jueves, 5 de enero de 2023

AYER Y HOY DE LA CANCELACIÓN (II)


Durante mi infancia en Argentina, cuando probablemente no tenía más de seis o siete años, decidí hacer un experimento social (si voy a nombrarlo hoy con esos términos que entonces no existían o al menos yo no manejaba). Dejé un hilo de sal gruesa en el umbral de la casa de una conocida de mi madre, comadrona de profesión, que vivía a cinco cuadras de distancia. ¿Por qué su casa? ¿Por qué utilizar sal gruesa? No era una persona que conociera mucho o me resultara desagradable. Todo me hace sospechar que yo había oído a los adultos hablar de la superstición que por casualidad estaba activando y conocía la opinión de mi víctima sobre el tema, porque de otro modo hubiera hecho lo mismo con algún vecino más cercano.

Muchos años más tarde, en Brasilia, tras la salida de Jair Bolsonaro del poder, los funcionarios del nuevo régimen de Lula da Silva “lavan” con sal gruesa la entrada del Palacio de Planalto y el Ministerio de Economía, para borrar la mala suerte (el mal de ojo) que hubiera podido quedar adherida a esos lugares. Para otros, la sal gruesa sirve para eliminar la envidia o encadenar a la persona que se ama o lograr el pago de deudas u obtener riquezas. La complejidad de los resultados favorables que prometen los rituales, afirma al mismo tiempo la escasa confianza que despiertan en quienes no creen en ellos.


En mi caso, el efecto de lo que podría considerarse una travesura al estilo de las que Mark Twain atribuye a Tom Sawyer, una iniciativa infantil que podía molestar a muchos y no divertía a nadie, no tardó en mostrarse. Los adultos comenzaron a comentar las enemistades que había despertado la mujer por su trabajo. De un día para el otro, ella no confiaba en sus vecinos, porque solo de ellos podía provenir la hostilidad, y hablaba de irse del barrio. ¿Quién la estaba amenazando? Una diversidad de hipótesis convertía a casi todos los residentes en sospechosos, como en una novela de Agatha Christie.

No recuerdo el desenlace. Probablemente la conmoción pasó, aunque nunca terminara de ser olvidado, sin que descubrieran la autoría de la broma (o el atentado, según se vea) que yo no podía reclamar, porque solo me avergonzaba haber causado tal revuelo y hubiera recibido de mis padres el castigo que merecía. Era demasiado fácil, aprendí, perjudicar a alguien y quedar impune. Las herramientas estaban al alcance de cualquiera. ¿Acaso había gente que efectivamente odiaba a la comadrona? ¿Cargaba ella en su conciencia la memoria de situaciones que volvían plausible una amenaza muda?

Mi madre y mis tías no estaban satisfechas con dos hermanas amigas, que vivían a poca distancia y según las escuchaba decir, no pagaban las visitas que recibían. Ellas estaban trabajando en su casa (eran modistas) y abrían la puerta a quienes se consideraban sus amigas, cuando llegaban dispuestas a pasar la tarde tomando el té, intercambiando confidencias, quizás porque no veían la manera de evitarlo, pero no encontraban tiempo para visitar a nadie (al menos esa era la excusa que ponían). Tarde o temprano, la relación que venía desde la infancia tenía que concluir. Sin un diálogo que las pusiera en las mismas condiciones, ¿cómo suponer que hubiera entre ellas algo más que el simple conocimiento?


Durante los años ´40, una película francesa, Le Corbeau se volvió famosa por su historia de una comunidad provinciana, donde todos los personajes tienen algo sucio que esconder y una epidemia de cartas anónimas va revelando cada una de esas verdades incómodas. Nadie es lo que parece y las relaciones sociales encubren una agresividad que el anonimato desata. En el pasado, la posibilidad de no ser identificado convertía a cualquiera en alguien temible, cuyos resentimientos y falta de escrúpulos quedaban al descubierto. En la actualidad, las RRSS han democratizado esa experiencia.

Cuando alguien se expone en las RRSS, no solo recibe el aplauso y las ofertas seductoras de usuarios conocidos o desconocidos, sino también las agresiones y la indiferencia de todos ellos. Nadie sabe qué puede dolerle más. Ser odiado es un dato desagradable y en ocasiones inesperado, pero ser ignorado puede ser incluso peor. La alternativa de defenderse es lo primera que aprende alguien que publica mensajes en las RRSS. Para defenderse, muchos optan por agredir.

Para defenderse de enemigos reales o imaginarios, los usuarios de las RRSS cancelan a otros usuarios, ponen barreras que deberían detener a quienes pueden lastimarlos (que al fin de cuentas es casi todo el mundo) o que simplemente los disgustan. ¿Acaso olvidan quiénes frecuentan las RRSS y con qué propósitos suelen hacerlo? Si pretenden pasar inadvertidos o vivir al margen de la locura imperante en el mundo contemporáneo, ¿qué hacen allí?

En la realidad no se puede matar a todos aquellos que se interponen en los planes de quienes disponen de medios suficientes para librarse de ellos. Hay leyes que lo prohíben y la mayoría las respeta. Cualquiera sabe que sus deseos tienen ciertos límites, que actualmente puede aceptar o no, porque de todos modos dispone del recurso rápido y sin costo excesivo, que es cancelarlo de sus RRSS. En ese terreno, nadie lo detiene. Puede ser que en la vida social haya que aceptar compromisos bastante penosos, como convivir con quien desagrada.

En las RRSS esas concesiones que dan forma a la vida civilizada pueden ser dejadas de lado. Se acepta o rechaza a los interlocutores en las RRSS de acuerdo con el humor del momento, y en muchos casos se cancela inmediatamente a quien disgusta. A partir de ese trámite, el otro será como si hubiera muerto. ¿Por qué va a tolerar que alguien lo contradiga, que alguien se aparte de los límites que para su bien ha decidido imponerle? Se la ha ingeniado para construir un mundo (tal vez ilusorio, que sin embargo es compartido con otros como él) donde tanta libertad no está permitida.

Sabe lo que le gusta y sobre todo aquello que no le gusta. Reconoce a quien tolera y a quien no soporta. Ignora en cambio cómo arreglárselas para sobrevivir en el mundo real, que es más complejo y no se ajusta a lo maravilloso que esperaba de él y preferiría destruir antes que modificarlo. Una vez que alguien es cancelado en las RRSS, deja de existir para quien tomó la decisión. Deja de aparecer en la pantalla. Eso alivia momentáneamente la irritación del cancelador o la desvía hacia otros objetos no menos odiosos, que al parecer no faltan para quien detesta negociar. Podría suponerse que se trata de un alivio definitivo, pero esto no suele ser así. La realidad no se resigna a dejar tranquilo a quien pretende modificarla. Cambia de máscara, desorienta, hace bajar la guardia y regresa por donde menos se la espera.

Debiera dormir tranquilo, dado que al parecer la adversidad fue cancelada, y sin embargo no logra conciliar el sueño. No hay sentencia definitiva para mantener a raya la invasión de lo que alguien rechaza. La cancelación no tiene mayores efectos, puede comprobar. Fue engañado por el discurso propio o ajeno, y todo el tiempo lo sabía. De manera que no hay engaño, porque quiso ser engañado.

Cuando ve que alguien no se ajusta a sus designios, no duda en recurrir a medidas definitivas: lo cancela. En el supuesto negado de que mañana cambie de opinión, nada le costaría revertir la maldición (sin necesidad de confesar su arrepentimiento). Vive en un mundo agitado pero reciclable, como el de los videojuegos. No es la realidad.


En 1868, Manuel Mariano Melgarejo, entonces Presidente de Bolivia, llegado al poder tras un golpe de Estado, decidió humillar al Reino Unido y expulsó de La Paz al embajador británico que había decidido no concurrir a una celebración oficial. Para eso lo hizo montar al revés en un burro, exponiéndolo a la burla popular. Cuando la reina Victoria se enteró, habría pedido que le indicaran en un mapa dónde estaba el país que se atrevía a maltratar de ese modo al representante del Imperio más poderoso de la época, y cuando se lo indicaron, de un plumazo lo habría tachado, diciendo: “Bolivia no existe”.

Sin duda Bolivia existe, con sus errores y contradicciones, e Inglaterra también. Melgarejo era un militar analfabeta y Victoria la monarca mejor asesorada de la época. Los desplantes de dos poderosos (cada uno en su contexto) no alteran definitivamente la realidad. Solo son efectivos para sus seguidores. Las cancelaciones de hoy suelen ser berrinches de usuarios de las RRSS, que gozan de una libertad de difundir su subjetividad que en el pasado estaba negada a la mayoría, y al manifestarse en la actualidad revela su inconsistencia. Con el malhumor no se hace mucho. Puede ser intenso, pero no deja de ser volátil como motivación.

 

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