sábado, 15 de julio de 2017

Cultura enferma del siglo XX (I): Dios en retirada



Bernard de Mandeville
Para que la sociedad sea feliz y la gente se sienta cómoda bajo las peores circunstancias, es preciso que gran número de personas sean ignorantes, además de pobres. (Bernard de Mandeville)

Puede parecer cínica o inmoral la observación del ensayista de comienzos del siglo XVIII, según la cual el engañoso bienestar de las mayorías se encuentra asegurado por su incapacidad para percibir las verdaderas relaciones sociales en las que se encuentran involucradas.  Para el iluminismo del siglo XVIII, el conocimiento debía liberar a la sociedad de viejas ataduras que perjudicaban a la mayoría. De acuerdo a la modernidad, el conocimiento puede independizarse de las ataduras con la ética y el sentido común que planteaban los bien pensantes, para desarrollar sus ambiciosos proyectos atendiendo solo a sus propios intereses.
Experimento nazi con gemelos
Durante el siglo XX, al amparo del régimen nazi, el doctor Josef Mengele conducía experimentos científicos en los campos de concentración europeos donde había relegado a millones de indeseables judíos. Se había propuesto demostrar que se trataba de una raza inferior, corrompida y corruptora, que debía ser exterminada. ¿Por qué ponerlos a resguardo de manipulaciones que no hubiera sido lícito emplear con otros seres humanos?
Mengele utilizó en sus búsquedas, por ejemplo, 1500 pares de gemelos prisioneros (nada de emplear ratones o monos, como se quejan en la actualidad los activistas de los derechos de los animales). Experimentó con trasplantes de órganos, sin utilizar anestesia, ni preocuparse de temas como la compatibilidad. Comprobó la resistencia a la congelación de sus víctimas. Les infectó virus de la malaria o el tifus. Probó los efectos del gas mostaza. Inyectó toxinas para comprobar los efectos de las sulfamidas. Quemó con fósforo. De los involuntarios colaboradores de sus pretendidas búsquedas científicas, no sobrevivieron más de 2000. Los médicos japoneses realizaron experimentos similares con prisioneros norteamericanos por la misma época. La imagen impoluta de la ciencia fue manchada repetidamente por los científicos del siglo XX.

Franklin Delano Roosevelt
El elemento uranio puede convertirse en una nueva e importante fuente de energía en un futuro inmediato. (…) Se ha abierto la posibilidad de realizar una reacción nuclear en cadena. (…) Este fenómeno podría conducir a la fabricación de bombas y, aunque con menor certeza, es probable que con este procedimiento se pueda construir bombas de nuevo tipo y extremadamente potentes. (Albert Einstein: carta al Presidente Franklin Delano Roosevelt) 
Bomba de Hiroshima
La ciencia del siglo XX tiene para muchos su amenazante culminación en la explosión atómica de Hiroshima, en agosto de 1945, según se afirmó entonces, con el objeto de acortar el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial que había comenzado en 1939 y producido millones de bajas, forzando la rendición de Japón, aunque la de sus aliados, Alemania e Italia, se hubiera consumado casi tres meses antes.
Prolongadas y costosas búsquedas efectuadas por los cerebros más destacados de la época, condujeron a 150.000 víctimas mortales, entre aquellos que murieron en el momento de la explosión (70 a 80.000) y durante los cuatro meses siguientes, como consecuencia de la lluvia negra de polvo, carbón y partículas radioactivas. La cifra se duplica cuando se toman en cuenta las víctimas del cáncer generado por la radiación que se fueron acumulando con el paso del tiempo.
Portada de Crítica
Contrastando con la confianza inicial de Einstein, antes de que se pusiera a prueba el poder destructivo de la bomba atómica, Robert Oppenheimer, uno de los científicos que la construyó, no pudo evitar el desencanto respecto de sí mismo y sus compañeros intelectuales, que marcaría la época, al citar el Bhagavad Gita, un texto sagrado hindú del siglo III a.C.: “Me he convertido en la Muerte, Destructora de mundos”. 
Ninguna de las partes puede aspirar a la victoria en esa guerra [nuclear], existe un peligro muy real de exterminio de la raza humana por el polvo y la lluvia de las nubes radioactivas. Ni la gente común ni los gobiernos son totalmente conscientes del peligro. (Bertrand Russell: Una Declaración sobre armas nucleares)

La Segunda Guerra Mundial había terminado con la derrota de las naciones que la iniciaron,  pero a continuación la Humanidad viviría casi medio siglo con la espada de Damocles de una Tercera Guerra, que utilizaría armamento atómico, porque a los derrotados podía prohibírsele, pero los mismos aliados (entre ellos, la Unión Soviética) iban a dedicar ingentes esfuerzos a modernizar su equipamiento bélico, en un carrera cada vez más peligrosa para todo el planeta, con el objeto de impedir que las consecuencias de un desequilibrio nuclear los perjudicara. 
No nos sentimos muy cómodos en nuestra actual cultura, pero resulta muy difícil juzgar si -y en qué medida- los hombres de antaño eran más felices, (Sigmund Freud: El malestar en la Cultura)
Sigmund Freud
Aquello que desde el ensayo de Sigmund Freud denominó en 1930 “malestar en la cultura”, se había instalado en el imaginario colectivo de mediados del siglo XX, como algo fácil de percibir para cualquiera. Después de haber experimentado dos guerras mundiales de una crueldad inaudita, se decantaba la amenaza de una tercera y todavía más profunda que las anteriores, porque sería nuclear y prometía liquidar toda forma de vida inteligente sobre el planeta. ¿Cómo podía nadie sentirse cómodo en su rincón del mundo, confiado, seguro y hacer planes desinformados para el resto de su vida?  Lo más sensato en ese momento hubiera sido cavar un refugio subterráneo, acumular agua potable y víveres, en un intento de sobrevivir al invierno radioactivo que se nos anunciaba.
Danza Macabra medieval
Probablemente no hubiera servido de mucho tomar esas precauciones. En la eventualidad de una guerra nuclear en las antípodas del planeta, solo demoraría algunos días, o en el mejor de los casos algunas semanas, la muerte inevitable para el resto de la humanidad. La gente común caería pronto, pero los dirigentes que nos habían conducido a una situación como esa, tampoco tendrían mejor suerte. Era un regreso inesperado, tras el optimismo planteado por la modernidad, a las representaciones de la Danza Macabra del Medioevo, que a todos emparejaba (niños y viejos, ricos y pobres, santos y pecadores) cuando la Muerte entraba en escena y se los llevaba a todos.
El potencial destructivo de la Humanidad, anunciaban los portavoces de la Guerra Fría, podía desatarse en cualquier momento y no exageraban demasiado sus advertencias. Estuvo a punto de ocurrir varias veces, a lo largo de un par de generaciones. En tal caso, ¿para qué continuar tomando en cuenta los criterios provenientes del pasado, como la diferenciación entre lo culto y lo inculto, lo alto y lo bajo, lo bello y lo feo, que se habían demostrado absolutamente inútiles, cuando se acercaba el fin de los tiempos?
Eugene Ionesco
El absurdo contaminaba todo el horizonte mental de la época. El discurso rimbombante quedaba al descubierto como una apariencia vacía, no pocas veces ridícula, de la cual parecía más razonable reír que sentirse impresionado. En La Cantante Calva, la pieza teatral de Eugene Ionesco, los lugares comunes ocupan el lugar que tradicionalmente se otorgaba al diálogo revelador del mundo interior de los personajes. No hay atisbos de tal mundo interior. Si los personajes hablan en escena, es para dejar al descubierto que solo son personajes, criaturas artificiales, tal como los cuadrados blancos o negros de las pinturas Kasimir Malevitch refieren que son cuadrados blancos o negros, ningún simulacro de la realidad.
Señora Smith: ¡Vaya, son las nueve! Hemos comido sopa, pescado, papas con tocino y ensalada inglesa. Los niños han bebido agua inglesa. Hemos comido bien esta noche. Esto es porque vivimos en los suburbios de Londres y nos apellidamos Smith. (Eugene Ionesco: La Cantante Calva)

Samuel Beckett
En la obra de Ionesco, el lenguaje queda a salvo, aunque solo sea el repertorio de las frases hechas, que denuncian el ceremonial carente de sentido del discurso cotidiano. Los grandes dramaturgos del pasado habían tenido fe en las posibilidades de comunicación del lenguaje, habían demostrado la capacidad del lenguaje para construir mundos imaginarios resistentes al tiempo y el olvido. En el teatro de Samuel Beckett, incluso el collage de lenguaje cotidiano desaparece. No queda mucho por decir y después de algunos intentos, solo persiste un silencio aterrador, una inacción que coincide con el anunciado (y repetidamente postergado) fin de los tiempos.
Pensar en la Muerte colectiva, gratuita, incluso fortuita, no estaba fuera de lugar a mediados del siglo XX. En una época en la que se había debilitado tanto la fe en el otro mundo, la conciencia de la fragilidad del presente suscitaba la burla de no pocos intelectuales, después de haber suscitado el desconcierto de los creyentes (la pregunta de dónde estaba Dios mientras se verificaba la tragedia multitudinaria de Auschwitz y otros mataderos que no han cesado de operar, se encontraba fresca y no tenía respuesta). 
Nos entregaste como ovejas al matadero y nos dispersaste entre las naciones; vendiste a tu pueblo por nada (…). Nos expusiste a la burla de nuestros vecinos, a la risa y al escarnio de quienes nos rodean; hiciste proverbial nuestra desgracia y los pueblos nos hacen signos de sarcasmo. Mi oprobio está siempre ante mí y mi rostro se cubre de vergüenza, por los gritos de desprecio y los insultos, por el enemigo sediento de venganza. (Salmo 44)

Campo de Concentración nazi
Esto fue escrito hace más de tres mil años y continúa manteniendo su vigencia en la actualidad. Es la voz de un creyente que no entiende cómo es posible que su suerte (y la del pueblo de donde proviene) se encuentre sumida en un prolongado infortunio, cuyo fin no se atisba por ningún lado, a pesar de la promesa de protección establecida por su Señor a quienes lo siguieran. El apoyo sobrenatural que anunciaron los fundadores de su nación, no llega. Si el mundo en el que intenta sobrevivir manifiesta algún sentido, es precisamente el que le imponen sus opresores.
El creyente no puede entregarse a la lógica de quienes han dispuesto eliminarlo, pero al mismo tiempo se percibe desprovisto de su fe de antaño. Las palabras del Papa Benedicto XVI, cuando visitó el campo de concentración de Auschwitz en 2006, no suenan demasiado diferentes a las del desencantado autor del salmo bíblico y desembocan en una idea que el arte de mediados del siglo XX había puesto en práctica repetidas veces.

Benedicto XVI en Auschwitz
En un lugar como éste [un campo de concentración] las palabras no alcanzan. Al final, solo puede haber un espantoso silencio, un  silencio que es en sí mismo un llanto a Dios de todo corazón: ¿por qué, Dios, permaneciste en silencio? (Benedicto XVI)

Si el máximo conductor de una religión milenaria se queda sin palabras, a pesar de haber demostrado ser un bien entrenado teólogo, ¿qué debe esperar un hombre común? El silencio de Dios, su retirada del mundo, no ha sido necesariamente la cuna del malestar generalizado de la cultura, pero sí uno de sus signos característicos. Desde el pensamiento judío, D. W. Silverman va todavía más lejos: Dios ya no consigue ser visto en el mundo contemporáneo como el Ser Todopoderoso que describió la Teología tradicional.
El Holocausto reveló las profundidades en las que se ha hundido el hombre, y el grado en que Dios se retiró. (D.W. SIlverman: El Holocausto, una Fuerza Viviente)
Ese vacío de Dios no queda así, disponible, a la espera de su regreso, que ocurrirá tarde temprano. El vacío de Dios tiende a ser ocupado por otras relaciones (otros compromisos y nuevas dependencias) de la gente con entidades superiores a cada uno de los integrantes de la comunidad. ¿Cuándo se había experimentado tal urgencia de asociaciones políticas, culturales, deportivas, comerciales, sexuales, etc.? El sentido de la vida continúa siendo el objeto de una búsqueda interminable de los seres humanos, porque se alimenta de la convicción de que el sentido no se encuentra definitivamente donde debiera estar.

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