Un hombre puede creer o no
creer; eso es cosa suya. Porque es su propia vida la que apuesta por la fe, la
incredulidad, el amor y la inteligencia. Y no hay sobre la tierra otra verdad
más grande para el espíritu humano que esta gloriosa y humilde condición.
(Máximo Gorki)
Bautismo católico mediados siglo XX |
Pasado ese trámite, uno pasaba a ser cristiano por el resto de su vida y la eternidad, tal como los
judíos o los musulmanes pertenecían a sus respectivas comunidades si habían
sido circuncidados, también muy tempranamente. Si uno perdía la fe, como debió
sucederme a los 15 o 16 años, después de haber hecho una apuesta conmigo mismo,
en el patio de mi casa (¿qué pasaría si dejaba de creer en Dios?) en un gesto
paralelo y a la vez opuesto al de Pascal, pensador que yo ignoraba por entonces,
uno se daba cuenta de que todo seguía tal como antes o se dedicaba a proclamar al mundo el hallazgo (en
este caso, la pérdida) de la fe, como si se tratara de un hecho de enorme
trascendencia para los seres humanos.
G.K.Chesterton |
Los intelectuales europeos de entonces, autores de
trayectoria demostrada por libros admirados, como Gilbert K.Chesterton, Graham
Greene, Evelyn Waugh, C.S.Lewis, Giovanni Papini, Charles Peguy, Leon Bloy,
Julien Green o Alexander Solzhenitsyn, convertían ese instante que suele ser
íntimo y reservado de la adquisición o confirmación de la fe, en el centro de su obra literaria. Probablemente por eso se los
mencionaba con tanto respeto, desde el ambiente del cristianismo, como modelos
a imitar por los creyentes, incluso por aquellos que no se hubieran tomado la molestia de leer sus textos.
George Orwell |
Las convicciones de cada uno, eran un tema que se ponía en
juego en la vida cotidiana y arriesgaban toda la credibilidad y admiración que alguien se hubiera
ganado por su actividad en el arte o la política. Lugones y Drieu La Rochelle se mataron, Pound pasó la vejez en un manicomio, Jorge Luis Borges dilapidó la oportunidad de alcanzar el Nobel de Literatura por un desinformado encuentro con Augusto Pinochet.
Tarde o temprano, los nuevos conversos se dejaban llevar por el entusiasmo que los había dominado al entrar en contacto con las nuevas ideas, dejaban de analizar si eran válidas o no, y por lo tanto cometían lamentables errores de juicio. Se convertían en publicistas de regímenes que los sacrificaban a sus intereses o muertos en vida.
Tarde o temprano, los nuevos conversos se dejaban llevar por el entusiasmo que los había dominado al entrar en contacto con las nuevas ideas, dejaban de analizar si eran válidas o no, y por lo tanto cometían lamentables errores de juicio. Se convertían en publicistas de regímenes que los sacrificaban a sus intereses o muertos en vida.
Betrand Russell |
A la distancia, veo que la duda sistemática y la
incredulidad no gozaban durante el siglo XX del mismo prestigio que se le otorgaba la fe. Leer a
Bernard Shaw o Bertrand Russell, como tuve la suerte de hacer entonces, era
asomarse a un universo desconcertante, porque ellos describían la oportunidad
de no aceptar una fe ni otra.
El ateísmo o el agnosticismo no resultaban nunca temas tan seductores como la fe. Carecían de ceremonias vistosas, que apelaban a todos los sentidos, como carecían de propagadores elocuentes. No parecían tener una Historia (o al menos no la ostentaban de manera tan apabullante como hacían las religiones establecidas). Costaba describirlos como prácticas que uno pudiera imitar, y sobre todo, tenían mala fama. Los creyentes los consideraban fruto del ofuscamiento o la estupidez característica de los no creyentes, por lo que tarde o temprano se presentaban como ideales imposibles de sostener.
El ateísmo o el agnosticismo no resultaban nunca temas tan seductores como la fe. Carecían de ceremonias vistosas, que apelaban a todos los sentidos, como carecían de propagadores elocuentes. No parecían tener una Historia (o al menos no la ostentaban de manera tan apabullante como hacían las religiones establecidas). Costaba describirlos como prácticas que uno pudiera imitar, y sobre todo, tenían mala fama. Los creyentes los consideraban fruto del ofuscamiento o la estupidez característica de los no creyentes, por lo que tarde o temprano se presentaban como ideales imposibles de sostener.
Yo dejé de creer en Dios (provisoriamente y en secreto) con
lo que se me abrieron las puertas a un diálogo inesperado con personas que ya conocía y a
las que hasta poco antes hubiera considerado (prejuzgado) no como enemigos, pero al
menos inadecuados para el diálogo, porque suponía que hubiera sido difícil entenderse con ellos.
John Cummings y su esposa Mary eran los únicos ingleses de
mi barrio. Los veía en el almacén de mi padre, cuando compraban algo y
retiraban la correspondencia, donde estaba incluido un periódico que debió ser
anglicano. ¿Cómo arriesgarse a intentar una comunicación más compleja, sin
tropezar con la barrera idiomática?
El único musulmán que conocía en mi barrio, era el tendero
Ali N. Luego tuve a un profesor de no recuerdo qué materia en el secundario.
Uno sabía que eran turcos, tal como otros eran gallegos o tanos, y el resto
(que debía ser algo bastante complejo, porque definía la presencia de una
cultura que no era la nuestra) quedaba sumido en la más completa incertidumbre,
no como un enigma que hubiera debido investigarse, sino como un dato carente de
importancia. Después de todo, a pesar de las más que probables diferencias,
podíamos considerarnos iguales.
Confirmación católica |
Si bien tuve muchos amigos judíos después de haber salido de
San Pedro, a los 17 años, porque en el ámbito de la cultura y en otras ciudades
más grandes, no era difícil que se alternara con ellos, como con cualquier otra
minoría étnica, tuve que esperar varios años, hasta que algunos de esos amigos me
abrieron la puerta de su casa (Susana I. o Ernestina G.), me invitaron a probar
su sopa de matzá (Mara H.) o me
permitieron participar en una cena de Pesaj (Blanca S.). Si los recuerdo con
tanto afecto, es porque se trataba de favores que no solicité y al mismo tiempo
di por sentado que eran infrecuentes.
Celebración judía de Pésaj |
Probablemente no era casual que mis amigos fueran judíos
nada ortodoxos. No iban a la sinagoga, ni respetaban las normas de la comida kosher, pero al mismo tiempo recordaban
las fiestas milenarias y elegían como parejas a miembros de su comunidad (cuando no
respetaban esa norma, resultaba evidente que lo encaraban como un temido conflicto con sus
familias). Algunos, habían decidido no circuncidar a sus hijos varones. Nunca
les pregunté si tenían prejuicios respecto de los goys (cristianos) como yo, aunque no fueran practicantes, a quienes
apenas se les escarbara un poco, revelarían haber abandonado la fe de su
infancia muchos años antes, en la confianza de que si necesitaban regresar a ella, por
ejemplo en la alternativa de morir, lo harían sin mucho trámite.
Gracias a ellos, aprendí que ser judío no era necesariamente
practicar una religión (un tema que en el ámbito del monoteísmo conduce tarde o
temprano a enfrentamientos que suelen ser odiosos) sino pertenecer a una
cultura milenaria, que se hereda como el ADN, sin saberlo ni pedirlo, y debería
permitir el diálogo con gente de otros grupos culturales, con quienes se
comparten demasiadas elementos comunes, para considerarlos extraños.
Niños judíos en campo de concentración |
Los creyentes se hieren preguntándose: ¿cómo permite Dios la
existencia del mal, que triunfa por todas partes, sin hacer nada para detenerlo,
ni atenuarlo, ni resarcir a las víctimas? ¿Cómo abandona de manera tan
ostensible a quienes creyeron en Él? Se trata de una duda antigua, incómoda, que
fue planteada en el Libro de Job y reaparece intacta en la experiencia del
mundo contemporáneo.
Para el cristiano, que espera
la verdadera salvación en el más allá, este mundo es (…) objeto de desconfianza
y, a causa del pecado original, especialmente el mundo humano. En cambio, para
el judío que ve en este mundo el lugar de la creación divina, de la justicia y
la redención, Dios es en primer lugar el Señor de la Historia y por eso,
también para el creyente. Auschwitz pone en cuestión todo el concepto
tradicional de Dios. (…) Añade a la experiencia histórica judía algo nunca
visto. (…) ¿Qué clase de Dios pudo permitir esto? (Hans Jonas: El concepto de
Dios después de Auschwitz. Una voz judía)
Encontrar el camino propio entre la fe y la incredulidad, o
para decirlo de otro modo, decidir una opción que no conduzca demasiado lejos
de la fe original, se convierte para los creyentes en una búsqueda que pasa por
la aceptación del mensaje de algún texto sagrado, proveniente de alguna figura
admirada, o el inicio de un prolongado y doloroso examen de cada paso que se
avanza o retrocede. La fe, de acuerdo al poeta persa, por importante que sea
para quienes la aceptan o rechazan, no debería dividir a la gente.
Entre la fe y la incredulidad,
un soplo. Entre la certeza y la duda, un soplo. Alégrate en este soplo presente
donde vives, pues la vida misma está en el soplo que pasa. (Omar Al Khayam)
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