sábado, 25 de septiembre de 2010

Rituales: sobre muertes y duelos


Mi mamá mandó a (…) teñir toda su ropa de color (…). En la tintorería había un letrero enorme que decía “Lutos rápidos en 24 horas”. (…) Mi papá también anda de luto, pero de corbata y de manga de chaqueta, no más. (…) Los hombres solo se ponen corbata y huincha negra en la manga de la chaqueta y trajes oscuros. También van al cementerio con el muerto. Las mujeres no pueden ir. (…) Yo me quedé con las ganas de ver la carroza negra y plateada, con los caballos llenos de colgantes de encaje negro. (Patricia Undurraga: Cuando yo era chica)
Tuve la oportunidad de observar en San Pedro las viejas carrozas fúnebres, ornamentadas como carros del Renacimiento italiano, que todavía eran tiradas por dos o cuatro caballos negros empenachados, que no tardarían en ser reemplazadas por camionetas negras, vidriadas pero sin muchos adornos, a comienzos de los años ´50.
De la muerte se hablaba con aire de superioridad, tomándola en broma, como si después de todo fuera la muerte que le tocó en suerte a otro y no puede conmover demasiado a los que están vivos. En una milonga de Borges, esboza (o inventa) el retrato de un guapo de comienzos de siglo XX; el Títere:
Un balazo lo tumbó / en Thames y Triunvirato; / se mudó a un barrio vecino, / el de la Quinta del Ñato. (Jorge Luis Borges: El Títere)
Hablar del cementerio como si fuera una Quinta de Recreo, un lugar de risa fácil (para las calaveras). Era el comienzo de una época en la que, de pronto, las tradicionales demostraciones de dolor ante la muerte pasaron de moda, y la modernidad impuso una sistemática contención de los sentimientos.
Nadie moría en mi barrio, durante los años de mi infancia, como si todas las desgracias hubieran ocurrido antes de que yo estuviera en condiciones de presenciarlas. Mi bisabuelo materno murió en Ramallo, pero yo era demasiado chico para que me incluyeran en la comitiva de los adultos. Recuerdo a mis tíos comentando con desaprobación el discurso fúnebre de un conocido que despidió a su hermana recitando en el cementerio los versos de Sus ojos se cerraron, de Gardel y Le Pera. Tal vez desconsuelo de ver que el mundo sigue andando correspondiera a la pena de ese hombre, pero no resultaba oportuna la alusión a la boca de la muerta que ya no lo habría de besar.
Mi abuelo paterno murió lejos, cuando yo había cumplido once años, y solo mi padre viajó los 600 kilómetros que nos separaban del resto de la familia, para participar en el duelo y nunca visité su tumba. Él había dejado una cripta grande y fea, cerca de la entrada del cementerio de San Pedro, que ocuparon su tío Altolaguirre, media docena de sus parientes políticos, como si la muerte no le importara demasiado.
Luego, de adolescente, comenzaron a morir mis compañeros de estudios o sus padres, y descubrí que no sabía muy bien qué decir o hacer durante los velorios, aunque en realidad poco importaban las palabras o los gestos a los que nadie prestaba demasiada atención. Bastaba con hacerse presente y dar la mano (o abrazar o besar a los deudos, según la relación que hubiera), permanecer contemplando al difunto un rato, en silencio, retirarse de la capilla ardiente para beber un trago de café o licor casero, comprar una corona o ramo de flores que ni siquiera hacía falta entregar personalmente.
Por aquel entonces, el velorio se celebraba en la misma casa del occiso, por humilde que fuera. Los muebles se guardaban no imagino dónde, con el objeto de dejar sitio para los asistentes a la capilla ardiente, donde los restos se velaban por lo menos un día y una noche. Las historias de falsos muertos, a los que habían sepultado prematuramente y descubierto años más tarde, con las uñas y cabellos crecidos, tras haber intentado en vano escapar de su encierro, circulaban entre los niños que no habíamos leído aún los cuentos de Edgar Allan Poe.
Los duelos se encontraban cuidadosamente reglamentados por la etiqueta. La muerte de un pariente cercano era recordada por las mujeres mediante un año en el que usaban ropas negras (luto riguroso) y otro de medio luto (negro y blanco o atenuaciones del gris y el morado). En los hombres, el luto adquiría otras apariencias. Si bien los trajes negros eran inevitables en las ceremonias de cualquier tipo (y los pobres podían carecer de todo, menos de esas ropas que duraban decenios y se heredaban de padres a hijos), el resto del tiempo el duelo quedaba indicado por brazaletes negros en la manga derecha o una cinta negra puesta en el sombrero. La reglas que Manuel Carreño redactó a mediados del siglo XIX, se encontraban vigentes a mediado del siglo XX.
El traje debe ser todo él negro para hacer visitas de duelo y de pésame, y para concurrir a las reuniones de duelo, a los entierros, y a todo acto religioso que se celebra en conmemoración de un difunto. (…) Por los padres y abuelos, hijos y nietos, el luto dura seis meses; por un tío o un sobrino, un mes, y por cualquiera otro deudo, dos semanas. (…) Estos períodos en que se ha de llevar el luto se dividen en dos épocas de igual duración: en la primera de las cuales se usa el luto riguroso, y en la segunda el medio luto. (Manuel Carreño: Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres)
Si bien los hombres continuaban sus actividades productivas, las mujeres debían recluirse durante las primeras etapas del duelo. Las compras eran encargadas a las vecinas, los noviazgos quedaban postergados. Vivir un duelo, para las mujeres de mi barrio, era reducirse a un estilo de vida puertas adentro, parecido al del Medievo.
Recuerdo la única foto de mis abuelos maternos que conservaban mis tíos. Los mostraba jóvenes y atractivos, en el día de su boda; la novia vestía de negro, las ropas ajustadas de comienzos del siglo XX que cubrían todo el cuerpo y solo descubrían el pálido rostro y las manos. Con toda seguridad, mi abuela usaba un corset de ballenitas que daba forma a su talle estrecho, y en la cabeza lucía un incongruente velo blanco. Matrimonio y duelo, celebración y pena, todo reunido.
Años más tarde, mi madre pasó por una situación similar. Sus padres habían muerto jóvenes, a poca distancia uno del otro, y ella debió obtener el permiso notariado de su hermano mayor, para casarse pocos meses antes de cumplir veintiún años. Por algún motivo, que escapaba a la lógica de la etiqueta, no había una foto de bodas, como tampoco había habido una ceremonia religiosa. Aunque no se trataba de un matrimonio apremiado por ningún embarazo, eran malos signos para la pareja.

1 comentario:

  1. Cuantos recuerdos ,y como ha cambiado ,las formas de realizar los velatorios y de guardar duelo.Ahora solo se velan en las casas velatorias y casi nunca se pasa la noche ,llegada una hora se cierra la sala y se regresa a la otra mañana ,para realizar el sepelio.
    Yo si bien tenia 5 años cuando fallecio mi abuelo paterno ,tengo recuerdo de como fue el velorio en la casa ,y el patio lleno por vecinos y parientes
    Susana

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