jueves, 16 de septiembre de 2010

Los juegos y el universo mental de los varones


A mediados del siglo XX, la televisión no era desconocida en San Pedro, gracias al cable coaxial que comunicaba a Buenos Aires con Rosario, pero todavía no se había convertido en una experiencia cotidiana, capaz de desplazar a cualquier cosa que se ofreciera para ocupar el tiempo libre de los niños. Con frecuencia salíamos a jugar (en la vereda, en la calle, en la casa de vecinos, con otros chicos de la misma edad o con adultos que no veían la posibilidad de jugar con niños como algo carente de sentido) y para jugar empleábamos una variedad considerable de artefactos.
En mi infancia había juguetes de madera, no pocas veces sin pintar, en ciertos casos de origen casero, en otros fabricados en serie. En un cajón del almacén de mi padre, cubiertos de polvo, perdidos entre mechas de lámpara de kerosene (lo que indicaba su antigüedad) hallé una serie de trompos de madera. Había muchas formas de jugar con ellos, siempre y cuando se consiguieran mantenerlos de pie sobre la punta metálica. Se les enroscaba un piolín, que al ser lanzados desde cierta distancia y altura, les imprimía un movimiento giratorio más o menos controlado. A veces, dos jugadores competían a colisionar los trompos y ganaba aquel que conseguía derriba al otro. Pero también había trompos que se hacía bailar en la palma de una mano, a pesar de las cosquillas casi hirientes de la punta metálica.
Todos coleccionábamos bolitas (metras o canicas, en otros países de la región) ignorando que heredáramos una tradición de cinco milenios de antigüedad y competíamos en improvisadas pistas que alisábamos en el suelo. Había una variedad de configuraciones, que invitaban a coleccionar las bolitas: estaban las ojos de gato, las veteadas, las metálicas. ¿Bajo qué condiciones impulsábamos la bolita con el pulgar o con el índice? He olvidado las reglas estos juegos que exigían una compleja coordinación muscular. En época de cosecha de frutas, empleábamos los pulidos carozos de níspero para jugar a la payanca, que incluía lanzamientos al aire de las semillas, para recogerlas en el dorso de la mano, que había girado en el ínterin.
Había juegos considerados masculinos, como remontar barriletes (volantines o cometas en otras partes del continente) por razones que todavía no entiendo. En mi barrio, eran construidos por los adultos, a quienes los niños recurríamos en busca de ayuda. Los hermanos Casini y mi tío Juan se destacaban por la habilidad para armar complicadas tarascas de caña de bambú y papel de seda, ornamentadas con flecos de papel y colas que adquirían peso gracias a los moños de tela. A pesar de que observaba a los adultos durante la tarea, nunca llegué a aprender la técnica de construcción, ni la manera de elevarlos, por lo que sospecho que los niños éramos una excusa que le permitía a los adultos continuar jugando, cuando no hubiera estado bien visto que lo hicieran.
Los zancos se pusieron de moda en algún momento, como sucedió con el Yo-yo, el Diávolo o el Hula Hula. Permanecían vigentes una temporada y luego se olvidaban, hasta que una nueva generación de chicos iba creciendo y los descubría (en realidad, la industria cultural se los planteaba de tal manera que resultaba imposible dejarlos de lado). Conseguí que uno de mis tíos improvisara un par de zancos con palos de escoba y tacos de madera, pero no era mucho lo que podía hacerse con ellos, si uno estaba solo. Hubiera sido formidable armar una comparsa de altas figuras con zancos y desfilar con máscaras y disfraces, pero esa tradición, que revivió el grupo teatral Bread & Puppet en los ´70 y siempre se mantuvo vigente en España o Alemania, era desconocida en mi barrio.
Mi primer rompecabezas estaba compuesto por 25 cubos de madera, cuyas caras mostraban escenas correspondientes a seis cuentos infantiles.
Una de mis vecinas me prestaba una caja de bloques de madera, con los que podían construirse maquetas de puentes y cabañas. Era un juego solitario y de paciencia, que consistía en seguir las instrucciones dibujadas. Muchos años después, como un hombre maduro, comencé a coleccionar piezas de Lego, para ejercitarme en el armado de modelos preestablecidos, como una forma de escapar a una profesión que tendía a volverse obsesiva. Después de una jornada montando documentales que habían surgido de la pura improvisación, Lego parecía lo más alejado de ese caos de imágenes y sonidos en el que debía establecer un orden sencillo pero no previsible.
En mi infancia había numerosos juguetes a cuerda, que se ponían en acción por escasos segundos. Una variedad interminable personajes humanos (conductores de motocicletas o autos) y animales de circo (osos y monos que tocaban los platillos o caminaban con torpeza). Tardábamos casi el mismo tiempo en dar la cuerda y disfrutar el movimiento.
No recuerdo que ninguno de los juguetes de mi infancia requiriera el empleo de la electricidad, salvo, quizás, El Cerebro Mágico, que encendía un foquito de linterna cuando la respuesta elegida para alguna de las preguntas preestablecidas era la correcta.
En cuanto a los juegos que requerían la intervención de grupos, no siempre disponíamos de suficientes participantes de la misma edad. Por ese motivo, nunca tuvimos un equipo de fútbol. Solo conocí las reglas del básquetbol y el todavía más distante béisbol durante las prácticas de Educación Física, en la secundaria. Para jugar a Las Escondidas o Policías y Ladrones, teníamos que reclutar a las chicas dispuestas a correr o perseguir de igual a igual a los varones, y ellas no siempre aceptaban ese rol que las exponía a ensuciarse la ropa, lastimarse las rodillas, despeinarse.
…95, 96, 97. 98, 99, 100. Punto y coma. El que se escondió, se embroma. (Anónimo: Las Escondidas)

Recuerdo unas pistolas de cartón impreso, que al ser agitadas desplegaban un doblez de papel Manila, produciendo un ruido equivalente al de un disparo con silenciador. Más frecuente era la imitación de una pistola con los dedos de la mano derecha y la onomatopeya vocal. Ninguno de estos juegos reclamaba demasiada tecnología. Bastaba con conocer las reglas que nos relacionaban a unos con otros y aplicarlas de manera precisa, para que la finalidad del juego (el entrenamiento en las complejidades de las relaciones interpersonales) se cumpliera a cabalidad.

1 comentario:

  1. Oscar
    Cuantos recuerdos ,yo tambien me acuerdo de muchos de los juegos que vos enumeras,pero si comparo mi infancia con la de mis hijos,los juegos fueron otros completamente distintos,claro ellos ya usaron la tecnologia,cosa que para nosotros era privativa no existia excepto la radio o algun tocadisco
    Susana

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