sábado, 3 de julio de 2010

Rituales: Tomar el fresco



Las fachadas de las casas de mi barrio parecían herméticas para quienes pasaban por la calle. Las pocas ventanas altas y angostas, tenían fuertes rejas de hierro que las protegían, combinadas con persianas de madera o metal, postigos y gruesas cortinas tejidas al crochet, que no dejaban ver nada de lo que pasaba en el interior, pero tampoco era improbable que las puertas de esas casas estuvieran abiertas para los visitantes que llegaran a cualquier hora del día, sujetas apenas con un ladrillo o una piedra, con el objeto de evitar que se cerraran con el viento.
Los asaltos y secuestros no eran imaginados en mi infancia, no porque no hubiera delincuentes, sino (lo más probable) porque ellos estaban bien informados sobre los modestos recursos de los vecinos del barrio que hubieran podido ser sus víctimas. Se desconfiaba de las caravanas de gitanos que aparecían en raras ocasiones y acampaban en terrenos baldíos, para distribuirse a continuación con la oferte de leer la suerte o vender ollas de cobre; se miraba con recelo a los viajantes que llegaban de la Capital y disponían de atractivas maletas donde cargaban muestras de sus mercancía; se vigilaban los movimientos de los artistas de algún circo en gira, pero no se sospechaba nada de los vecinos a los que se conocía desde siempre.
Más allá del barrio, en la zona de las chacras que rodeaban a San Pedro, había tranqueras que debían detener el paso del ganado, pero no planteaban el menor obstáculo para que cualquier visitante humano entrara. En este lugar de puertas abiertas, durante el verano, los vecinos del barrio sacaban sus sillas a la vereda y disfrutaban el aire fresco de la noche, mientras comentaban lo que hubiera por comentar: un partido de fútbol que habían oído narrar en la radio, noticias de los diarios, anécdotas de conocidos.
Uno se sentaba y dialogaba a través de la calle, sin necesidad de gritar, porque no había tránsito que interfiriera y en todo lo que se dijese no había nada que no pudiera ser oído por los niños y las señoras presentes. Susana C. recuerda a su vecina, Paulina P., que tenía sobrepeso, muchos años a cuestas y sobrellevaba una luxación de cadera, a pesar de lo cual arrastraba una silla por más de media cuadra, bastante lejos de su casa, para quedar en condiciones de charlar con los vecinos del otro lado de la calle.
No soy capaz de recordar los temas de conversación, pero supongo que eran trivialidades, nada conflictivo que pusiera en peligro la continuidad del intercambio. Vivir en un barrio, era casi como pertenecer a una misma familia. Nadie se plantea tener la última palabra, cuando el objetivo es afianzar el contacto.
En veranos secos, podía suceder que un auto pasara, interrumpiendo la tranquilidad de la calle, para dejar una nube de polvo que obligaba a suspender la respiración. Por eso, los vecinos regaban la calle antes de sentarse. Era la época en que se llegaba a encender en la vereda una espiral de piretro, para repeler con su perfume a los mosquitos. La calle era el living de los vecinos, como se decía tradicionalmente de muchas plazas europeas (la de San Marcos en Venecia, por ejemplo), un espacio en el que se concretaban negocios, los jóvenes se cortejaban y los ricos se exponían a sí mismos, para la envidia de los menos afortunados.
En una casa que estaba frente a la de mi familia y en el pasado había sido ocupada por José Félix Grigioni, tío materno de mi padre, el banco de cemento alisado en el que la gente que pasaba podía sentarse a descansar, era parte del edificio y estaba enmarcado por un arco de ladrillos pintados con cal, protegido del sol por árboles frondosos. Cualquiera podía utilizarlo, para descansar un momento y contemplar desde allí el espectáculo pausado y siempre cambiante de la calle.
Había vecinos que se sentaban en la vereda a tomar mate y mirar la calle a plena luz del día, desde la primavera al otoño, pero debían ser hombres bastante viejos, para no afrontar la crítica de quienes los vieran. Resultaba inaceptable que una mujer no acompañada por un padre, marido o hermano, demostrara ante la comunidad, sentándose a tomar el fresco, que no tenía nada que hacer en el interior de la casa, mientras se ofrecía a las miradas masculinas.
Desde sus asientos, las familias conversaban con los transeúntes, porque a pesar de la radio que había logrado unir de manera engañosa a la gente, convirtiéndolos en auditores de un emisor inalcanzable para responderle, la verdadera diversión se daba en el espacio urbano, fuera de las casas y provenía de la gente del mismo barrio. No creo que estuviera bien visto sentarse a plena luz día a nadie que no fuera un comerciante a la espera de clientes, porque hubiera denotado ociosidad, desaprovechamiento del tiempo que se suponían dedicado al trabajo productivo.
Sentarse a tomar el fresco, no pocas veces en silencio, acompañados por parientes y amigos, sin sentir que faltara nada más para considerarse satisfecho, definía un pacto de los individuos con su entorno. Seis décadas más tarde, tras haber presenciado situaciones como esas en otros países del continente, advierto que en la actualidad no hay modo de recuperar una situación parecida, en la que todo el diálogo que se da resulta previsible y fue definido hace tiempo; donde los conflictos familiares (que inevitablemente los hay) no llegan a la superficie, porque un acuerdo eficaz (pero engañoso) ha terminado por prevalecer sobre los desacuerdos, que sus protagonistas callan, porque hay testigos que prefieren no enterarse de su existencia.

1 comentario:

  1. Oscar cuantos recuerdos de hace casi 60 años ,yo salia a la calle con mi abuela y mi tia sobre la calle Litoral y venia a compartir la charla la vecina con su sila a cuesta desde la otra cuadra Doña Paulina (vos la nombras como una de las vecinas)
    Estas cosas ahora son casi imposibles de hacer por lo menos en mi ciudad y eso que vivo en un barrio casi centrico ,mas que dialogar con el vecino de paso y un rato ,eso de sacar la silla y tomar mate ,es casi algo imposible de lograr
    Susana Calvo

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