Ilustración del Manual de Carreño, mediados siglo XX |
Los temores, las sospechas, la
frialdad, la reserva, el odio, la traición, se esconden frecuentemente bajo ese
velo uniforme y pérfido de la cortesía. (Jean-Jacques Rousseau)
Uno de los pocos libros que recibí de mi padre durante la
infancia, fue el Manual de Urbanidad y
Buenas Costumbres de Manuel Carreño. Lo leí como leía todo lo que encontraba
por ese entonces, desde revistas ajenas a mis intereses, como El Gráfico y Mecánica
Popular, hasta el Mundo Argentino y La Chacra, pasando por las novelas de
Ponson du Terrail publicadas por Leoplan y los libros del mes condensados de Selecciones
del Reader´s Digest.
Leía por compulsión, dos o tres libros por semana, acumulando
nuevos datos a una cultura dispersa, como los jóvenes de hoy, que surfean
Internet. Incorporaba personajes y circunstancias a mi archivo mental, sin
averiguar mucho sobre los autores de esos textos que devoraba, ni el momento en
que habían sido escritos, puesto que en las portadas de los libros era poco y
nada lo que se informaba.
Según había aprendido, un Manual era un texto publicado con
el objeto servir de guía durante la resolución de problemas menores de la vida
cotidiana (fuera la plomería de una casa de familia o la caligrafía inglesa que
debía utilizarse tanto en la correspondencia personal, como en las anotaciones
de los libros de Contabilidad).
Manual de Carreño, mediados siglo XIX |
Taparse la boca para bostezar, toser o estornudar estaba bien,
resultaba más agradable a la vista de los interlocutores, y sin duda más
higiénico que hacer lo contrario. Tomar la iniciativa de saludar con respeto a
las personas de más edad o relevancia social, no interrumpirlas nunca cuando
estaban haciendo uso de la palabra, tratarlas de usted y no desafiarlos con la
mirada, se entendían como actitudes convenientes para evitar que los adultos
nos humillaran a nosotros, los niños insolentes, con toda clase de reproches
por nuestra falta de educación (una circunstancia que marcaba incluso a
nuestros padres, que habían sido incapaces de formarnos).
Muchas personas son demasiado
educadas para hablar con la boca llena, pero no se preocupan por hacerlo con la
cabeza vacía. (Orson Welles)
Manual de Carreño |
El Manual de Carreño no parecía darse por enterado de que el
mundo había cambiado en lo que llevaba transcurrido el siglo XX (o mejor aún,
que el mundo nunca había sido tal como él pretendía, en el momento mismo de
redactar el texto).
El hábito de respetar los
convencionalismos sociales contribuye también a formar en nosotros el tacto
social, el cual consiste en aquella delicada mesura que empleamos en todas
nuestras acciones y palabras, para evitar hasta las más leves faltas de
dignidad y decoro, [para] complacer siempre a todos y no desagradar jamás a
nadie. (Manuel Carreño: Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres)
Manuel Antonio Carreño |
Después de los horrores demostrados de la Segunda Guerra
Mundial, despertamos a la pesadilla de la era atómica y una Guerra Fría que
resultaba cada vez más difícil imaginar que nos condujera al exterminio del
planeta, se había vuelto inverosímil prestarle atención a nociones tan frágiles
como la urbanidad y las buenas costumbres. ¡Por favor! ¿Acaso podía haber algo
más inútil, cuando el fin de la vida humana se encontraba en peligro?
No se puede hacer una tortilla,
sin romper algunos huevos. (François-Athanase Charette de la Contrie)
Luis J. Medrano: Almuerzo en familia |
Luis J. Medrano: Sábado inglés |
No estaba bien visto acercarse demasiado, aunque solo fuera
por buena educación, a la mujer de un amigo. Era una deslealtad que la
comunidad masculina no hubiera podido aceptar de ninguno de sus miembros. Si
alguien ponía en duda la honestidad de madres, hermanas u otras parientes de
alguno de ellos, se justificaba que el conflicto se dirimiera a golpes. En
cambio, no había problemas en piropear a perfectas desconocidas, incluso con
frases de doble sentido, que nadie se preocupaba de averiguar si complacían o
disgustaban a las homenajeadas.
No se escribieron manuales para
ser un buen campesino, buen indio, buen negro o buen gaucho, ya que todos estos
tipos humanos eran vistos como pertenecientes al ámbito de la barbarie. Los
manuales se escribieron para ser un buen ciudadano. (…) Los manuales de
urbanidad se convierten en la nueva biblia que indicará al ciudadano cuál debe
ser su comportamiento en las diversas situaciones de la vida, pues de la
obediencia fiel a tales normas, dependerá su mayor éxito (…) en el reino
material de la civilización. (Santiago Castro-Gómez: Ciencias sociales, violencia
epistémica y el problema de la invención del otro)
Manuel Carreño no tuvo la ocasión de vivir en una época de
generalizada tolerancia y buenos modales, descubrí años más tarde, porque la
Venezuela de mediados del siglo XIX se hundía en la llamada Guerra Federal, que
la desangró por décadas, cuando apenas intentaba recuperarse de los quince años
que duró la Guerra de la Independencia, que liquidó a una cuarta parte de la
población y acumuló un historial traumático de saqueos, violaciones y
destrucción.
La necesidad de imponer códigos de comportamiento a esa
comunidad anárquica era atendible, pero la posibilidad de que esos códigos no
quedaran como un esquema inútil resultaba remota. El colombiano Rufino José
Cuervo se había adelantado a Carreño en veinte años, cuando publicó Breves
nociones de urbanidad, un manual destinado a las estudiantes del Colegio de la
Merced en Bogotá, que era la institución encargada de formar a las jóvenes de
familias adineradas.
La urbanidad era una planta exótica en el territorio del Nuevo
Mundo, alimentada durante el curso del siglo XIX por el discurso de unos
cuantos precursores, decididos a imponer el comportamiento civilizado y elegante,
allí donde hasta la fecha simplemente no se lo había necesitado, y lo más
probable era que tampoco prosperara. Tal vez se aceptara la urbanidad de manera
provisoria, como una excepción a lo habitual, para no quedar marcado ante la
comunidad como alguien inculto, pero no por eso dejaba de considerársela una
elaboración inútil, por lo que más probable sería que después de verse obligado
a aceptarla, se la abandonara ante el menor contratiempo.
Durante el siglo XX, el tópico pasó a alimentar secciones
fijas de las revistas femeninas. Quizás los manuales de urbanidad no llegaran
modificar el comportamiento de un pueblo inculto, porque solo se preocupan de
identificar a quienes no poseen los buenos modales (en otras palabras, el
objetivo último de la urbanidad sería discriminar a los desdichados que por
ignorancia o descontrol son incapaces de camuflarse como integrantes de la
élite).
La etiqueta no dispone de las
grandes sanciones que tiene la Ley., pero la sanción principal que podemos
aplicar, es no tener trato con esa gente [que la infringe] y aislándolas porque
su comportamiento es intolerable. (Judith Martin: columnista norteamericana
conocida como Miss Manners)
Ilustración de La Letra Escarlata |
Si no se la ajusticia, como exigen algunos Ilusvecinos exaltados,
se la convierte en alguien que socialmente debe evitarse, para que no manche a
quienes se perciben a sí mismos como libres de toda sospecha. En ese territorio
de una sociedad intolerante, la Ley pasa a ser una opción entre otras, mientras
la doxa, la opinión dominante, decide a quien condena, la mujer
adúltera, pero no a su pareja (un pastor protestante, maldito por Dios, que le
marca otra A sobre el pecho) a quien se le concede la oportunidad de redimirse.
Esta mujer nos ha deshonrado a
todos y debe morir. ¿No hay acaso una ley para eso? Sí, por cierto: la hay
tanto en las Sagradas Escrituras como en los Estatutos de la ciudad. Los
magistrados que no han hecho caso de ella, tendrían que culparse a ellos
mismos, si sus esposas e hijas se desvían del buen sendero. (Nicholas Hawthorne:
La Letra Escarlata)
En el texto de Carreño, católico convencido, los grandes
infractores no merecen mayor atención. Existen, pero la magnitud de su depravación los pone en otro universo, del que es mejor ignorarlo todo, para no verse obligado a sospechar la eficacia del proyecto civilizador. De temas tan graves como aquellos que no resuelve la Urbanidad, deben
encargarse la Justicia, que recurre al secreto del procedimiento inquisitorial
para fundamentar sus resoluciones, y en forma paralela por la Iglesia, que
dispone del sacramento de la confesión, también practicado en secreto por el
clero establecido. La comunidad debería respetar esos diálogos en los que no participa y aceptar la opinión
de los jueces y el clero, que aplican los criterios de la institución que
representan.
La imagen de la Justicia con los ojos vendados, no pasa de
ser una convención decorativa presente en los edificios de Tribunales de todo el
continente. Por otra parte, nada parece más opuesto al puritanismo del norte,
que la pragmática mentalidad católica latinoamericana. Si existe un acuerdo
firme en estos ámbitos, es la tradición del doble estándar, que permite separar
con destreza las apariencias de dignidad y respeto, de la realidad menos digna
que pueden encubrir.
El Manual de Carreño se encarga solo de reglamentar lo
aparente, y gracias a una preocupación tan exigente como esa, niega la
existencia de todo lo que socialmente no se ha resuelto y de algún modo se
oculta. El Manual permaneció vigente en todo el continente americano, a través
de incontables ediciones que llegaron a convertirlo en texto escolar. A través
de los años, los nuevos editores iban podando los aspectos más anacrónicos y
adaptando lo que se podía adaptar al mundo contemporáneo, con lo que el libro
fue adquiriendo una difusión superior a obras escritas que eran más
trascendentes por su capacidad de análisis de la realidad. El arte
(camaleónico) de elaborar las apariencias, para volverlas aceptables a la
opinión de la mayoría, continuaba siendo una aspiración y una obligación
constante para amplios sectores de la población.
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