martes, 3 de enero de 2023

AYER Y HOY DE LA CANCELACIÓN (I)

 

Los “jettatores” son hombres como los demás, en apariencia; pero que hacen daño a la gente que anda cerca de ellos… ¡Y no tienen vuelta! Si, por casualidad, conversa usted con un “jettatore”, al ratito no más le sucede una desgracia. (Gregorio de Laferrere: Jettatore)


Entre los siglos V antes de nuestra era y XVI de nuestra era, los chinos dedicaron millones de vidas a la construcción de una gran muralla de miles de kilómetros de extensión, que hubiera debido preservarlos de la invasión de los pueblos mongoles, a quienes consideraban inferiores y un riesgo para su refinada cultura. Todo ese esfuerzo fue en vano. Los mongoles ocuparon China, llegaron hasta Corea por un lado, se extendieron por gran parte de Asia y Europa.

Abrirse a la diversidad evidente del mundo es una necesidad de los seres humanos, que no todos se resignan a aceptar, porque se aferran a la continuidad de lo propio. También puede ser un riesgo. De lo desconocido, de lo rechazado, provienen las amenazas que justifican la construcción de barreras, que permitirían defender la integridad de lo que se considera propio y al mismo tiempo amenazado por lo ajeno. De lo desconocido llega lo que alimenta y renueva lo propio. ¿Cómo anular un riesgo potencial, sin dañar un recurso imprescindible de la supervivencia?

Antes de que existieran la RRSS, la gente hacía un respetuoso vacío en torno a ciertos personajes o situaciones conocidos, pero también evitados por el acuerdo colectivo. Ellos eran de temer por distintos motivos: tenían los ojos de determinado color, que se apartaba del habitual, o les había tocado en suerte un apellido malsonante o capicúa, o acumulaban experiencias donde quedaba al descubierto que por donde ellos pasaban, florecía la desgracia.

Tal vez no fuera más que la casualidad, mañosamente descrita para demostrar una tesis denostadora. En ocasiones se los consideraba portadores de la mala suerte, no tanto para sí mismos, como para los demás (eran yeta o mufa, de acuerdo con el habla popular de Argentina, heredera de la tradición italiana o disfrutaban de la pava, eran pavosos, tal como se dice en el Caribe). Se los acusaba de ser capaces de causar voluntariamente daños irreparables a otras personas, pero en ocasiones también sin quererlo ni darse cuenta, hasta con la mirada, incluso a gran distancia.


Lo más prudente para no sufrir la maldición, era apartarse de ellos, no irritarlos. Había que evitar nombrarlos. En Venezuela, un prócer como Francisco de Miranda suele ser aludido (y a la vez eludido) llamándolo el Mariscal, sin más, porque se teme que al nombrarlo directamente, como yo acabo de hacerlo, desencadene desgracias similares a las que él encontró a lo largo de su variada y fallida vida. Quienes llaman Ciriaco el Pavoso al difunto Hugo Chávez, son sus adversarios, sin lugar a dudas, y le atribuyen una retahíla de desgracias que habría causado a quienes lo apoyaron, con lo que demuestran que la superstición compartida puede ser utilizada también como instrumento de la lucha política.



En Argentina, el músico Osvaldo Pugliese, de prolongada trayectoria en el mundo del tango, cargó con la fama de mufa, elaborada durante el régimen peronista, probablemente para devaluar su militancia de izquierda, que le valió la cárcel y la prohibición de acceder a los medios, hasta que el ingenio popular decidió (después de su muerte) convertirlo en todo lo contrario, un santo, ahora venerado por quienes lo temían. Antes de sus presentaciones, los músicos populares lo nombran tres veces y suelen tener una estampita con su figura protectora.

La incertidumbre despierta conductas irracionales, pero a la vez consoladoras. Los actores suelen reunirse antes de presentarse ante el público, para repetir tres veces la palabra “merde” (no siempre en francés) con el objeto de espantar la mala suerte. Ningún actor aceptaría la presencia del color amarillo en la ropa o la decoración del escenario donde se va a presentar, porque trae mala suerte. Los niños pueden sufrir el mal de ojo (la maldición que se transmite mediante la mirada) pero en Chile las madres ponen lazos rojos en las muñecas de los pequeños (también los usan los grandes) para desviar la atención del maléfico. La mufa tiene la complementación de rituales antimufa, que prometen la superación de la incertidumbre a quienes recurren a ellos.


Los maléficos no suelen serlo por decisión propia, pero de todos modos resultan infalibles cuando se trata de imponer su maldad, gozan de una eficacia que cualquiera debería envidiar, y por lo tanto requieren ser halagados mediante sacrificios en algunos casos, y en otros ignorados para esquivar el impacto de sus temibles poderes. En la Mitología griega, la Medusa podía petrificar con la mirada a quien se le acercara, pero el ingenioso Perseo la derrota gracias a un espejo que le permite degollarla sin verla directamente.

El portador de la yeta o mufa es etiquetado como tal por la decisión de alguien decidido a compartir su evaluación con el resto de la comunidad. Habría que marcar al monstruo, para que baste reconocerlo y adoptar la misma actitud inicial de rechazo. Con él, no se negocia ni entabla ningún diálogo. En ciertos casos, se decide aparentar que no se lo ha visto, no tomarlo en cuenta, con el objeto de evitar cualquier contacto capaz de desestabilizar a quien lo encuentre.

Una vez señalado, el yeta queda tatuado por la categoría, que es indeleble y lo acompañará hasta su muerte, independientemente de su suerte o su influencia en un proyecto exitoso o recordarles a sus amigos que ganaron fortunas en el casino la noche que él los acompañó. Una vez infectado, el momento de los argumentos racionales ha quedado atrás. (Hernán Iglesias Illa: “Contra la yeta y a favor de la ciencia)

De algo que resulte molesto para un sector de la sociedad, simplemente no se habla, de acuerdo con el dictamen de quien tenga el poder (a veces, tan solo la decisión) de cancelar una realidad que le resulte desagradable. Si lo no deseado ha sucedido y puede probarse, no importa demasiado, o mejor dicho, deja de importar. No hablar de lo que perturba, llega a convertirse en una orden no escrita, que no acepta discusión y sin embargo debe ser acatada. Hay un cuento de Julio Llinás que tiene como título “De eso no se habla” y un filme de María Luisa Bemberg que lo adapta y cuenta la historia de una madre que goza de ascendiente en una comunidad provinciana argentina y se niega a reconocer la situación de su hija enana.


En mi familia paterna, no se hablaba de las circunstancias que habían conducido a mi tía Matilde a un agresivo tratamiento de electroschoks, poco tiempo después de haberse casado tardíamente con un pretendiente rechazado por su padre, veinte años antes. Solo ella mencionaba una parte de la experiencia, aquella que la presentaba como víctima un abuso médico: le habían borrado gran parte de la memoria. Nosotros, sus sobrinos, podíamos enterarnos de lo que describía como algo horrible, que no era reciente y sin embargo tampoco perdía vigencia, porque le habían quitado parte de su vida (probablemente aquello que la condujo a la crisis que no se mencionaba) pero no estábamos autorizados a preguntar más detalles, ni deseábamos hacerlo. ¿Quién lo había prohibido? Nadie en particular, y al mismo tiempo todos de algún modo, al callar el tema.

Eso pasaba antes de las RRSS. La evidencia de un enfermo mental planteaba una mancha poco deseable sobre cualquier familia. Un suicidio o un hijo nacido fuera del matrimonio, el hecho de que alguien hubiera estado en la cárcel, no eran datos olvidados por parientes y vecinos, aunque no se los mencionara. Los datos personales de cada uno circulaban dentro de su ámbito, eran compartidos por pocas personas, que sin embargo tenían un enorme poder de estimular, contener o censurar a todo el mundo.

En las RRSS de la actualidad, el universo al que, sin pensarlo demasiado, sin sospechar lo que van a encontrar, se incorporan desde muy jóvenes los usuarios urgidos por la moda y la necesidad de hallar compañía, todo adquiere dimensiones insospechadas y características intrusivas. Los usuarios descubren que se les ofrece herramientas inadecuadas para obtener compañía, pero al mismo tiempo muy eficaces cuando se trata de agredir. Una vez dentro, todos opinan sobre todo lo que hallan, lo mismo da si están adecuadamente informados o no, si pueden causar daño o no.

Los usuarios de las RRSS pueden (sin demasiado esfuerzo de su parte) destruir o al menos causar un daño considerable otros usuarios, que los perjudicados no tienen por qué aceptar, ni cómo eludir. El hater (se ha intentado traducirlo como “odiador”) puede causar enormes daños y sin embargo salir indemne del ataque perpetrado. Las reglas laxas y aparentemente democráticas de las RRSS, que no censurarían nada a nadie, lo ayudan, lo invitan y hasta lo premian con las respuestas (comenzando por los retweets) que genera su actividad en quienes presencian la agresión y no atinan ni desean detenerla, porque después de todo brinda un espectáculo más a una cultura donde la diversión está en el centro de todo.

Hace más de un siglo, para la mentalidad positivista que desdeñaba reconocer el poder de lo irracional en la conducta humana, el portador de la mala suerte (aquel a quien se designaba como yeta) era visto como una víctima propiciatoria de la comunidad. ¿Por qué no sacrificarlo? Él debía asumir un rol amenazante, para que otros pudieran asumir el suyo, que era el de víctimas capaces de superar el miedo y pasar a la acción justiciera. Hoy prevalece la imagen oscura de quienes se dedican a destruir a un adversario distante, que no puede tocarlos, por simple diversión, para dar salida al enojo, para disfrutar la embriaguez de la impunidad.

Es muy fácil hacer un “jettatore”; pero una vez hecho, la rehabilitación es imposible. (Gregorio de Laferrere: Jettatore)

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