domingo, 3 de abril de 2016

Sobre la indiferencia (real o fingida) al sexo (I)


Yo soy la morocha / de mirar ardiente, / la que en su alma siente / el fuego del amor. / Soy la que al criollito / más noble y valiente / ama con ardor. (Enrique Saborido y Ángel Villoldo)

La imagen mítica de la china enamorada del gaucho, que se sacrifica por él, que tolera sus maltratos y abandono, era figura corriente en la música popular y los dramones radiotelefónicos de mediados del siglo XX en Argentina, como hasta pocos años antes lo había sido de los folletines que incluidos en los periódicos y las representaciones teatrales de los circos. Hombre y mujer se correspondían de acuerdo a la mentalidad ingenua de la época, no por ello equitativa, porque la mujer era entendida como una de las pertenencias del hombre, a la par que su cuchillo, su caballo y su montura, sin sentirse ofendida por ello ni esperar mejor trato.
La mujer se había entregado con decisión, con ganas de ser atrapada, al hombre que se había tomado el trabajo de fijarse en ella, y al hacerlo se comprometía a seguirlo en las circunstancias buenas (poco probables) y en las malas (demasiado frecuentes) que definían la vida en pareja.  Quizás hubiera bastado una mirada ardiente, como plantea la milonga, un par de frases intercambiadas durante un baile, para que el contrato pasional entre ambos se sellara.
Una correspondencia tan perfecta como esa, no era de esperar que existiera en la realidad. Los hombres y mujeres que conocí en mi barrio no se hubieran atrevido a entregarse a la pasión, porque podía desquiciar una rutina cotidiana bastante precaria, que les importaba conservar, aunque no se sintieran demasiado satisfechos con ella. Muy de vez en cuando, alguien violaba esa norma de autocontrol, como Juanita, la joven esposa del viejo tendero del barrio, que de un día para el otro lo abandonó como todos esperaban; o la huida repentina de la madre de un amigo mío, víctima de la violencia doméstica; o la niña de quince años que se apartó sin aviso de los suyos, para irse con un hombre casado.
Lejos de convertirse en figuras heroicas, desafiantes de las convenciones sociales, que preferían dejar todo lo aceptado por la comunidad, para entregarse al disfrute y el infierno de sus pasiones, entraban en el limbo de lo inimaginable. Tengo la impresión de que ni siquiera se las condenaba, porque debían provocar no poca envidia en otras mujeres, más contenidas, por involucrarse en actitudes tan irresponsables, que hacían retroceder a la mayoría.
Alfonsina Storni

Yo soy esa mujer que vive alerta, / tú el tremendo varón que se despierta / en un torrente que se ensancha en río. (Alfonsina Storni: Tú, que nunca serás)

Entre hombres y mujeres se entablaba un diálogo improbable, por la disparidad de fuerzas puestas en juego. La víctima del acoso sexual podía resistirse al acosador, se esperaba que lo hiciera (con consecuencias tan cambiantes, que iban desde el pedido de disculpas de aquel que había molestado sin imaginar siquiera la posibilidad de ser rechazado, hasta la violación y el femicidio en los que se hacía caso omiso de la resistencia de la víctima). Cuando el desencuentro de los géneros ocurría al amparo de la sagrada institución del matrimonio, la negativa al contacto se volvía cada vez más difícil de justificar, primero porque el hombre se consideraba con derechos adquiridos sobre el cuerpo de su pareja, luego porque esa convicción era compartida por la inmensa mayoría de la sociedad, y finalmente porque los argumentos de la mujer que se resistiera sonaban falaces: su deber era participar, o en todo caso entregarse dócilmente a la iniciativa de su pareja.
¿Qué le costaba conceder el favor que se le reclamaba, sin ofrecerle ninguna satisfacción a cambio, por ejemplo algún regalo, una suma dinero, incluso una palabra amable, una caricia? Había diferencias fáciles de percibir entre la condición de esposa y la de prostituta, que no implicaban mayores ventajas para la primera.
Los hombres podían preguntarse: ¿para qué se casaba una mujer, si no tomaba en cuenta los trámites de la intimidad sexual? ¿Para obtener una foto que habría de enmarcar y exhibir ante el mundo, como testimonio de que no debían acercársele otros hombres? ¿Para que alguien ajeno al ámbito de la familia paterna, se encargara de mantenerla? ¿Para que sus amigas no la consideren una fracasada? Casarse, aunque no fuera de blanco, ni en medio de una celebración ostentosa, ni con la pareja soñada, era la meta de las mujeres, que dejaba un reguero de víctimas silenciosas.

Nunca tuvo novio, pobrecita. / ¿Por qué el amor no fue / a su jardín humilde de muchacha / a reanimar las flores de sus años? (Agustín Bardi y Enrique Cadícamo: Nunca tuvo novio)

Tarjeta postal años `30
Que la convivencia con un hombre reanimara a la mujer, no era tan fácil de comprobar en la realidad. Muchas de las mujeres casadas que conocí en mi barrio, hacían comentarios desfavorables respecto de sus maridos. Una de mis tías se refería al hombre que la había acompañado toda la vida como “el infeliz”. Quizás fuera un juego consentido por ambas partes, puesto que los hombres no hablaban mejor de sus mujeres. El matrimonio era sinónimo de un prolongado desengaño para ambos géneros. Cuando mi padre añoraba en un diálogo con sus amigos el abrazo de la M…., la prostituta del barrio, proclamaba un desencuentro matrimonial que debió ser una fuente de prolongada infelicidad para él y su esposa.
¿Cómo podían haber sufrido tal desilusión los maridos, tras haber dedicado varios años al noviazgo y en muchos casos conocer a sus esposas desde la infancia? Las acusadas de frialdad o sus madres y parientes debieron estar muy desinformados respecto de las obligaciones básicas del matrimonio, cuando pretendían eludirlas. ¿Acaso no era más fácil para ellas aceptar el acoso del marido, sabiendo que si dejaban de oponerse, el mal rato al que se encontraban expuestas pasaría pronto, aunque sin duda habría de repetirse periódicamente, aunque ellas no llegaran a disfrutarlo nunca?
Siempre hay una infinidad de cuestionamientos en la vida de una pareja, que tienen un común denominador: el rechazo de la intimidad sexual, vista como una circunstancia de alto riesgo para los participantes. No solo pueden contagiarse enfermedades venéreas: los hombres quedan demasiado expuestos en esos momentos a la influencia femenina, con resultados tan lamentables como la pérdida de su buen nombre. Para los amigos y adversarios, si los hombres oyeran a las mujeres, si atendieran sus opiniones, serían débiles de carácter, pollerudos (calzonazos en España, mandilones en México).
Sumisión masculina
¿No resulta significativo que en Argentina tantos hombres se refieran a la patrona, a su señora, sugiriendo una subordinación efectiva de quien suele ser en la práctica una persona que sufre evidentes desventajas en la relación? En compensación, al denominarlas la bruja o la gorda, se encargan de establecer distancias, o lo que es igual, confesar conflictos nada triviales. Por algún motivo, atribuible a la desinformación, incluso al engaño sistemático de la otra parte, ese hombre no habría logrado armar la pareja ideal.
Que un hombre aceptara entregarse a una mujer, la suya para colmo, de acuerdo a esa óptica machista, era concederle un poder excesivo a la hembra, que habría de alentarla a abusar de su ventajosa posición circunstancial y sentar un pésimo ejemplo en otras parejas.
En forma paralela, las mujeres que se entregaban quedaban sometidas a la incertidumbre de un embarazo, que de sorprenderlas solteras las expondría a todo tipo de marginaciones, y si las encontraba casadas, de todos modos habría de esclavizarlas durante los meses del embarazo, y más allá, durante años, obligándolas a no pensar en otra cosa que la crianza de su prole.
Para las culturas paternalistas, la indiferencia sexual o la frigidez de las mujeres era un dato más que conveniente, incluso tranquilizador, para los hombres que aspiraban a controlar a las mujeres en otros aspectos de mayor relevancia social (financieros, educativos, cívicos, religiosos). Si ellas eran tan carentes de iniciativa en la cama, cabía suponer que tampoco les importaría reclamar sus derechos en asuntos de mayor relevancia, que tradicionalmente se habían atribuido a los hombres. Una cultura que otorgaba desiguales oportunidades y obligaciones a los géneros, establecía conflictos que podían ignorarse en ocasiones, pero no por ello se resuelvían satisfactoriamente para ambas partes.
Si las mujeres no experimentaban demasiado placer durante la actividad sexual que se habían comprometido a mantener con sus esposos, si ponían todo tipo de excusas para postergarla, resultaba probable que tampoco intentaran ninguna infracción fuera del matrimonio. Esa situación no les prometía a las mujeres una mejor calidad de vida, pero sin duda aseguraba la honra de padres, hermanos, esposos e hijos. No estaba mal visto que ellas renunciaran al disfrute de su cuerpo, siempre y cuando se encontraran dispuestas a concederlo a su marido.
De todos modos, la cultura patriarcal acostumbraba a las mujeres a presentarse como un objeto infalible de atracción masculina. Tarde o temprano los machos llegarían a solicitarlas, porque fueron programados por la cultura machista para hacerlo; inevitablemente van a competir entre ellos, tal como hacen los urogallos o los alces dispuestos a demostrar que son dignos de una hembra que se quedará con el vencedor. Aunque se sientan dueños del mundo, ellos van a esperar que ellas los acepten como pareja.
Giovanni Lanfranco: José y la esposa de Potifar
Aquellos que no reaccionan de acuerdo a ese mecanismo biológico elemental, se convierten en un desafío que puede volverlos más atractivos ante los ojos femeninos. ¿Cómo derribar esa contención inesperada de algunos machos, inaceptable para el orgullo de la mujer? Durante el peronismo, la religión católica se enseñaba en las escuelas secundarias. Si uno no era católico, existía la posibilidad de estudiar Moral, en una clase paralela. La Historia Bíblica era parte del temario y de pronto brindaba la posibilidad de hacer bromas nada respetuosas en una materia que exigía lo contrario.
El casto José, que rechaza las insinuaciones de la esposa de Potifar (no por casualidad la nombrábamos Putifar) no era precisamente un héroe de la mentalidad machista de entonces. El personaje podía tener virtudes admirables, como su generosidad con los miembros de su familia que lo habían perjudicado, hasta su capacidad de administrar sabiamente los negocios de su patrón, pero la castidad no contribuía a que se lo apreciara más. ¿Acaso las mujeres no lo tientan? ¿Por qué la indiferencia sexual, una virtud tan apreciada cuando se piensa en las mujeres, pasa a convertirse en evidente objeto de escarnio cuando se refiere a la conducta de un hombre?
Los hombres incapaces de controlar sus deseos, son vistos en el peor de los casos, por la mentalidad dominante, como simples víctimas de un temperamento apasionado, mientras que las mujeres que caen en la misma categoría, lo más probable es que sean execradas.  ¿Cómo se atreven? Tal ha sido la milenaria tradición dominante en Oriente y Occidente, donde a nadie se le ocurría entender que la limitación de la experiencia femenina en el disfrute del sexo, pueda alimentar conflictos que debieran resolverse gracias a incómodos diálogos de pareja (“¿Lo pasaste bien?”, “¿Qué te ha gustado más?”, “¿Qué no te ha caído bien?”) o buscando la intermediación de alguna autoridad competente (desde consejeros espirituales a psicólogos y médicos) encargados de orientar a quienes lo consultan sobre una materia tan privada.

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