domingo, 17 de diciembre de 2017

Salvar las apariencias (II). Lo que va de ayer a hoy


Los modales corteses hacen que el hombre aparezca exteriormente tal como debería ser en su interior. (Jean de la Bruyére)

Heroine chic
Hace unos años, se planteó en el ámbito de la moda el cocaine look o el heroine chic, estilos repulsivos para algunos y probablemente atractivos para otros, que simulaban el aspecto de los adictos a esas drogas: extrema delgadez de las modelos de pasarela, piel muy pálida, ojeras negras, boca roja, pelos en desorden, ropas feas y desgarradas, empleo ornamental de elementos utilitarios como alfileres de gancho, cierres de cremallera y piercings. Los músicos de rock lo adoptaban en sus conciertos multitudinarios; algunos diseñadores de ropas lo imponían en sus desfiles.
Eran tendencias detectadas por los investigadores de marketing en el mundo de la marginalidad de todo el planeta, que los diseñadores reelaboraban y pasaban a ser expuestas masivamente por los medios, donde figuraban como imágenes alternativas (vale decir, como modelos opuestos a la estética oficial) disponibles para ser imitadas por millones de seguidores deseosos de oponerse al sistema.
Modelos anoréxicas
Algo parecido sucedió con la extrema delgadez de las modelos de alta costura de comienzos del siglo XXI. Tras haber sido denunciada por los médicos como una apología de la anorexia, los diseñadores establecieron acuerdos profesionales para evitar esas imágenes tan riesgosas, por la influencia que podían ejercer sobre miles de adolescentes depresivas. En Francia se ha comenzado a exigir un certificado médico que certifique la salud de las modelos, estableciendo multas elevadas a los empresarios infractores.
¿Por qué querría alguien revelar una situación personal como una adicción, que solo puede ser descrita como una enfermedad y no suele ser bien vista por la mayoría? O lo que es todavía más difícil de explicar, ¿por qué querría alguien aparentar una situación que no es la suya, sino bastante peor que la suya? En el caso de los artistas, se entiende que busquen atraer la atención de quienes observan su trabajo, si no con una propuesta original de su arte, por lo menos con algo que no se espera mostrar en público, porque suele ocultarse. Hoy, exaltar la apariencia, volverla digna de atención, por desagradable que sea, es una estrategia que no duda en utilizarse, porque la censura tradicional sobre el adicto parece haberse levantado.
No es que se transforme al adicto en un héroe (o al menos en una víctima inocente de una represión que no respeta las opciones individuales) pero no quedan muchas dudas de que es una presencia frecuente, que cualquiera encuentra en su familia, en su círculo de amigos o incluso en el espejo.

Mediados siglo XX: Familia de clase media.
En el pasado, se trataba de salvar las apariencias de normalidad, evitando a cualquier precio que las convenciones establecidas por la sociedad se derrumbaran. La compostura, la dignidad lograda no sin esfuerzo, la hipocresía también, lograban imponerse en los ambientes más opuestos. Los pobres tenían a buen recaudo un único traje bueno, generalmente negro (el del domingo, el de las ceremonias solemnes como bodas, bautizos y funerales) que usaban tan solo en contadas ocasiones, a lo largo de su vida adulta, para no avergonzar a los suyos con la visión de su pobreza.
Esas prendas se guardaban, se restauraban, se fotografiaban para dar la mejor impresión del usuario. Eran el equivalente de sí mismos que la gente mostraba en las fotografías (cuando no le faltaban piezas dentales) con el objeto de demostrar una felicidad que no siempre se correspondía con su situación real.
Los ricos no se avergonzaban de exhibir su existencia envidiable, tan opuesta a la existencia de la mayoría de la gente, compitiendo entre ellos para demostrar quién tenía más poder que sus iguales, sin preocuparse de la obscenidad inocultable de tal ostentación, mientras que ahora prefieren ser discretos (al menos en público) no sea que exciten la respuesta indignada de quienes son sus adversarios y pueden agredirlos.
Abrigo de pieles, años `40
Vestir pieles era el orgullo de las mujeres adineradas durante el siglo XX. Las focas del Ártico y los monos de la jungla africana fueron exterminados para satisfacer la demanda de peludos abrigos femeninos y masculinos. Serpientes, cocodrilos y otros animales no menos temibles cuando gozaban de vida, pasaban a suministrar materia prima para carteras y calzado. Hasta las damas de clase media aspiraban a un cuello de zorro, donde los ojos habían sido reemplazados por cuentas de cristal, o abrigos de retorcida lana caracul. Nada parecido a la conciencia ecológica de la actualidad existía en ese momento.
Hacia fines del siglo XX, en cambio, lucir pieles en público se convertía en un acto de provocación, que estimulaba el rechazo de los ecologistas y sectores cada vez más amplios de la población.
Hay algo admirable en el proyecto de buenos modales de Manuel Carreño y es la decisión inquebrantable de aparentar corrección (el llamado buen tono) a cualquier precio, en las peores circunstancias, sin avergonzarse de los intentos fallidos que pueden deparar burlas, indiferencia o humillaciones a quienes lo intenten, porque él considera ese simulacro no pocas veces ridículo, como lo mejor que puede dar de sí mismo un ser humano.
Carreño había elaborado una imagen de la conducta en sociedad que poco le debía a los reclamos de la Naturaleza y casi todo a la voluntad de ser aceptado por aquellos que controlaban el Poder y bajo ninguna circunstancia aceptaban ser cuestionados. Los empleadores exigen buena presencia de quienes postulan para trabajar con ellos, aunque no lleguen a definir los parámetros de esa apariencia deseable.
Cirujía plástica
Mucho antes de las siliconas, de las dietas adelgazantes, de las tinturas del pelo y el lifting que hoy obsesionan a millones de seres humanos, la imagen construida deliberadamente, para causar buena impresión, se apoyaba en el empleo de un vestuario capaz de esconder las imperfecciones del cuerpo y un comportamiento correcto, aunque antinatural. Nada de esto parece conectarse con la mentalidad del mundo contemporáneo, que afirma apreciar la sinceridad por encima de los buenos modales.

Que usted será lo que sea / -escoria de los mortales- / un perfecto desalmado / pero con buenos modales. / Insulte con educación / robe delicadamente / asesine limpiamente / y time con distinción. / Calumnie pero sin faltar / traicione con elegancia / perfume su repugnancia / con exquisita urbanidad. (Joan Manuel Serrat: Lecciones de Urbanidad)

Preocuparse por el qué dirán los demás, no es un esfuerzo inútil, cuando se depende de la opinión ajena para sobrevivir, como le sucede a la mayor parte de la gente. Oponerse a la opinión dominante (la doxa de los griegos) acarrea no pocas amenazas para quien lo intenta. A veces, ni siquiera hace falta tomar partido contra la mayoría. Exhibirse tal como uno es, carecer de filtros, lejos de considerarse una virtud, que prestigia a quien la muestra, se evalúa como el indicio de una grave incapacidad para vivir en sociedad.
Kevin Spacey
Es significativo que Kevin Spacey, el actor que protagoniza la serie televisiva House of Cards, en la que se muestra el desempeño de un político inescrupuloso, que utiliza magistralmente el doble estándar para ascender en su ambiente, quede al descubierto como un abusador de jovencitos en la realidad. Esa revelación pone fin a la grabación de la serie y hace que el director de un filme ya concluido y con fecha de estreno inminente, lo reemplace de apuro por otro actor. Lejos de convertirse en portavoz de una minoría sexual como tantas que hoy se toleran, Spacey se ha vuelto en pocos días en una figura inaceptable para la mayoría.
Manifiestación de víctimas de acoso sexual
Una cultura que ha convertido en ideal no discriminar a la gente por sus preferencias sexuales, lo mismo que por su género, etnia o edad, condena sin embargo que se utilice el sexo para controlar a subordinados (eso explica la enorme repercusión que alcanza la campaña Me Too, donde las víctimas que hasta hace poco se avergonzaban de lo que habían sufrido, proclaman que ellas también denuncian la agresión). Se condena sobre todo que a pesar no ser un secreto, se mirara para otro lado, durante años, cuando se manifestaba esa conducta impropia.
La modernidad en cuestiones de moral, se definiría por la mayor o menor transparencia a la que todos quedan sometidos, comenzando por aquellos que detentan algún poder y ya no puede aceptarse que aprovechen sus privilegios para causar daño a quienes no consiguen defenderse. En el pasado, con tal de defender a las instituciones respetadas (como la Iglesia, la escuela, la familia) se aceptaban los comportamientos más inadecuados de algunos individuos. En el presente, la idea de la Rochefoucault se ha devaluado al punto de volverse inaceptable:

Hipocresía es el homenaje que el vicio brinda a la virtud. (François de la Rochefoucault)

Hipocresía es hoy, por lo menos, la complicidad que la virtud brinda al vicio. Salvar las apariencias es dar nueva vida a lo que se afirma detestar.
Los fundamentos de la Urbanidad pueden discutirse. No son los mismos en diferentes sociedades, ni en distintos momentos de desarrollo de cada una de ellas. Para los chinos, japoneses y coreanos, que Manuel Carreño no llegó a conocer, eructar después de haber comido, es un gesto de buena educación, porque indica la satisfacción del comensal y elogia el esfuerzo de quienes elaboraron los alimentos.
Interior de Versailles
Para los refinados franceses de la corte de Luis XIV, los perfumes intensos (no la higiene) eran la solución escogida para enmascarar los olores corporales inevitables de la escasa frecuentación del agua y el jabón. En cuanto a los hedores de las habitaciones, ¿qué podía esperarse de un palacio como Versailles, epítome del lujo y sin embargo carente de baños?
Mi experiencia personal de un teatro de centro Europa en invierno, hace medio siglo fue tan contradictoria como inolvidable. Por un lado, un espectáculo culto y una audiencia conocedora, que repletaba la sala. Por el otro, un intenso olor corporal, proveniente de centenares de cuerpos que no se bañaban más de una vez a la semana y tampoco se cambiaban de ropa interior todos los días. ¿Cómo separar una evidencia de la otra? Mis parámetros de urbanidad no eran los que utilizaban ellos y nada hubiera estado más equivocado que pretender imponer los propios de mi cultura.
Hay en todas las sociedades un comportamiento público, fuertemente codificado, al punto de desembocar en rituales, como hay un comportamiento privado, que se ha impuesto en el interior de un grupo familiar o una pareja. Las reglas que dan sentido a ese comportamiento no son transferibles de un contexto al otro.
Napoleon y Josefina
Napoleón Bonaparte le escribía una carta a su amada Josephine Beauharnais, avisándole que en los próximos días regresaba de una prolongada campaña militar… para que no se bañara. Eso nos dice bastante sobre el efecto que la transpiración de la mujer tenía sobre la libido de ese personaje histórico.
Sudar, en cambio, horrorizaba a Carreño, que escribía su Manual en un país tropical, y a pesar de ello no aceptaba que bajo ninguna circunstancia, delante de testigos al menos, nadie sudara. Él exigía que se utilizaran guantes, que impidieran mostrar esa humedad impropia de los seres humanos civilizados, sin importar el clima reinante en una zona del planeta donde el sudor es inevitable y necesario para la salud. A mediados del siglo XX, esa prohibición continuaba vigente, como indicaba el uso generalizado de antisudorales, que prometen eliminar cualquier olor corporal. Edna Murphey se hizo millonaria gracias a un producto denominado Odorono, que suprimía el sudor por varios días (irritando la piel sensible de las axilas, de paso). Algunos de los indeseables efectos secundarios del desodorante eran las manchas rojizas dejadas en la ropa, que las mujeres intentaban eliminar con recursos tan variados como el vinagre, el jugo de limón y el bicarbonato de sodio.
Anuncio Odorono, años `50
La publicidad se encargó de estigmatizar el sudor como una enfermedad vergonzante. La higiene corporal hubiera debido ser la alternativa más confiable para evitar gran parte de ese problema. Los publicistas desecharon esa noción, que no requería de grandes inversiones, ni grandes preocupaciones de los usuarios, para ofrecer desodorantes más costosos que resolvían la dificultad de inmediato.

En el interior del brazo de una mujer, hay una discusión franca de un tema que se evita con demasiada frecuencia. El brazo de una mujer. Los poetas lo han cantado, los grandes artistas han pintado su belleza. Debería ser lo más bonito del planeta, y sin embargo, por desgracia, no lo es siempre. (Texto publicitario de Odorono, 1920)

Los comportamientos colectivos se imponen cuando resultan rentables, de acuerdo a la óptica de la modernidad. Si las mujeres norteamericanas (y a continuación los hombres y las mujeres del área de influencia de las multinacionales jaboneras) se avergüenzan de sudar y aspiran a oler a flores, comprarán el antisudoral que promete librarlos de un síntoma al que hasta poco antes no le concedían la menor urgencia. Odorono y otros productos similares basaron sus negocios multimillonarios en esa capacidad para sentirse culpable de provocar una duradera mala opinión de los pares.
Anuncio desordorantre MUM
Todo el comportamiento humano puede ser reglamentado por Carreño, para que armonice con las normas del buen gusto y el respeto de las jerarquías sociales existentes.  No importa cuán incómoda o artificiosa pueda ser una norma, con tal que la sociedad reciba la impresión de que se está haciendo lo correcto. ¿Por qué se debería prestar tanta atención a las apariencias, cuando los conflictos más graves de la sociedad suelen ser de otra índole, que Carreño esconde bajo la alfombra?

La base de la urbanidad, de la buena educación, es moral: no hagas a otros lo que quieras que te hagan a ti. (Amando de Miguel: Cien años de Urbanidad)

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