viernes, 16 de julio de 2010

Solteronas


Las hermanas Sara y Elena F. vivían solas, en una casa de ladrillos a la vista, parcialmente cubierta de hiedra verde en primavera, roja en otoño. Era el lugar más limpio y ordenado que yo hubiera visto en mi infancia. Desde que las recuerdo, eran mujeres maduras, que permanecían solteras y trabajaban como modistas (un oficio condenado a la espera prolongada de clientes, en ese barrio donde las mujeres disponían de poco dinero para destinarlo al vestuario). Sara y Elena compraban revistas para mujeres llamadas Vosotras, Para Ti, Labores, donde se alternaban los moldes de vestidos, la cocina, los consejos de bellezas y los cuentos de amor.
¿Por qué habían quedado solteras? No por decisión propia, sospecho. Ellas le pedían a mi madre que le prestara a mi hermana Marta, para que las acompañara al cine, donde veían comedias románticas y la reposición de películas musicales de los años ´30, o (sobre todo) para dar más de una vuelta por el centro de San Pedro, las noches en que la gente joven de la ciudad salía a pasear por la calle Mitre.
Eso me indica que todavía esperaban escapar de la soltería, hallar una pareja o al menos alguna mirada que les impidiera sentirse disponibles. Pasearse por Mitre los martes, jueves y sábados, era exhibirse ante posibles pretendientes, y llevar a una niña con ellas, les aseguraba presentarse como damas ya no tan jóvenes, pero decentes, que no buscaban compañía masculina (aunque la merecieran).
¿Dónde estaban los hombres? No era que faltaran, como podía constatarse fácilmente, al recorrer el barrio. Era que no se acercaban a mujeres que parecían estar por encima de su propio lugar en la sociedad. Ni ellas se hubieran fijado en un albañil o un peón, ni ellos las hubieran considerado como posibles parejas (responsabilizarse de esposas demasiado exigentes, no era una perspectiva demasiado atractiva). En un barrio como el nuestro, mujeres de sus características quedaban condenadas a la soledad.
Su sobrina, a quien conocíamos como La Ñata, alta, rubia y sonriente hija del dueño del único taller mecánico del barrio, había sido seguida desde la adolescencia por la mirada codiciosa de los solteros del barrio, que no obstante nunca se le acercaron. Ella pudo seguir el mismo destino de Sara y Elena, pero la modernidad de los años ´50 se impuso y un día nos enteramos que había aceptado casarse con un empleado de su padre.
Mariquita y Corina eran hermanas, primas de mi padre. Vivían en una antigua casona del centro de San Pedro y se habían quedado solteras. Las veíamos muy de vez en cuando y resultaba inevitable que se convirtieran en el objeto de bromas afectuosas de los parientes, por su excentricidad tan evidente. Pertenecían a alguna congregación de damas católicas y vestían las imágenes del templo durante las fiestas patronales. Ante la falta de maridos e hijos, vestir santos era una actividad que las definía de un solo trazo, probablemente ocultado aristas menos convencionales.
Ellas mismas elaboraban sus ropas, que eran de una complejidad apabullante para mi madre y mis tías, criadas en un hogar donde solo había sitio para la simplicidad, Mariquita y Corina se destacaban por las filas interminables de botones forrados, las presillas innecesarias, los bordados laberínticos en cordón de seda, el laberinto de alamares, los bieses que simulaban oleaje, las mangas dolman que obligaban a quien las usara a adoptar poses artificiales de brazos separados del torso, los cuellitos de karakul, las entretelas que otorgaban rigidez de escultura a las telas que intentaban domar las formas irreverentes de sus cuerpos carnosos, obligados a imitar la silueta de moda, gracias al aporte secreto de apretadas fajas de goma, tras la desaparición de los corsés de ballenitas.
Las dos era la demostración palpable de la sabiduría que las mujeres buscaban en los cursos de Corte y Confección. Mariquita y Corina dividían su tiempo entre la Iglesia y la reforma de su vestuario, dos actividades que prometían no tener fin. Eran, tal vez, mayores que mi tía Matilde, quien había escapado a su destino, al casarse después de los cuarenta años. Mariquita y Corina debieron vivir modestamente de las rentas de alguna propiedad familiar que heredaron, en un proceso que las condujo a la indigencia discreta, cuando envejecieron y ya no les quedó nada por vender. Sin maridos, hijos o nietos, ¿a quién acudir en sus últimos años?
Me parece recordar que eran jugadoras apasionadas de canasta uruguaya. Mi tía Matilde tenía mucho de ellas: el orgullo de ser personas respetables y sin embargo marginadas, en una sociedad que no planteaba demasiados roles para las mujeres. En rigor, solo había dos: el de esposa y madre sacrificada o el de mujer de la mala vida, que justificada su existencia por su habilidad para procurar un momento de expansión a los hombres.
Por alguna fatalidad que las devaluaba, o por una fortaleza interior que les impedía degradarse, las solteronas no servían para nada de eso. Al recordarlas, probablemente las distorsiono más de lo prudente, al imaginarlas como personajes que hubieran salido de obras teatrales de Tennessee Williams o los cuentos de Manuel Mujica Láinez (pero no los dramas de Federico García Lorca). No eran fruto de la fantasía de un escritor, sino de circunstancias menos dramáticas, pero de todos modos crueles. No había demasiado sitio en el mundo para ellas.

1 comentario:

  1. Claro como no recordar a las hermanas Fenouil que eran modistas ,si tambien estaba mi tia Petra que tambien era modista y soltera.
    Susana

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