domingo, 11 de julio de 2010

Casa sin libros


Nunca tuve conciencia de que en mi casa no hubiera libros de ningún tipo, ni siquiera aquellos que se supone destinados a los niños. En ningún momento lo consideré una carencia digna de ser lamentada. Tampoco los había en la mayor parte de las casas de mis vecinos, que frecuentaba como si fueran parientes. En la escuela primaria, cada sala de clases tenía una biblioteca minúscula, que no tardé en descubrir que se agotaba en un par de semanas.
Abelardo Castillo era mi amigo y no recuerdo que tampoco él tuviera otros libros que folletines de Sandokan y varios pequeños volúmenes ilustrados pero con poco texto, sobre personajes de Walt Disney, cuyas hojas, al ser pasadas a cierta velocidad, permitían ver figuras en movimiento.
Vivir sin libros no significaba una insalvable limitación para mi curiosidad. En ese barrio se recibían diarios locales y de la Capital, revistas de espectáculos como Radiolandia y Antena, publicaciones infantiles como Billiquen y El Pato Donald, otras para adultos, como Aventuras o Leoplan, algunas especializadas, como La Chacra, El Gráfico, Mecánica Popular, incluso Selecciones del Reader´s Digest. Había suplementos literarios de La Nación o Crítica. Antes o después que los adultos, yo encontraba la manera de leer todo eso, resolver los crucigramas y ponerme a prueba en los juegos de ingenio como laberintos, aféresis y charadas.
Al enterarme de que en la casa de algún vecino guardaban ejemplares de alguna publicación, no tardaba en tocar la puerta, pedía revisarlos y conseguía que me los prestaran, dos o tres ejemplares a la vez. A pesar de la timidez, nada me impidió llegar a esos archivos de material de lectura que la gente guardaba en lugares protegidos, para releer en el futuro. Lo curioso es que nunca habláramos del material de lectura con los adultos. Ellos sabían que yo leía casi cualquier texto que encontrara, pero no me recomendaban ninguno, como tampoco censuraban mis búsquedas.
Constancio C.Vigil: Vida Espiritual: 
La lectura llegó a ser sinónimo de la más completa libertad para alguien que rara vez viajaba y solo conocía a sus vecinos. Leyendo, escapaba de los límites geográficos y mentales del barrio, de la ciudad provinciana, del país donde me había tocado nacer. De la fundación del Estado de Israel y el comienzo del conflicto palestino, me enteré gracias a una historieta del Pato Donald, que transcurría en ese territorio. En ocasiones, la información obtenida a través de canales tan poco confiables me confundía: la Selva Negra alemana que mencionaban los despachos de la Segunda Guerra Mundial, podía ser para mí el mismo territorio donde se aventuraba Sandokan, Tigre de la Malasia.
Mi padre nos compraba revistas infantiles, pero no libros. La excepción fue Cómo Ganar Amigos y Ser Exitoso en los Negocios de Dale Carnegie, que había visto promocionado en la prensa y hubiera debido suministrarme ideas prácticas para orientar mi vida. Cuando llegué a la educación secundaria, compré pocos libros de texto y me las compuse para estudiar con los que encontraba en las bibliotecas a las que tenía acceso. Los libros prometían un universo excitante, pero me acostumbré a que fueran ajenos y no intentaba poseerlos. Al visitar las casas de mis tíos paternos en Mar del Plata, no encontré muchos libros en exhibición, a pesar de que mi abuelo había comprado enciclopedias, El Tesoro de la Juventud (que venía en una biblioteca propia) y lujosas ediciones españolas de Historia del Medioevo que no debieron hallar sitio para ser exhibidas, puesto que dudo que las consultaran, porque estaban relegadas a los depósitos de objetos en desuso.
Biblioteca Rafael Obligado
A partir de los doce años, leí todo lo que me interesaba y encontraba en los catálogos y estantes de un par de bibliotecas, la del Colegio Nacional y la Rafael Obligado. Las visitaba una o dos veces por semana, guiado en mis lecturas no por el consejo de ningún profesor que dosificara el aprendizaje, sino por el azar de los artículos aparecidos en los suplementos literarios de La Nación y los programas culturales de Radio Nacional. Fui en más de un aspecto, un autodidacta y no hubiera disfrutado tanto el proceso de instruirme, si me lo hubieran impuesto como una tarea.
O.G. 18 años
Al comenzar a trabajar en el hotel de mis tíos, cuando cumplí diecisiete años, pude disponer de dinero propio y decidí comprar los libros que me interesaban, no demasiados, cuando los comparaba con los dos o tres que leía por semana. Eran los Diarios de Kafka, La señora Dalloway, de Virginia Woolf, traducida por Borges y un volumen de A la búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust, que nunca terminé de leer y se extravió durante las sucesivas mudanzas. Las novelas de Faulkner y el Ulyses de Joyce, que tanto influyeron en mi vocación, los encontré en la Biblioteca Pública. Poseer libros nunca me preocupó demasiado. Me bastaba con leerlos.
A lo largo de mi vida reuní media docena de bibliotecas que luego me vi obligado a dispersar (y en algún caso vendí), porque nos mudábamos de una ciudad a otra, de un país al otro y no era fácil arrastrar con nosotros todo el papel impreso que habíamos acumulado. El acceso a Internet, me confirmó en la decisión de despreocuparme de adquirir aquello que pudiera consultar cuando lo necesitara en un archivo público.
Con los años, formé colecciones de películas, que en ciertos casos quedaron pronto desactualizadas por la industria audiovisual, como sucedió con el paso de la norma Betamax de los ´80, a la VHS de los ´90. y luego al DVD del siglo XXI. Atarse a los objetos culturales era una apuesta que generalmente uno perdía y se veía obligado a comenzar de nuevo.

1 comentario:

  1. Los libros o las revistas infantiles en mi caso eran mi mejor entretenimiento,ademas en esa epoca era común prestarse entre vecinos los diarios y o revistas,y como no acordarme de Castillo el padre boexeador y el hijo hoy escritor como vos con muchas publicaciones vivio desde chico en el barrio pero sobre calle Independencia,cual sera la coincidencia vos ,Abelardo y yo vivimos en ese barrio hasta nuestros 17 años
    Susana

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