaba con aquellos que por descuido o estupidez causaban escándalo. A ellos
les caía el peso de la Ley (escrita o no).
Hoja de Gillette |
Si
alguien tenía un hijo fuera del matrimonio o se permitía “tirar una cana al
aire”, ¿cómo podía ser que no tomara las precauciones necesarias para evitar
que la infracción se conociera y todos lo señalaran por el resto de su vida? La
debilidad humana era disculpable, en última instancia, porque nadie es perfecto
y el sincero arrepentimiento suele hacer milagros para restaurar la confianza,
pero la exhibición de la falta era imperdonable. El descuido en ocultar esa
debilidad, sentaba un pésimo ejemplo, porque alentaba a pensar que todo en este
mundo era relativo, incluyendo los valores inamovibles de la comunidad.
Después de tantos años estudiando la ética, he llegado a la
conclusión de que toda ella se resume en tres virtudes: coraje para vivir,
generosidad para convivir y prudencia para sobrevivir. (Fernando Savater)
Quedar
fuera de la crítica era la aspiración máxima de mis familiares y vecinos. No
les importaba tanto el imperativo ético, del que probablemente no habían oído
hablar, como el juicio concreto de aquellos con quienes se veían obligados a
convivir. Por eso resultaba tan temible la lengua de las mujeres, bien
informadas o prejuiciosas, que al reunirse fuera del alcance de los hombres,
amenazaban con no dejar títere con cabeza. Ellas conocían el otro lado de las
relaciones controladas por sus maridos, padres y hermanos. Por lo tanto, disponían
de argumentos demoledores, que comunicaban oralmente a sus iguales y formaban
la opinión de la comunidad.
Puede
verse este control difuso como una limitación de la libertad individual, pero
es evidente que también servía como un factor de contención. Cuando existían
códigos tan estrictos, aunque no estuvieran escritos, era más fácil que se los
respetara.
Durante
mi infancia, recuerdo a gente que habitualmente (y sin demasiado esfuerzo)
hacía lo correcto. No sé si esta corrección se encontraba vigente todo el
tiempo, o si en la intimidad (allí donde era menos probable causar escándalo)
se resquebrajaba. Tampoco creo que me tocara nacer y crecer en el contexto de
una comunidad de familias perfectamente constituidas, que disponían de pocos
recursos, a pesar de lo cual había alcanzado cierto nivel de vida modesto, sin
demasiadas pretensiones, gracias al trabajo sostenido de todo el mundo.
Los
adultos hacían su parte y los niños la suya en la economía de la casa. Nadie
esperaba vacaciones, ni fiestas de cumpleaños rumbosas. La ropa que le quedaba
chica al hermano mayor, pasaba al que le seguía en edad (y con cierta
frecuencia, la del padre pasaba a ser la del hijo). Los uniformes escolares se
parchaban en los codos, cuando al cabo de un par de años uso, la tela cedía. Los
adultos reservan las mismas prendas de buena calidad, que habían utilizado en
ocasiones tales como matrimonios y funerales, para esas grandes ocasiones, que
exigían lo mejor de cada uno, y disponían de otra muda de ropa de trabajo para
el resto del tiempo. Cambiar de ropa porque la moda lo exigiera o se deseara
representar un bienestar irreal, eran situaciones impensables.
Escuela comienzos siglo XX |
Cada
uno se sentía satisfecho o resignado de ser, no sin esfuerzo, quien era
efectivamente y consideraba a la gente a la que en algún momento “se le hubieran
subido los humos a la cabeza” como un ejemplo de torpeza indigno de imitar. Por
un lado, eso indica que las posibilidades de rápidos cambios de fortuna
quedaban fuera del imaginario colectivo. Tal vez alguien recibiera una herencia
inesperada, fuera descubierto como futbolista prodigioso, ganara el Premio
Gordo de la Lotería o hiciera un matrimonio de conveniencia con un millonario,
pero todo eso quedaba relegado al plano irreal de los cuentos de hadas.
Mamita querida, ganaré dinero / seré un Baldomero, un Martino,
un Boyé; / dicen los muchachos de Oeste Argentino / que tengo más tiro que el
gran Bernabé. / Vas a ver qué lindo cuando allá en la cancha / mis goles
aplaudan, sré un triunfador. (Juan Puey y Reinaldo Yiso: El sueño del Pibe)
Pastillitas Sen-Sen |
Hacerse
ilusiones, “armar castillos en el aire”, “vivir en las nubes” eran defectos que
convenía ocultar, como el mal aliento con las pastillas Sen-sen (hubiera sido
más prudente consultar al dentista), si uno era propenso a tal debilidad. El
ahorro y la frugalidad eran actitudes que no resultaban excepcionales y tampoco
era necesario mencionarlas en público, para solicitar el elogio de los amigos o
la burla de los envidiosos, porque todos las practicaban diariamente en el
ámbito privado. ¿Para qué destacarlas, entonces?
Hoy no se fía, mañana tampoco. (Cartel anónimo en los comercios)
El
endeudamiento de la gente común se mantenía en niveles prudentes, porque la
mayoría se responsabilizaba de los modestos compromisos financieros contraídos,
y en el comercio solo se concedía crédito a quienes eran conocidos desde hacía
varios años, disponían de un empleo fijo y estaban en condiciones de afrontarlo.
Los
vecinos que conocí en mi infancia, tenían una libreta de compras en el almacén
de mi padre, otra en la carnicería de los Boccardo y conseguían crédito en
alguna de las tiendas del centro de San Pedro, pero su consumo estaba
controlado por la confianza que pudieran despertar sus antecedentes. La
posibilidad de endeudarse para acceder a un estilo de vida que no pudieran
costear, se encontraba muy limitada por la realidad. ¿Acaso la gente era más
desdichada, porque se conformaba con poco?
Cualquiera que no tenga más cultura que esta monocultura global,
está completamente jodido. Cualquiera que crezca viendo la televisión, que
nunca ve nada de religión o filosofía, se críe en una atmósfera de relativismo
moral, aprenda ética viendo escándalos sexuales en el telediario, y vaya a una
universidad donde los posmodernos se desviven por demoler las nociones
tradicionales de verdad y cualidad, va a salir al mundo como un ser humano
bastante incapaz. (Neal Stephenson)
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