sábado, 9 de diciembre de 2017

Salvar las apariencias (I): La utopía de Manuel Carreño


 
Ilustración del Manual de Carreño, mediados siglo XX
Los temores, las sospechas, la frialdad, la reserva, el odio, la traición, se esconden frecuentemente bajo ese velo uniforme y pérfido de la cortesía. (Jean-Jacques Rousseau)

Uno de los pocos libros que recibí de mi padre durante la infancia, fue el Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres de Manuel Carreño. Lo leí como leía todo lo que encontraba por ese entonces, desde revistas ajenas a mis intereses, como El Gráfico y Mecánica Popular, hasta el Mundo Argentino y La Chacra, pasando por las novelas de Ponson du Terrail publicadas por Leoplan y los libros del mes condensados de Selecciones del Reader´s Digest.
Leía por compulsión, dos o tres libros por semana, acumulando nuevos datos a una cultura dispersa, como los jóvenes de hoy, que surfean Internet. Incorporaba personajes y circunstancias a mi archivo mental, sin averiguar mucho sobre los autores de esos textos que devoraba, ni el momento en que habían sido escritos, puesto que en las portadas de los libros era poco y nada lo que se informaba.
Según había aprendido, un Manual era un texto publicado con el objeto servir de guía durante la resolución de problemas menores de la vida cotidiana (fuera la plomería de una casa de familia o la caligrafía inglesa que debía utilizarse tanto en la correspondencia personal, como en las anotaciones de los libros de Contabilidad).
Manual de Carreño, mediados siglo XIX
La vida en sociedad que planteaba Carreño se encontraba tan distante de mi experiencia cotidiana como la galaxia de Andrómeda. ¿Qué era eso de tener sirvientes que cuidaban a los niños, planchaban la ropa o preparaban las comidas? En mi casa, eso hubiera sido un insulto a mi madre, que se encargaba de todo lo que necesitábamos. ¿Cuándo se me presentaría la oportunidad de ofrecer mis respetos a los deudos de un amigo durante un funeral? Si me cruzaba en la vereda con una dama, en las habitualmente vacías calles de mi barrio ¿debería cederle el lado de la pared o el de la calle?
Taparse la boca para bostezar, toser o estornudar estaba bien, resultaba más agradable a la vista de los interlocutores, y sin duda más higiénico que hacer lo contrario. Tomar la iniciativa de saludar con respeto a las personas de más edad o relevancia social, no interrumpirlas nunca cuando estaban haciendo uso de la palabra, tratarlas de usted y no desafiarlos con la mirada, se entendían como actitudes convenientes para evitar que los adultos nos humillaran a nosotros, los niños insolentes, con toda clase de reproches por nuestra falta de educación (una circunstancia que marcaba incluso a nuestros padres, que habían sido incapaces de formarnos).

Muchas personas son demasiado educadas para hablar con la boca llena, pero no se preocupan por hacerlo con la cabeza vacía. (Orson Welles)

Manual de Carreño
Comer con la boca cerrada y no hablar mientras comíamos, era el comportamiento más prudente para los niños, si no se quería regar la comida por toda la mesa y recibir una respuesta inmediata de los adultos. La ubicación de los cubiertos en la mesa, era un conocimiento que podía aplicarse en la vida familiar, cuando mi madre me ordenaba hacerlo, porque ella estaba demasiado ocupada preparando el almuerzo o la cena, pero el resto de las indicaciones del Manual referidas a la normas de etiqueta, requería una combinación de circunstancias altamente improbables, para que uno pusiera en práctica esos datos.
El Manual de Carreño no parecía darse por enterado de que el mundo había cambiado en lo que llevaba transcurrido el siglo XX (o mejor aún, que el mundo nunca había sido tal como él pretendía, en el momento mismo de redactar el texto).

El hábito de respetar los convencionalismos sociales contribuye también a formar en nosotros el tacto social, el cual consiste en aquella delicada mesura que empleamos en todas nuestras acciones y palabras, para evitar hasta las más leves faltas de dignidad y decoro, [para] complacer siempre a todos y no desagradar jamás a nadie. (Manuel Carreño: Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres)

Manuel Antonio Carreño
Encontrar un marciano hubiera sido menos factible que intentar una aplicación de los preceptos de Carreño, no solo porque habían sido escritos a mediados del siglo XIX (un dato que los editores solían omitir en la presentación del libro, para que pareciera actual en todos sus aspectos) sino porque daba forma a una visión del mundo que los jóvenes de entonces despreciábamos, por decir lo menos. Queríamos derribar las convenciones que nos estorbaban, esperábamos establecer otro orden, más equitativo y sincero. Creíamos que había llegado el momento de liquidar un orden que había demostrado ser opresivo, fallido y carente de moral.
Después de los horrores demostrados de la Segunda Guerra Mundial, despertamos a la pesadilla de la era atómica y una Guerra Fría que resultaba cada vez más difícil imaginar que nos condujera al exterminio del planeta, se había vuelto inverosímil prestarle atención a nociones tan frágiles como la urbanidad y las buenas costumbres. ¡Por favor! ¿Acaso podía haber algo más inútil, cuando el fin de la vida humana se encontraba en peligro?

No se puede hacer una tortilla, sin romper algunos huevos. (François-Athanase Charette de la Contrie)

Luis J. Medrano: Almuerzo en familia
Mis veinte años los viví lejos de mi familia, en la Universidad, donde estaban vigentes otros códigos, que durante la infancia y adolescencia se me hubieran presentados como inaceptables. Todo el mundo fumaba, ser ateo era obligatorio, como ser de izquierda, y el que no lo aceptaba, mejor no decía nada. Las mujeres usaban pantalones, soltaban palabrotas y bebían ginebra. Los hombres tampoco se contenían al hablar o beber en su presencia. Existía, sin embargo, un evidente pudor para referirse a la sexualidad ajena o propia, no solo a la homosexual, que servía para hacer bromas denigrantes, sino también a la conducta heterosexual, que evitaba mencionarse, para no quedar marcado como demasiado sensible, por no decir cursi.
Luis J. Medrano: Sábado inglés
Hablar mal de las novias o las esposas era de rigor en una reunión de hombres, como las convocadas por mi padre los sábados a la noche, para jugar al truco. Se las tildaba de controladoras, malhumoradas y lentas para entender, como una forma de reafirmar que el ideal humano era la fraternidad masculina (de ahí la denominación de brujas que abarcaba a todas ellas, menos a las respetables madres de los presentes). Cabe suponer también que denigrar a las mujeres era una estrategia destinada a convencer a los congéneres de que no valía la pena fijarse en ellas, tal como el Viejo Vizcacha escupía el asado para que nadie se lo quitara.
No estaba bien visto acercarse demasiado, aunque solo fuera por buena educación, a la mujer de un amigo. Era una deslealtad que la comunidad masculina no hubiera podido aceptar de ninguno de sus miembros. Si alguien ponía en duda la honestidad de madres, hermanas u otras parientes de alguno de ellos, se justificaba que el conflicto se dirimiera a golpes. En cambio, no había problemas en piropear a perfectas desconocidas, incluso con frases de doble sentido, que nadie se preocupaba de averiguar si complacían o disgustaban a las homenajeadas.

No se escribieron manuales para ser un buen campesino, buen indio, buen negro o buen gaucho, ya que todos estos tipos humanos eran vistos como pertenecientes al ámbito de la barbarie. Los manuales se escribieron para ser un buen ciudadano. (…) Los manuales de urbanidad se convierten en la nueva biblia que indicará al ciudadano cuál debe ser su comportamiento en las diversas situaciones de la vida, pues de la obediencia fiel a tales normas, dependerá su mayor éxito (…) en el reino material de la civilización. (Santiago Castro-Gómez: Ciencias sociales, violencia epistémica y el problema de la invención del otro)

Manuel Carreño no tuvo la ocasión de vivir en una época de generalizada tolerancia y buenos modales, descubrí años más tarde, porque la Venezuela de mediados del siglo XIX se hundía en la llamada Guerra Federal, que la desangró por décadas, cuando apenas intentaba recuperarse de los quince años que duró la Guerra de la Independencia, que liquidó a una cuarta parte de la población y acumuló un historial traumático de saqueos, violaciones y destrucción.
La necesidad de imponer códigos de comportamiento a esa comunidad anárquica era atendible, pero la posibilidad de que esos códigos no quedaran como un esquema inútil resultaba remota. El colombiano Rufino José Cuervo se había adelantado a Carreño en veinte años, cuando publicó Breves nociones de urbanidad, un manual destinado a las estudiantes del Colegio de la Merced en Bogotá, que era la institución encargada de formar a las jóvenes de familias adineradas.
La urbanidad era una planta exótica en el territorio del Nuevo Mundo, alimentada durante el curso del siglo XIX por el discurso de unos cuantos precursores, decididos a imponer el comportamiento civilizado y elegante, allí donde hasta la fecha simplemente no se lo había necesitado, y lo más probable era que tampoco prosperara. Tal vez se aceptara la urbanidad de manera provisoria, como una excepción a lo habitual, para no quedar marcado ante la comunidad como alguien inculto, pero no por eso dejaba de considerársela una elaboración inútil, por lo que más probable sería que después de verse obligado a aceptarla, se la abandonara ante el menor contratiempo.
Durante el siglo XX, el tópico pasó a alimentar secciones fijas de las revistas femeninas. Quizás los manuales de urbanidad no llegaran modificar el comportamiento de un pueblo inculto, porque solo se preocupan de identificar a quienes no poseen los buenos modales (en otras palabras, el objetivo último de la urbanidad sería discriminar a los desdichados que por ignorancia o descontrol son incapaces de camuflarse como integrantes de la élite).

La etiqueta no dispone de las grandes sanciones que tiene la Ley., pero la sanción principal que podemos aplicar, es no tener trato con esa gente [que la infringe] y aislándolas porque su comportamiento es intolerable. (Judith Martin: columnista norteamericana conocida como Miss Manners)

Ilustración de La Letra Escarlata
La Letra Escarlata, novela de Nicholas Hawthorne, muestra el peso de la opinión dominante en una comunidad pequeña, ideológicamente homogeneizada por el puritanismo, durante el siglo XVII, cuando tiene que enfrentar las evidencias de una infracción a los mandamientos de Moisés. La mujer adúltera debe ser castigada mediante la marginación y el recuerdo de su falta; por eso tiene que usar una letra A bordada en rojo, sobre la pechera de sus ropas negras.
Si no se la ajusticia, como exigen algunos Ilusvecinos exaltados, se la convierte en alguien que socialmente debe evitarse, para que no manche a quienes se perciben a sí mismos como libres de toda sospecha. En ese territorio de una sociedad intolerante, la Ley pasa a ser una opción entre otras, mientras la doxa, la opinión dominante, decide a quien condena, la mujer adúltera, pero no a su pareja (un pastor protestante, maldito por Dios, que le marca otra A sobre el pecho) a quien se le concede la oportunidad de redimirse.

Esta mujer nos ha deshonrado a todos y debe morir. ¿No hay acaso una ley para eso? Sí, por cierto: la hay tanto en las Sagradas Escrituras como en los Estatutos de la ciudad. Los magistrados que no han hecho caso de ella, tendrían que culparse a ellos mismos, si sus esposas e hijas se desvían del buen sendero. (Nicholas Hawthorne: La Letra Escarlata)

En el texto de Carreño, católico convencido, los grandes infractores no merecen mayor atención. Existen, pero la magnitud de su depravación los pone en otro universo, del que es mejor ignorarlo todo, para no verse obligado a sospechar la eficacia del proyecto civilizador. De temas tan graves como aquellos que no resuelve la Urbanidad, deben encargarse la Justicia, que recurre al secreto del procedimiento inquisitorial para fundamentar sus resoluciones, y en forma paralela por la Iglesia, que dispone del sacramento de la confesión, también practicado en secreto por el clero establecido. La comunidad debería respetar esos diálogos  en los que no participa y aceptar la opinión de los jueces y el clero, que aplican los criterios de la institución que representan.
La imagen de la Justicia con los ojos vendados, no pasa de ser una convención decorativa presente en los edificios de Tribunales de todo el continente. Por otra parte, nada parece más opuesto al puritanismo del norte, que la pragmática mentalidad católica latinoamericana. Si existe un acuerdo firme en estos ámbitos, es la tradición del doble estándar, que permite separar con destreza las apariencias de dignidad y respeto, de la realidad menos digna que pueden encubrir.
El Manual de Carreño se encarga solo de reglamentar lo aparente, y gracias a una preocupación tan exigente como esa, niega la existencia de todo lo que socialmente no se ha resuelto y de algún modo se oculta. El Manual permaneció vigente en todo el continente americano, a través de incontables ediciones que llegaron a convertirlo en texto escolar. A través de los años, los nuevos editores iban podando los aspectos más anacrónicos y adaptando lo que se podía adaptar al mundo contemporáneo, con lo que el libro fue adquiriendo una difusión superior a obras escritas que eran más trascendentes por su capacidad de análisis de la realidad. El arte (camaleónico) de elaborar las apariencias, para volverlas aceptables a la opinión de la mayoría, continuaba siendo una aspiración y una obligación constante para amplios sectores de la población.

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