jueves, 23 de septiembre de 2010

El arreglo personal a mediados del siglo XX


La gente se comunica no solo a través de las palabras, que a veces utilizan con timidez o torpeza, por lo que no logran comunicar más que la superficie de aquello que les ocurre. Hay otros recursos (otros lenguajes) a los que sin embargo no se les concede la misma importancia que a la palabra, y por ello son objeto de menor censura.
Vestirse, calzarse, peinarse, maquillarse, adornarse con accesorios, no suelen ser analizadas como actividades relevantes para entender una comunidad humana. Se da por sentado que cada uno de sus integrantes debe hacerlo de cierto modo, puesto que vive en un ámbito organizado y no puede andar desnudo o arreglado de manera “inadecuada”. Cualquier intento de ignorar o desafiar esas normas que (lo más probable) no se encuentran escritas, pero de todos modos son conocidas por todos, suele ser sancionado mediante el rechazo social. Alguien se viste de manera inapropiada para su edad, o se maquilla para simular lo que no es o disimular lo que es. No se necesita más para definir un código de comportamiento, que cambia de manera periódica.
El calzado elegante era incómodo, ajustado, puntiagudo y costaba mantener el brillo perfecto que socialmente se exigía. El calzado de entre casa era rústico: las alpargatas de áspera suela de cáñamo, que usaban hombres y mujeres por igual, las chancletas muchas veces manufacturadas por las mujeres.
Durante los años ´30, hombres y mujeres apretaban los cabellos lisos o en ordenadas ondas contra el cráneo, utilizando aceites perfumados (brillantinas) o fijadores (gomina). Poco importaba que los genes hubieran decidido suministrarles cabellos ondulados o ensortijados. La moda imponía un casco de pelos tan prolijo que un solo pelo fuera de lugar causaba espanto.
Durante loa años ´40, el peinado de las mujeres se volvió más elaborado y voluminoso. Poco importaba que la Naturaleza les hubiera dado una cabellera abundante o raleada. Mis tías usaban un postizo de fibra vegetal que denominaban banana, por la forma que lo caracterizaba y podía usarse de dos maneras: sobre la frente, para enmarcar la cara con un volumen curvo de cabellos que envolvían el postizo; o por detrás de la cabeza, como un subrayado a la curva del cráneo en el sitio donde se une con el cuello. En ambos casos, peinarse para salir o recibir al novio, requería el auxilio de al menos otra mujer de la familia. Para mis cinco tías, eso no era un problema. Siempre estaban dispuestas a ayudarse unas a otras.
Las peluquerías de damas eran escasas en San Pedro, a mediados del siglo XX. En mi barrio no había ninguna. La peluquería de hombres de la Avenida Sarmiento, en un local situado poco antes de llegar a Tres de Febrero, era la alternativa para las mujeres que optaban por el corte “a la garçonne”, una rémora de los años ´20 que se encontraba en retirada entre los adultos, pero que se convertía en el último recurso de las madres, cuando las niñas regresaban de la escuela con piojos.
Las tinturas para el pelo de las mujeres, quedaban reservadas a la figuras del espectáculo, pero incluso ellas eludía comentar el tema y trataban de argumentar que su belleza era natural, sin retoques de la química. El drástico cambio de color de pelo de Eva Duarte, al convertirse en Eva Perón, debió causar comentarios desfavorables de los adversarios políticos. Recuerdo el reportaje de Radiolandia sobre la joven Mirtha Legrand, en el que se informaba que ella “refrescaba” el rubio natural de sus cabellos con enjuagues de manzanilla. Si la belleza no era natural, quedaba disminuida para los evaluadores.
Los hombres maduros se teñían los bigotes y las cejas, a veces de manera afrentosa, de negro azabache, como el eterno líder socialista Alfredo Palacios o el escritor Enrique Larreta, opuestos en cuanto a ideologías políticas, pero coincidentes en su rechazo de las canas y el cuidadoso desplazamiento de los pelos que crecían en alguna parte de la cabeza, hasta cubrir lo que había quedado al descubierto.
A mediados de los ´60, uno de nuestros profesores de la Universidad apareció con las canas teñidas de un color que la publicidad denominaba visón, después de haber constituido una nueva pareja con una mujer por lo menos veinte años más joven y peluquera de profesión, una situación que alentó los comentarios mordaces de quienes lo detestaban. El artificio declarado era visto como un signo de debilidad en los hombres, y una muestra de poco decoro en las mujeres, incluso en una época en que la píldora anticonceptiva revolucionaba ideas milenarias sobre los límites de los géneros.
A mediados de los ´40, mis tías y mi madre discutían las ventajas de la croquiñol, una ondulación del pelo que se anunciaba como “permanente”, pero que de todos modos iba cediendo con el tiempo, el crecimiento natural del cabello y los lavados, por lo que al cabo de un año ya no quedaban rastros de ella. Cuando las mujeres regresaban de la peluquería de damas, traían un olor extraño y desagradable, de amoníaco y pelo quemado, como si acabaran de salir de la limpieza en seco de una tintorería. Había que resignarse a eso, porque tenían prohibido lavarse la cabeza durante varios días, para no deshacer la ondulación producto del calor.
Los rizos más sueltos, se armaban siguiendo un procedimiento del siglo XVIII, gracias al empleo de bigudíes variados a los que se sometía el pelo húmedo durante la noche. El tirabuzón que se obtenía, duraba pocas horas. En algunos casos, los bucles se modelaban con broches de metal y tiras de goma que mantenían sujeto el pelo. El procedimiento resultaba tan laborioso que exigía la colaboración de varias mujeres de la familia y se reservaba para algunas ocasiones especiales, como la Primera Comunión de mi hermana Marta, registrada por una foto del estudio Bennazar.
El fijador en spray, que hizo su entrada triunfal en los ´60, no existía. Por eso, no había que esperar que un arreglo capilar femenino durara mucho tiempo, a pesar del arsenal de horquillas y hebillas que se utilizaban. Ir a una fiesta, en esas condiciones, exigía una prudencia similar a la de Cenicienta: ningún encanto duraba hasta pasada la medianoche, y el espectáculo del artificio que se deshace delante de aquellos a quienes debiera encantar, es uno de los más deprimentes que puedan darse.
Los hombres gozaban de ventajas respecto de las mujeres, porque los jopos empinados que aparecieron hacia el final de los ´40, se armaban en segundos y duraban horas en su lugar, gracias a la gomina perfumada que antes había sido utilizada para aplastar en casco los cabellos más rebeldes.
Las mujeres del barrio se depilaban las cejas hasta dejarlas convertidas en un rastro indeciso, que retocaban con lápiz graso. Probablemente las maduras lo habían hecho durante años, y en algunas la carencia de cejas propias les otorgaba un aire de sutiles figuras del Renacimiento. Veinte años más tarde, al recorrer centro Europa, descubrí que la mayoría de las mujeres no se depilaban, porque ese tipo de cuidado las hubiera mostrado ante los demás como prostitutas. Tampoco los hombres vestían pantalones claros, para no ser confundidos con colaboradores del ejército de ocupación alemán (aunque la guerra hubiera concluido más de veinte años antes). En el arreglo personal que se efectuaba antes de que la televisión sincronizara y otorgara obligatoriedad a los paradigmas de todo el mundo, los cambios tardaban cierto tiempo (años) en imponerse en los distintos sectores de la sociedad, y mucho más en perder su atractivo inicial y reclamar su sustitución por otro paradigma.
El cine y la prensa podían marcar los cambios de la moda, como habían hecho desde comienzos del siglo XX, pero no llegaban a todos los consumidores en el mismo instante. Si lo isocronía es uno de los fenómenos que define a la modernidad desde el punto de vista de la comunicación, en mi infancia presencié los preparativos de una planificación de una estrategia que hoy otorga un abismante poder a los medios.
Cuando mi madre se pintaba la boca levemente, con el mismo lápiz labial que le conocí durante años, a continuación besaba repetidamente un pañuelo de papel, para que el artificio pasara desapercibido. Los celos de mi padre y el pudor de ella, no hubieran tolerado el empleo de otro maquillaje que unos polvos de arroz. Hasta un hombre tan poco convencional como Giaccomo Casanova, apreciaba el arreglo menos ostensible de las mujeres. Pintarse era propio de las actrices y prostitutas, dos profesiones que necesitaban atraer las miradas masculinas desde bastante lejos y bajo pésimas condiciones de iluminación. El resto de las mujeres, que era la mayoría, evitaba arreglarse o aparentaba no hacerlo, para que los hombres las respetaran. Menos maquillaje podía ser más efectivo cuando se trataba de preservar la imagen pública.

1 comentario:

  1. Cuantos cambios nos marca las modas,que como vos decis ahora van a paso agigantado,por las publicidades que se ven a diario por TV.
    Yo recuerdo , como vos decis ,tengo la foto de mi primera comunión con vestido largo blanco y mi pelo que es lacio,en esa ocasión lucia una permanente con rulos muy chiquitos.
    Susana

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